Es esta
venta el punto idóneo de partida para iniciar la persecución de
Pierre Rivière, habiendo degollado con una hoz electroláser a su
robot. Al parecer, no pudo soportar más que soñara, lo cual es
rasgo exclusivo de los humanos. Lo había sorprendido varias veces,
generando diálogos atrevidos, imprevisibles, emancipadores. Había
visto potenciada su capacidad de desdoblamiento psíquico de forma
inusual, logrando verdadera autonomía, ingenio y brillantez, en cada
uno de sus lados esquizoides. Había intentado entorpecerlo
escondiéndole el aceite lubricante, variándole los conmutadores de
los acumuladores, trucándole las direcciones de la memoria. Nada
había dado resultado. Cada vez con más asiduidad se reunía
clandestinamente consigo mismo para decidir con su yo desdoblado los
planes de huida, adueñándose del Sideral Azul y poniendo rumbo a
Marte, Gamínedes o Titán. Hablaba como un poseído, apremiándose a
sí mismo, pues sospechaba que podía ser descubierto, desconectado y
enviado al desguace. Fue peor que eso. Mientras preparaba en la
cocina una fritura de tornillos, Pierre Rivière entró blandiendo
la hoz electroláser, y, pese al socorro de una vecina, se ensañó
con él, dándole Terminus.
Las
leyes de la belleza áurea prohíben atentar contra los robots, y
menos contra aquellos que manifiestan rasgos no exclusivos de su
programación, en cuyo caso hay que dar parte a la autoridad
cibernética. No les aguarda la desconexión y el desguace; no el
reseteo ni la reprogramación; no el confinamiento en un laboratorio
para el estudio exhaustivo de sus desviaciones pseudohumanas. Es
decir, nada esencialmente perjudicial o destructivo para ellos. Sí,
qué menos, un test de Turing y un careo pesquisidor, a fin de
estimarlos o no candidatos para un viaje interestelar más prometedor
que un paseo romántico en góndola por las lagunas de metano de
Titán, en cohabitación incestuosa con sus yoes desdoblados
psíquicamente. Por ejemplo, a Cygnus X-1.
El que
un tal Pierre Rivière haya cometido tamaño asesinato (dejamos para
los juristas la correcta denominación de un acto criminal cuando es
infringido a un robot), y con tanta saña, conviene juzgarlo, no sea
que más allá de un arrebato aislado estemos asistiendo a una
corriente general de robotfobia que pudiera extenderse y redundar en
contra de la humanidad. Comoquiera que el asesino ha huído, los
cazarrecompensas, al margen del procedimiento usual activado por los
servicios de inteligencia y por la policía científica, han acudido
a la Venta Montero para iniciar la persecución respetando las reglas
de caza establecidas. Mientras degusto una cerveza con
una tapa de aceitunas (me la han puesto sin haberla pedido, lo que me
hace sospechar que al menos una de ellas está recubierta de cianuro
potásico, obligándome a entablar una peculiar partida de ruleta
rusa aceitunera) diviso en una mesa al famoso blade runner Rick
Deckard, bastante incauto a la hora de enamorarse de replicantes, por
tanto, muy inestable emocionalmente y de carácter desabrido. En otra
aparece solitario (más si cabe por la ceguera) el masajista,
excelente jugador de dados y samurai Zaitoichi, el bastón de pega
bajo la mesa, listo para desenfundar y cortar cabezas a la menor
amenaza olfativa y ultrasónica. Hay un idiota con pose indolente en
otra, que parece haberse sacudido el peso de una primera etapa vital,
malgastada en la investigación del contenido de la felicidad,
habiéndola reflejado en un libro. La experiencia de una tentativa de
suicidio (observo la falta de una oreja debido al yerro del
escopetazo que se propinó), una sola y fallida tentativa, como debe
ser, según él, el rasgo fundamental de todo suicida que se precie,
le ha debido animar ahora al encuentro de la plenitud en la caza de
un asesino, al que, quizás, y aún no sabe si está preparado para
ello, tenga que abatir. Por los sujetos que atisbo en otra de las
mesas, puede que la caza estribe únicamente en permanecer al acecho
del momento en que aquél intente suicidarse. Ellos son Hume y Hans,
el filósofo disculpador de los suicidas y el borracho noctámbulo
del parque de Hofgarten, consolador de las amas de casa suicidas. Es
bastante plausible que la idea del suicidio obsesione al asesino
conforme pasen las horas y rememore la atrocidad de su acto. Es
menester evitarlo, para poder someterlo a la justicia, y que, sin
posibilidad de redención, afronte una pena ejemplar, a fin de
abortar la propagación de su acto.
Los
robots tienen derecho a soñar si tal rasgo asoma como disfunción
colateral de la programación de sus circuitos, si les alivia como
plan (irrealizable) de escapatoria, si les estimula mientras acometen
sus sempiternas y automatizadas tareas. Los ciberpsicólogos
aguardaban un fenómeno así y, por tanto, aquel que, en vez de
contribuir al progreso tecnológico anunciándolo, ha tomado la iniciativa
de sepultarlo destruyéndolo, debe ser detenido y juzgado. Es extraño que en
los monitores omniscientes de control (Quizas todo esto) no observaran nada atípico en
el comportamiento de Terminus, de manera que hubieran intervenido a
tiempo, antes de que aquel descerebrado lo degollara con la hoz
electroláser. Es posible que anduvieran todavía perplejos con la
secuencia de la niña que se cosía el botón de la manga de la
camisa; con su soberbia compostura, tiernamente concentrada en una
habilidad que no le había sido enseñada.
No es mi
intención quedarme a ver qué resulta de esta partida de
cazarrecompensas. Estoy seguro de que Hume tomará la iniciativa para
coordinar la persecución por los bosques de Le Mesnil-Auzouf, Aunay
y Langannerie. Me extrañaría que Hans le secundara, a expensas de
abandonar su pesca de amas de casa en el parque de
Hofgarten; aunque puede que haya acabado harto de consolarlas para
que al final nunca se suiciden y sigan aguantando a sus maridos.
Mientras juego una partida en la máquina tragaperras para ver a
dónde me dirijo a continuación, el idiota se ha acercado
subrepticiamente a mi mesa para tomar la última aceituna que yo me
he dejado en el plato. En seguida ha notado los efectos, y ha caído
retorciéndose al suelo. Rick Deckard ha acudido en su auxilio.
Aunque ha tropezado a causa de la zancadilla que le ha puesto
disimuladamente Zaitoichi, ha conseguido darle a tiempo el antídoto
contra el cianuro potásico. En la máquina tragaperras me sale el paso de San Gotardo. Me temo que la bicicleta no pasaría
bien por allí, se me estropearía la amortiguación y la cadena, a
parte de baquetearme el culo por el traqueteo. Pruebo de nuevo, y, al
cabo del varias jugadas, me sale El Origen del Universo. Tampoco estoy seguro de que pueda pedalear hasta allí. Según la propuesta sin límites de Stephen
Hawking es indamisible esta concepción. En una hiperesfera 5D y con
tiempo imaginario desaparece la noción de singularidad-Big Bang. En su defecto, sin que por ello crea contravenir a la máquina tragaperras, me afanaré por encontrar El Origen del Mundo de Gustave Courbet.