He apoyado la bicicleta
en uno de los barriles de la entrada, que están vacíos, y sirven
para adornar el frontal del porche. No hay parroquianos en la aireada
terracita, en el regazo de sombra que alivia el solano veraniego. Es
media mañana, buen momento para, trascurridas dos horas desde el
desayuno en la Venta Algarrobo, refrigerarse. La venta es del mismo
nombre que este poblado sobre una loma que parte de las estribaciones
del Guadalete, a la altura en que lo corta la carretera entre el
cruce hacia el Portal y Estella del Marqués. Los dados de las casas
se han ido adosando manteniendo la vertical (hay quien propuso
ensayar unas casas oblicuas, es decir, perpendiculares al plano de la
montaña -no a la tangencial terrestre-, a fin de un posible
aprovechamiento de la fuerza centrífuga planetaria caso de intentar
alcanzar la velocidad de escape después de arrancar los hornos de
cocina nucleares), y así se han ido solapando hasta la mitad de la
ladera, no hasta la cumbre. La otra mitad se empina demasiado,
quedando el flanco septentrional para los agrestes apaños naturales,
y el flanco meridional, cortado por la carretera, para el ansia
plantacional humana de girasoles, maiz, trigo, etc. La carretera,
estrecha, reverberante del sol, termina, tras encabritarse como un
caballo logarítmico, en la vertical de despegue de los cohetes de
Tomorrowland.
En el interior hay fotos
de festivales brontosaurinos y unos herbívoros disecados (el tamaño
de las perdices melenudas parece insuflado), resultado de las batidas
cinegéticas. Cuelgan de una viga del techo, sobre la barra, ristras
de ajos, cebollas y calabacines desecados, en prevención,
seguramente, de un ataque de brujería. La ventera, que tarda en
asomar, se asemeja a la Meroe que hechizó a Sócrates en su viaje de
Macedonia a Tesalia, a la altura de Larisa, volviendo de acudir a un
torneo de gladiadores. Si le arrebata una fiebre de calentura no he
yo de sucumbir, si no a riesgo de trocarse el placer pasajero en una
ulterior humillación esclavizante. No tengo conocimiento de su fama,
la cual suele servir para precaverse, no ya de su inducción
libidinosa (esto es difícilmente soslayable), sino de su poder
metamórfico (cuántas ranas, cabras, borregos y gallinos de los
alrededores no habrán sido peregrinos amantes, que, después de
solazarse con ella, rechazaron obedecer sus subsecuentes caprichos).
Me fijo mejor en unas cornejas disecadas, y, a tenor de unos mohines
instantáneos de horror antes del ser paralizadas, bien pudieran
haber sido confiados y advenedizos amantes.
La verdad que es una
chica sugerente, con un contoneo de caderas que recuerda a la Sole,
la camarera de la Gigantilla, en Conil. Las leves untuosidades y
pringues en la ropa contribuyen a un desaliño erótico, en la cocina
ha de alcanzar la máxima expresión de su belleza libidinosa,
siempre que aparezca un tal Roque que sepa derrocar su inicial
resistencia y celo profesional. El coronel Peralta ya puede aguardar
en la mesa a que decida aceptar su propuesta para pasar un cargamento
de hachis por el Estrecho, mientras él se despacha en la cocina
entre grasas y aceites que estallan de jubilo y contribuyen a la
lubricidad del acto. Las carnes se maceran y rezuman a golpes de
macho apetente, después de los muchos meses de celibato carcelario,
y los gemidos escapan por la traspuerta hacia el campo cual una
sinfonía mas sublime que cualquiera de las grandes obras del
maestro, compositor y director Barrientos (el del pañuelo a cuatro
nudos en la cabeza).
Me sirve un zumo de uva
en botella de cristal, y antes de que yo la requiebre, desaparece por
la cocina. He estado lento, sin duda por las anteriores conexiones
que he establecido, con la Meroe y la Sole. Me ha cohibido este
desliz alucinatorio al que, sin duda, contribuye el calor. Tampoco
hubiera sabido qué piropo soltarle, que no me avergonzara a mí
mismo, y a cuya reacción yo pudiera estimar la procedencia de
insistir y dar escape a mis incipientes anhelos. Uno no debería ser
tan vergonzoso, sobre todo viniendo de un viaje agotador y estando
pendiente de proseguirlo. La ventera, hostelera o camarera que se
precie, y sea consciente del valor de su trabajo, no despreciará
cualquier lisonja, por embarazosa que sea. El viajante encuentra así
ánimo, estímulo, refresco, y ella ha de saberlo y ser
condescendiente. Tampoco es que haya que ser explícito. Basta un
saludo fustigador, tal que: “¡Salud, buena moza!”, estilo el
Mulero que llega a la Venta Palomeque y pretende a Maritormes. Si
ella, a continuación, no esconde su garbo, aunque bajo una envoltura
gentil y correcta, entonces podré añadir: “¿Te acercas para que
pueda decirte una cosa al oído?” Lo que sera suficiente para
sospechar mis intenciones.
