Entre los muchos
animales divinizados por la civilización egipcia antigua no consta
el burro. Es inentendible esta omisión, dada su relevancia. Enumero
algunos: el chacal (Anubis), la hipopótama (Tueris), la leona
(Sekmet), el ibis (Tot), el carnero (Knhum), la vaca (Hator), el
halcón (Horus)…
Cleopatra Séptima
empleó la burra para producir leche. Ya anteriores reinas de la
dinastía ptolemaica la usaron, aunque no en grado tan refinado e
industrioso, para preservar y mejorar su belleza con abundantes
baños. Entonces había todo un elaborado proceso de producción y
conservación que partía de la misma selección y cuidados de la
materia prima. Había establos para mantener las burras, régimen
alimenticio especial, profesionales del ordeño, etc. El número de
ejemplares que abastecía a la reina superaba el centenar.
Este número lo superó
con creces, siglos más tarde, la esposa del emperador romano
Nerón, Popea Sabina, que llegó a promediar el medio millar de
burras para abastecerse. Las trasportaba consigo si viajaba, lo que
comportaba la aparatosa movilización de muchos súbditos.
La trascendencia del
burro estriba en que había que emplearlo para fecundar a las burras.
De otra forma no había leche. El burro semental había de
caracterizarse no tanto por su pureza de raza, ya que la descendencia
no importaba, como por su promiscuidad. Minimizar el número
necesario de burros ayudaba a conservar la paz de los establos, al
evitar los accesos de celo. Con uno o dos lo suficientemente
promiscuos bastaba. Tempranamente se supo que el burro más promiscuo
de todos era el oriundo de la Hispania Baetica, hoy conocido como
burro andaluz. Es presumible que aquellas damas ordenaran la
importación de algunos ejemplares.
Entre las tropas
castellanas de Alfonso X, el Sabio, no solo había una soldadera
encargada de regular los apetitos libidinosos de la tropa (alguna vez
el propio rey tomó su dosis), sino una soldadera-burra encargada de apaciguar la promiscuidad de los burros andalusíes con
los que invadió Sharish, portadores de la impedimenta guerrera. Esto
produjo, a la larga, si no una selección natural al estilo
darwiniano, sí una depuración de cualidades, declinando el burro de
carga andaluz sus ardores en favor del más holgazán.
Gracias a ello, seis
siglos más tarde las tropas napoleónicas pudieron acarrear en
largas recuas de burros, sin cuidado del rebullir testosferónico
asnal, los obuses Villantroys desde la Fundición de Sevilla
hasta el pinar de Enriles (hoy de los franceses) y el de la Algaida,
donde se acantonaron durante el asedio a San Fernando y Cádiz. En
todo caso, conscientes de las propiedades beneficiosas de la leche de
burra, no ya para embellecerse las damas, sino para prevenir con su
ingesta epidemias y enfermedades, promovieron la conservación del
burro andaluz holgazán y promiscuo, erigiendo la Venta que ha
evolucionado hasta nuestros días.
En 1915, en Moguer
irrumpió un ejemplar curioso, cuya procedencia, ignorada, bien
pudiera apuntar a estos lares. El señorito, dueño del mismo, por su
color acerado, le bautizó con el nombre de Platero. Lo dedicó a
pacer por los prados, a ronzar florecillas, a retozar con los niños…,
en definitiva, a holgazanear. Le hablaba y le hacía compañía
mientras leía en las soledades del campo. El burro despertaba la
envidia de aquellos otros que acarreaban en pesados serones los
productos del campo. Con ocasión del avistamiento de una burra
amada, a lo lejos en una colina, prorrumpió en alborozados rebuznos
que pusieron de manifiesto su virilidad. Al punto, el señorito
contrarío sus instintos, guiándolo hacia la cuadra.
El pobre animal
permaneció siempre apartado de cualquiera otra manifestación de la
índole, cual hubiera sido lo natural, de acuerdo a su genética y su
estirpe. El paso por el pueblo del ciego dueño de la vieja burra
aprovisionadora de la leche benefactora le consternó más de lo que
quedó escrito. La vieja burra vertía en tierra la dádiva fecunda
de algún otro burro vulgar desahogado en ella no por reprobar la
empresa del ciego sino porque se hubo enamorado de Platero. Este
reprimió sus correlativos apasionados rebuznos, a fin de no
delatarse. El idilio lo llevaron muy en secreto, pero cabe hacer la
suposición, no excesivamente temeraria, de que lograron consumar sus
anhelos.
La muerte de Platero
careció de un dictamen forense adecuado. El viejo médico Darbón se
limitó a insinuar la ingesta de una mala yerba. El señorito
describió, sin apenas compunción o desconcierto, los signos: el
vientre hinchado, las patas rígidas.
Es conjeturable otra
causa más verosímil. Platero contrajo una enfermedad venérea
resultado de sus encuentros clandestinos con la burra del ciego
vendedor de su leche. Y aunque pudiera ser reconocible por sus
síntomas, aquellos prefirieron preservar su inocencia y virginidad.
La contrariedad de no poder descubrir y desarrollar la pasión
amorosa abiertamente provocó una mala profilaxis.
En este siglo XXI, la
preponderancia de la leche de vaca sobre la de burra, así como la
mayor eficiencia de las técnicas de inseminación artificial, han
provocado una importante merma en la libido del burro andaluz.
Resulta ahora holgazán hasta para excitarse, y su masculinidad ha
quedado en entredicho.