Emergí del inframundo
en medio de las ciénagas, todo rodeado de extraordinarias criaturas
que me vitoreaban y aclamaban (había un pulpo muy simpático,
aplaudiendo a ocho manos). Parecían todos llevarse excepcionalmente
bien, ser vegetarianos o plactonianos, en cuyo caso, el examen de sus
estómagos no revelaría cadena trófica alguna: el grande respetaría
al chico y el chico al minúsculo. Así la armonía debía ser
completa. O más bien, como la de una esfera troceada, una esfera que
sería también aspiración de la belleza que postula María Zambrano
en su sentencia (toda belleza tiende a la esfericidad).
La esfera troceada es
también belleza y armonía a pesar de la propensión inconsciente a
reordenar sus trozos a fin de recuperar la supuesta esfera de
partida. No hay tal. Dicha esfera siempre ha sido así: de trozos
ensamblados al margen de la definición o la fórmula volumétrica
que la habría de generar. Casquetes y medio casquetes, cuñas de
casquetes, núcleos y capas sesgados, unidos por aristas comunes o
tan solo por puntos extremos que apenas se tocan, y que, un simple
roce puede que los desgajen del conjunto. Hay tensión y aparente
inestabilidad, y, sin embargo, se mantiene recia y erguida, a pesar
de los embates del azar.
Es tal, la armónica
esfericidad de las criaturas que habitan las ciénagas. Por otra
parte, no me cupo duda, inserta en el interior del caracol que
representa una mancha en la pared indescifrable, vista desde la
distancia, desde el sillón donde la escritora divaga fructíferamente
(Relatos completos. Virginia Woolf). De haberse levantado a
tiempo no habría divagado, privándonos de la excelencia y la
floritura de sus frases y especulaciones. Es en la mancha en la
pared, sobre la repisa de la chimenea (descartado que fuera un
clavo emergido por el quehacer diligente de las criadas de la
limpieza), donde está el tránsito a la esfericidad de las ciénagas,
que van a remolque del caracol, avanzando lentamente, arrastrándose,
viajando como una prehistórica caravana circense o una grotesca
compañía teatral hacia el séptimo sello. Mi sino ha sido
asomarme a ella.
Nunca se está del todo
preparado para tal osadía, para tal incorporación al viaje común,
traqueteante e incierto. Mi pedaleo no es más rápido que el andar
acelerado de otras vidas, puedo ser más lento, si bien, reconozco,
estoy sometido a la misma inercia de no detenerme y al mismo perpetuo
deterioro y a la misma perpetua reparación, según mi buena o mala
fortuna me lo facilite, y según me pese o no molestarme en elucubrar
si tiene o no sentido que le busque algún sentido. Llevo la mochila
con todas las herramientas preventivas, al menos, eso creo, no solo
para reparaciones puntuales (un pinchazo, una rotura de la cadena,
una desviación del eje…), sino para mi salvación en todos los
sentidos. También Mercier y Camier, me dirán, para su particular
viaje, creían llevar todo en la mochila (y en buen estado), y sin
embargo, a la hora de la lluvia, por ejemplo, el paraguas no abría.
Pero, ¿tenía sentido abrirlo en ese momento, a pesar de mojarse, en
vez de dejarlo para otra ocasión? Este prudente uso del paraguas lo
entienden bien los habitantes de las ciénagas de la bahía, donde a
la lluvia suele acompañar un viento desmantelador. Haber negado a
Dios comporta la fatalidad, no solo del atascamiento de su sencillo
sistema de apertura, sino, peor, su desarboladura en caso de un uso
inoportuno en pleno vendaval. Afortunadamente, yo no he negado a Dios
(al menos en público) como para que me tenga rencor y tirria (si
bien, es cierto, me suele extraviar las gafas, lo que obedece a
cierto recelo); al contrario, permito que Ellos se acerquen a
mí (Zeus, Hera, Dionisio…). Confío, por tanto, plenamente en mi
paraguas, y no solo para protegerme, sino, como Mary Popins, para
volar. Es un paraguas de plumas impermeables, no de nylon, ni
semejante a un parasol japonés. (Mercier y Camier. Samuel
Beckett)
Es difícil que alguien
entienda lo que hablo, si no es Genara, la quiosquera lerda que se
rasca la entrepierna inconscientemente mientras reitera una
perogrullada atrancada en su mollera con el gesto enfurruñado tras
las gafas de cristal grueso. Las criaturas de las ciénagas celebran
mi aparición, y, en medio de los aplausos y los ánimos exultantes,
reviso mis gestos no sea que me esté rascando los huevos sin querer.