El zumo lo podría
despachar de un trago, pues así de acalorado vengo. No son mucho los
20 ml de su contenido, los he de dosificar si quiero tener tiempo
para pensar una estrategia que me posibilite abordar con ilusión de
bicicletero andante la cuesta de despegue de Tomorrowland, y las
subsiguientes, no tan empinadas pero si costosas y prolongadas,
hasta Estella del Marques. Es posible que me falte el arrojo del
Mulero, pero no la enjundiosa estulticia de el de la barba de chivo,
a quien Maritormes pudiera confundir en su escaramuza al pajar.
Bueno; no albergaré tal esperanza, pues no es mi intención pasar
aquí la noche. Me bastará con sentir la flaqueza del Bolchevique,
si es que la ventera reacciona a mis lisonjas con vehemencia e
insultos, y yo le descubro, mientras intente vengarme, una hermana
quinceañera del corte de la duquesa Olga, hija del zar Nicolas II.
Demasiado joven para que mi afán alucinatorio le atribuya los
encantos de una vulgar campesina (llamémosla Aldonza Lorenzo), pero
no tanto como para no escribirle unas Cartas a una duquesa rusa
sobre varias cuestiones de física y filosofía, del estilo del
matemático Euler. Descartada la dicotomía entre sentimientos de
pederastia y de redención de mi etapa adolescente, me dedicaría a
agasajarla con cuestiones más eruditas, sobre las que ya podría
empezar a cavilar mientras acometo algunos puertos de montaña
(dejémoslo en unas colinas de poca monta). Seguro que si me empeño,
descubro entre mis habilidades la de desmontar algunos presupuestos
matemáticos. ¿Que tal el de que los números primos de Fermat no
son primos al existir un divisor para n=5? (Aunque ya está
desmontado, precisamente por Euler, aún desconozco el procedimiento,
lo que me incita a enfrentarme a ello por mí mismo.)
Hay una escalera de
caracol en el lado izquierdo según estoy de cara a la barra. Aunque
es de forja, conserva un aire victoriano, por la evocación de los
tímidos adornos magnificentes. Se parece a la de la librería
londinense Marks & Co., solo que es imposible tener la certeza de
que, dondequiera que conduzca, haya largas estanterías de libros
antiguos e incunables; ni siquiera de que haya libros. Perfora el
techo de manera inquietante, sugiere, sin duda, no la emersión al
exterior, al que asomarse como desde una tanqueta que patrullara en
Herat, sino a una caverna fabulosa, con pinturas rupestres y, acaso,
un monolito en el lugar del televisor. Es posible también que no
conduzca a ningún sitio, que solo se pueda subir y bajar por ella,
sin salirse, nada más por el mismo punto de acceso. En cuyo caso su
finalidad ha de ser, no un ramplón ejercitarse (muy sano, por otro
lado, ya que si en los ambulatorios se puede leer lo beneficioso para
el gasto de calorías que es subir escaleras, no digamos si son de
espiral), sino experimentar la sensación de envolvimiento
traslacional y giratorio. Es una sensación única en el mundo que
está poco explotada. Solo remontamos escaleras espirales que
conducen a algún sitio: lo alto de un faro, una torre, una grúa,
una estantería..., sin darnos cuenta de que avanzar girando es una
de las técnicas motrices más apropiadas para alcanzar con precisión
un objetivo, y si no piénsese en los obuses.
Concluyo el zumo y la
ventera no aparece. La opción de irme sin pagar siempre me asalta en
estos casos, no por el ridículo ahorro que supone, sino por la
lección implícita que infligimos. “Deberías haber estado atenta
en tu puesto de trabajo”, venimos a querer espetar. “Ahora a ver
cómo se lo explicas al Jefe” (suponiendo que, en este caso, ella
tenga jefe, lo que es bastante dudoso).
- ¿Me cobra, por
favor?
Así, proferido en tono
suplicante, al aire, resulta grotesco y humillante. De manera que
ella emerge de sus cazuelas, pócimas brujeriles, retozos en el
pajar, disecaciones metamórficas o lo que sea no para demostrar que
así se gana la vida sino para hacerme el favor de no entretener más
la continuidad de la mía. El lapso del refrigerio no debe alargarse
tanto como para enfriarme y hacerme perder el ritmo de la carrera; al
menos, es la razón que ella debía entender para no tener que
hacerse de rogar.
No he mencionado que
llevaba puestas gafas de sol, y con ellas emerge de la cocina. A lo
mejor es porque cocina a fuego llameante deslumbrador.
- Es uno con cincuenta
-me indica mientras se limpia las manos de grasa con un trapo.
La voz ha resultado ser
más fina de lo esperado, casi inaudible, y algo nasal. Le pago, y
mientras aguardo el cambio, recupero mis deseos de piropearla, o, al
menos, de cruzar unas pocas palabras más, para acopiar alguna más
sublime ensoñación para el camino.
- ¿Tendría por
casualidad una copia del octavo libro sobre cónicas de Diofanto? Y
si es el que leyera y estudiara Fermat con anotaciones en los
márgenes, mejor que mejor. Ya sabrá que la mejor de sus
contribuciones, el teorema de Fermat, quedó escrita en los márgenes
de dicho libro.
