El astrónomo Conon de Samos estaba
confabulado con el ladrón de la cabellera
de Berenice, adjudicándole una constelación a la reina egipcia, no para
mitigar su pena y confortarla, sino para evitar una investigación policial
sobre su paradero.
Desconocía
yo si la cabellara habría sufrido (como el arca de la alianza, el santo grial o
los clavos de Cristo), tras ser robada primeramente por un sacerdote del templo
de Serapis, distintas vicisitudes históricas, de acuerdo con la intención de
los más avezados arqueólogos de hacerse con ella y aprovechar sus mágicas propiedades.
En algún momento de la historia, estoy seguro, unos tramposos intentaron el trueque por la
virilidad de Atis (conservada en formol), aduciendo que revitalizaría como
viagra la potencia sexual, pero, frente a las evidentes señales de autenticidad
de la cabellera, el falo mutilado nunca manifestaría las suyas, sino por una
sospechosa enormidad que bien pudiera haber resultado de una inyección de silicona.
Mi particular investigación me ha traído
hasta la Venta
la Cabezuela, después de haber hallado unos códices reveladores en el satélite
artificial Delphi, estrellado en el
polígono el Trocadero.
Delphi
saltó a la estratosfera en el 79 d.c., impelido por la erupción volcánica que
asoló Pompeya. Ha orbitado durante muchos siglos hasta que se enamoró de los Pilones de Cádiz. El enamoramiento le puso Al rojo vivo (como a James Cagney) y acabó, tras muchas órbitas de
indecisión, estrellándose, no demasiado lejos de la posibilidad de sucumbir a
un abrazo reparador de sus amadas (sin duda fue más avisado que Glecko, el satélite artificial del Fukusima,
que aspiró al amor de, si bien una torre mucho más excelsa, la Torre Eiffel, ésta carente de
una gemela).
Los códices, difíciles de descifrar, y, en todo
caso, dejando partes imprecisas o inasequibles, son presuntamente certificados
de autenticidad, notas descriptivas y esquemas de diseño del tesoro que
albergaba en sus depósitos. No es osado conjeturar que, por algún proceso
difícil de rastrear, acabara en el templo de Afrodita, sito en Pompeya, y Vulcano
la pusiera a salvo de la destrucción, embarcándola en Delphi de un puntapié eruptivo.
Qué vuelco su corazón de chapa no sufriría al
contemplar desde el cielo la increíble similitud del cableado eléctrico tendido
sobre la bahía con aquella cabellera original de la cual había sido celador y
depositario. Los estados vibracionales de sus hebras brindan distintas
propiedades, no solo para enamorar satélites artificiales, sino para, entre
otras: 1) revitalizar como placenta de oveja negra el cuero cabelludo de los calvos
y halopécicos; 2) sanar las heridas como las pócimas secretas del centauro
Quirón; 3) generar gluones, etc.
Con los planos y documentos que he rescatado
de Delphi realizo una comprobación
sobre el terreno. Mis intuiciones las he expuesto en la mesa donde, en la Venta la Cabezuela, desayunaban
los ingenieros de Dragados, por si podían validármelas con sus apreciaciones
técnicas. Verdaderamente fueron muy amables y acogieron mi idea con perplejidad
y entusiasmo, pergeñando una réplica práctica, siguiendo las instrucciones de
los planos, de la estructura colágena trenzada de la cabellera para tender
sobre los pilares del puente a la
Pepa y que yo pudiera regresar en mi bicicleta, no ya ahorrándome
el pedaleo circunvalador de la orilla de la bahía o mi inclusión en el tren de
Cercanías, sino la ayuda levitadora de ET.