Si yo persiguiera una
obra maestra como Hermman, no mataría a mi doble (cobrar el seguro
de vida es parte del entretenimiento), porque, en efecto, nadie nos
confundiría, pese a haberle traspasado todas mis señas de
identidad. Todos adivinarían quién era el uno y quién el otro,
ataviados con sus propias virtudes y defectos. La coexistencia, que
es lo más cuerdo, es ardua e incómoda. Matar la semejanza supone
matar mas bien la igualdad pues, a la postre, el asemejado no solo ha
cobrado nuestra simpatía sino nuestra identidad, por habérnosla
preservado a lo largo de la vida. El otro soy yo, no solo en rasgos,
sino en personalidad, y matarlo es condenarme a la estulticia y la
sinrazón. Por otro lado, la obra maestra es una aspiración que no
puede desligarse de las pistas que rocían los dioses, y dudo que
después de haberme introducido un doble mi empeño siguiente deba
ser simular su suicidio en un bosque de Koeningsberg. De todas
formas, siempre podré recurrir a estudiar la viabilidad del
paraguas, para ver si, en efecto, no se atasca porque los dioses se
sientan ofendidos por mi rocambolesca forma de negarlos.
Detengo (yo o mi doble)
la calurosa acogida de las criaturas de las ciénagas, no para
disertar sobre el fuego y el agua, sobre los beneficios y los
horrores del soliloquio o sobre la codicia o la humildad de las ranas
encantadas, sino para interpretar la sonata de la antimateria. O si
quieren los músicos remilgados: la sarabanda de la antimateria, o la
folía de la antimateria, o el rock de la antimateria o el ruido de
la antimateria. La creación y aniquilación repetida y vertiginosa
de la materia y la antimateria provoca dicha emisión sonora
(adaptada al oído humano). Aquí, yo y mi doble (mi anti-yo), nos
creamos y aniquilamos continuamente para emitir esta música, o esta
interferencia, o esta perturbación en medio del impertérrito
silencio del vacío cósmico. Yo no era nada, y de un tropiezo surgí;
o más bien: surgimos yo y mi doble. Desde entonces no hemos parado
de abofetearnos, tras darnos la mano al inicio del combate como dos
buenos deportistas.
Para defenderme no
pienso hablar, aunque sí contratar, si fuera necesario, los
servicios de Charles Laughton, quien ha comprendido la abnegación y
el sacrificio de un testigo de cargo que incrimina a su amor
para salvarlo de la pena capital.
Desde esta venta
enclavada en las ciénagas se divisa el castillo donde Maléfica ha
besado a Aurora para despertarla de su condena al sueño eterno
(hacen muy buenas tostadas catalanas). Nadie duda de su beso de amor
(desencantador de su propio hechizo), lo que no evita pensar que se
anticipara indecorosamente a otros que bien merecían la oportunidad
de haber hecho la misma prueba.
No digo que se formara
una cola como la del INEM, que todas las criaturas de las ciénagas
se apuntasen, amparadas en su desvelo porque la princesa se criara y
creciera hasta sus dieciséis candorosos años rodeada de tiernas
delicias. No digo que, ya puestos, probasen a besarla las hadas
Flora, Fauna y Primavera, que la habían cuidado sin hacer mucho
gasto de sus modestos y mágicos recursos. Digo que, al menos el
cuervo debiera haber tenido su oportunidad.
El fiel ayudante de
Maléfica, su siervo desde el momento de ser rescatado de una red
depravada, ora cuervo para hacer encargos, caballo para trasladarla
rápido, perro para proteger su territorio, dragón para espantar a
sus enemigos… ora hombre para hacerle compañía… no solo jugó
con Aurora en todas las fases de su crecimiento, no solo la entretuvo
y la divirtió sino que la amó, e hizo brotar en su propia ama el
sinfín de coloridos y bellos sentimientos que darían pie a su
postulación a deshacer su despiadado hechizo.
De todos modos, el
cuervo está satisfecho. Debe andar por aquí, entre estas criaturas
de las ciénagas. Siempre estará a bien con Maléfica (y a su
disposición), aunque se le haya anticipado en el beso. Huye de
protagonismos, de arrogarse méritos, de buscar compensaciones. ¿Qué
le importa, si Aurora, después de todo, besada o no por él, ha
resucitado, y todos disfrutan de su vitalidad y sus encantos?