Las culebras del cabello de Medusa son angulas en la versión mitológica
local; resulta un poco menos terrorífica; incluso en el menú del día puede
aparecer como segundo plato: trompezones
de angulas fritas con aceite de bicicleta.
La gorgona mortal (Esteno y Euríale eran diosas) lucía una resplandeciente
cabellera hasta que Poseidón se la benefició en el templo de Atenea y Zeus le
impuso esa lacra para que nadie más se atreviera. La pretendida pudibundez y
cortedad suya (se mesaba sensualmente los cabellos y respingaba las cachas, resguardada
en la penumbra de una arcada lateral), al no querer figurar como buscona, la
castigó el altísimo olímpico con aquel burdo truco de taumaturgo
aficionado.
Aquí, en la barriada la
Corta, no hubo Perseo que le segara la cabeza, simplemente
advino un paisano locuaz y persuasivo que entabló pacífica plática con ella y le
propuso aprovechar las angulas para un plato de especialidad. El negocio fue
fructífero, los parroquianos se chuparon los dedos del caldillo de las
secreciones y traspiraciones hervidas. Cuando faltó provisión, acudió ella al
río a refocilarse con el poseidoncito de agua dulce (pudiera entenderse también el
dios-río Alfeo, más cuanto Aretusa le dio calabazas) para que el hermano le
regenerara más angulas en la testa.
El poder de su mirada ha quedado también desvirtuado. En vez de
convertir en piedra lo que miraba lo volvía vegetal. Hay un limonero al otro
lado de la carretera bastante sospechoso. Mientras yo lo examinaba entró el
dueño de la finca y, para dispensar mi ceñuda inspección, como si sobornara a
un inspector de Hacienda, me ofreció media docena de limones, arrancándolos él
mismo de las ramas.
Eran lozanos y frescos, muy lejos de provocar la pestilencia halitosa
del mendigo lunático de Central Park (los del limonero del que los cató debían
estar podridos), quien endosa a Henderson Dores la frasecita indescifrable, por
más que diseccione Estados Unidos: “El peletero cree a medianoche que tiene las manos llenas de
nubes" (Barras y Estrellas. W. Boyd).
Más me casa con el seto en el que
se metamorfosea Louis, por eso de las rutilantes irisaciones de las hojas en su
tremolar por la brisa (el amarillo de los limones), si bien no conocemos
explícitamente de qué árbol se trata (Las olas. V Woolf.). La ubicación es del
todo indiscreta, haciendo impensable que ninguna Jinny se acerque a bailarle y
besarle la copa, no obstante no ser descartable como elemento de recreo más
allá de la casa de las herramientas y de Elvedon, a su vez más allá del
aeródromo viejo, abandonado y espectral, donde juegan los niños del hospicio y
hacen maniobras los militares ociosos que añoran su tierra polvorienta (Tierra
de nadie. I. Aldecoa.)
Alrededor del río, la vegetación es presumiblemente gente trasformada
por la mirada de la medusa cabelliangula, incluso ninfas, pues no creo que
Aretusa sea aquí ningún manantial, y hospitalarias criadas de Eleusis, por la
apariencia de faldas alzadas que ofrecen algunos manojos de ramas y la
cuarteada corteza en forma de entrepierna de Baubo. No sabemos si el lienzo que
salvó la hija de Loomis Gage de las llamas lo donó Henderson Dores a la National Gallery,
en cuyo caso pudiera contemplarlo la condolida Rhoda, en vez de al Baco y
Artemisa de Tiziano, para así aliviar la pena por la muerte de Persival, sin
necesariamente alcanzar las risas estentóreas de Demeter.