- Deduzco que a usted
le gustan las anotaciones en los márgenes de los libros – me
contesta mientras se demora en traerme desde la caja registradora (es
decir, la pantalla-plana registradora) el cambio de los cinco euros
que le he entregado.
- Así es – es
curioso que no le haya inmutado mi rebuscada pregunta-. Y más si se
trata de las de un genio de las matemáticas. O las de cualquier
genio. O las de cualquier lector que haya ejercido su derecho a la
ocurrencia contestataria. Ahí mismo, aprovechando los huecos y
márgenes del papel, se le rebate. Qué interesante sería que el
escritor recibiera de vuelta su propio libro poblado de apostillas y
acotaciones. Para que espabile.
Deja pasar un silencio
intencionado, mientras viene hacia mí con el dinero de la vuelta. Al
extenderme las monedas, desde la ambigua distancia que interponen las
gafas de sol, y que poco casa con los tiznes de grasa de la ropa,
profiere:
- Precisamente arriba –
hace un gesto imperceptible en dirección a la escalera en espiral -
conservo muchos libros con anotaciones en los márgenes. Son libros
ingleses antiguos, forrados en piel, y con títulos dorados. De
Walton, Donne, Blake, Austen, Woolf... Los compré en Nueva York a
una vieja que murió medio arruinada, y que era reacia a desprenderse
de ellos. Apenas les he dedicado tiempo, tan solo he hojeado aquellas
páginas donde había anotaciones en los márgenes, pues entiendo que
son pasajes que han resultado interesantes al lector, sin duda más
avezado que yo. Curiosamente hay libros que contienen dos tipos de
anotaciones. Deduzco que las segundas, distintas por la caligrafía y
por ser más recientes, debieron ser contraanotaciones de la propia
vieja. Usted parece entendido en el tema. Si desea acompañarme y
echarles un vistazo.
Lógicamente la sigo,
una vez da un rodeo para sortear la barra. Estoy fascinado por la
enorme casualidad de este hallazgo, aun antes de haber comprobado sus
palabras. De alguna manera me interesa creerlas, y por eso no las
pongo en duda. Cosas más inverosímiles se han visto. Es cierto que
no pega una ventera de Lomopardo en Nueva York, salvo que rebusquemos
en el distrito de Queens, adonde confluyen todo tipo de inmigrantes
ilegales, a cual más estrafalario.
Al pie de la escalera
de caracol sufro una repentina zozobra, al no decidirme a cederle el
paso, cual es mi primera intención, precediéndola, como es lo
natural por ser la ventera y la guía por un espacio al que soy
ajeno. Pero es que, si lo hago, su culo, tras los primeros peldaños,
quedará a la altura de mis ojos, y no digamos sus piernas, cuyos
contornos y vertientes provocan tal vértigo que difícil es no
perder el equilibrio y asirse reflejamente a ellas. Besarlas
inmediatamente sería la más natural forma de adherencia y de
conservación de la estabilidad.
Ejem. Ella me precede
(sabe a lo que nos arriesgamos). Y yo, final y cobardemente, subo
detrás con los ojos cerrados. Tanteo levemente el pasamanos para
guiarme y no tropezarme y precipitarme de bruces entre sus nalgas.
Los pasos resuenan, la escalera vibra como los armónicos de una
guitarra. El sonido de los suyos determina la velocidad de
aceleración y el momento de frenar al alcanzar una puerta que abre
con unas llaves (lo infiero por el tintineo y el giro de los goznes).
Sus pasos suenan ahora sobre un piso liso y resbaladizo, mientras yo,
cada vez más torpe por la insistencia en mi ceguera temporal,
alcanzo trastabillante el mismo espacio. La puesta golpea tras de mí.
Abro los ojos. Es una alcoba hermética y oscura, salvo porque una
luz automática ha detectado nuestros movimientos y la ilumina sin
mucha convicción e intensidad.
- ¿Y el monolito? -
profiero algo alarmado mientras escruto el sitio -. Ejem. Perdón: ¿y
los libros? ¿Donde están los libros?
La alcoba es ramplona
pero acogedora. Con los tonos adecuados para cubrir los secretos del
día, es decir, las replicaciones de las noches de ensueño que no
pueden materializarse. Ella sonríe con cierta malevolencia. Una
sonrisa que debe alcanzar a los ojos, ocultos tras las gafas de sol,
provocándoles una contracción más hechizante.
- Tranquilo. Primero hay
que bailar un tango.
Y diciendo esto,
aproxima su cuerpo al mío y alza las manos para que se las coja en
la posición de partida. Sin inmutarme, inclino la cabeza para ver
desde tal proximidad la vertiente que acaba en las piernas
longitudinalmente excesivas. Hay que tirarse por ellas. La pedalada
hasta la cumbre de Lomopardo ha sido asfixiante. El sol me desfallece
y provoca delirios, a pesar del refrigerio. Me dejo caer al otro lado
de la pendiente de despegue de los cohetes de Tomorrowland. Y ruedo.
Ruedo. Hacia Estella del Marqués.