Deseaba repetir el
ritual de tantas mañanas: atar la bicicleta en el patio de entrada
(en la verja de la ventana baja, a veces obstaculizada por
carricoches de niño), escuchar su voz potente interpelar: ¿Eres tú,
matao?, timbrear a la puerta a pesar de que la había dejado
entornada (así le hacía refunfuñar: ¿Para qué tocas, tonteras,
no sabes que te la dejo abierta?), sentarme en la mesa redonda,
manchada, pringosa, de la salita, mientras le contemplaba trajinar a
tientas (la pérdida de visión no llegó a ser total), prestando ya
atención a las primeras noticias (el Negrito se había ido
de vacaciones sin devolverle el préstamo para la lavadora, cosa que
le disculpaba; los visados médicos habían expirado al pasar seis
meses, ¡seis meses!, y me encargaba renovarlos), siguiendo sus
torpes evoluciones, sus desatinadas mañas, a pesar de lo cual,
insistía en que me quedara quieto (la cafetera sobre el hornillo de
gas, la leche en el microondas, las tostadas al fuego sobre la
plancha tapizada de restos carbonizados, las lonchas de jamón del
exiguo frigorífico, la navaja cortijera denegrida para cortar el
queso, el aceite de oliva en el plato reutilizado para empapar las
tostadas...). Hasta que, concluido el ritual, se sentaba frente a mí
(ante su propio café humeante, de propiedades fulminantemente
laxantes), encendía un cigarrillo (la llama orbitando alrededor del
extremo antes de acertar y reaccionar a la succión), y comenzábamos
la plática propiamente dicha. Los primeros minutos yo le complacía
deleitándome en la ávida engullición de todo aquello, sencillo y
formidable, invariable y arrollador. Le hacía hablar (lo cual no
suponía esfuerzo), y así me entraba el café y las tostadas como un
torrente calorífico y despabilador, que solo tenía un pero
(aunque esto es discutible), la urgencia de la evacuación a la media
hora (en el servicio al descubierto, sin puerta; previo pago del
estipendio concertado por el gasto de agua y papel higiénico -una
broma formalizada-).
La fórmula de
rememorar aquellos felicísimos ratos (por esta expresión cursi me
hubiera merecido un exabrupto), pensé, podría ser acudiendo a la
venta que lleva su apellido. La descubrí recientemente, es decir, al
cabo de un año de haberle leído un día una poesía de Samuel
Beckett en el hospital y al siguiente, la misma, en el tanatorio.
Entraba por la rotonda 6 a Jerez, ya sobrepasado el mediodía y el
sol habiéndose cebado en mi espalda-parrilla, cuando, avanzando unos
tramos más de carretera, me golpeó su avistamiento. Hube de
proseguir para no perder tiempo, pues el Cercanías Express no me
esperaría antes de cruzar los Cárpatos, y necesitaba regresar a
tiempo a Estambul. Dejé pendiente un desayuno en ella y la
inspección ocular del interior. A lo mejor hallaba reminiscencias
suyas; a lo mejor algún hijo ilegítimo (a la sazón, cualquiera, si
lo hubiera tenido, sería ilegítimo por desconocido, no siendo
disparatada la posibilidad) había sido su fundador.
Inicié el camino
temprano, saliendo, como es preceptivo, de París. En detrimento de
Venecia, Budapest o Francfurt escogí la ruta pedaleada de Cádiz.
Crucé el río Danubio-Guadalete por el Portal. Atravesando los
Cárpatos-San Cristobal me acordé de Bram Stoker y de que la Orden
del Gravediggers le rinde homenaje cada 16 de junio, ya de paso que
se mimetiza con la Orden del Finnegans para venerar a James Joyce.
Había leído, en la pluma de uno de los caballeros, que Samuel
Beckett susurraba algo al oído de James Joyce en el café donde se
reunían en París, creando una molesta expectación. Proponía que
fuese una retahíla que más tarde trasladó a un poemario. La
sentencia clave era: “No importa. Prueba otra vez. Fracasa otra
vez. Fracasa mejor.”
Otra vez recordé la
sensación que me invadió cuando leí el poema de Samuel Beckett a
Gavilán. La de que yo le maté. Me pregunto si no es una sensación
que, a la postre, siente todo cuidador de un enfermo que se precipita
a su fin. Es irremediable el desenlace, y, aun así, una vez llegado,
sentimos el remusgo de la culpa. Más si, en la víspera, se le ha
leído a Samuel Beckett. Habíamos despachado ya a los sacerdotes
hospitalarios (esencialmente él), a los magnetizadores de los
fluídos cósmico-energéticos, a los testigos de Jehová urgidores
de la reconversión antes de presentarse al Altísimo (les
reconocimos el acierto de introducir en nuestra jerga el vocablo:
enviado, atribuyéndomelo a mí, cosa que yo hice extensivo a
otros, y, finalmente, exclusivamente a él; un enviado
aproximadamente nietzschiano; o quizás, beckettiano). Su mayor demanda espiritual y trascendente estaba
siendo satisfecha: la de tentarle el chochete a las enfermeras
(ni ellas mismas lo percibían en el momento de las atenciones
sanitarias). Era el mayor tentador de chochetes de todos los
tiempos, el más raudo y habilidoso, habiendo batido el récord
olímpico varias veces. Las enfermeras se alejaban con la inesperada
sensación benéfica de haberles sido cosquilleado la zona más honda
de su ser una vez despojado del ideal metafísico del cristianismo,
es decir, su restitución más allá del bien y del mal. La tentadura
provocaba este efecto. No; no creo que yo lo matara por leerle poemas
de Samuel Beckett. De alguna manera ya lo presentí al día
siguiente, y por eso insistí en el tanatorio, me repetí, volviendo
a obtener una no-respuesta ausente-condescendiente, si bien, en esta
ocasión, separados por un cristal.
Seguí pedaleando
dejando atrás la Cartuja sobre la colina de Buda, a la izquierda de
Pest. Había pasado un año y no había iniciado mi proyecto de
homenajearlo literariamente a la manera de Pedro Sevilla a su hermano
(Ext 114). Saqué algunas líneas también en segunda persona
del singular (la resistencia a darlo por perdido), bosquejando lo que
habría de ser el estilo. Lo imaginaba en un zulo (celestial o
infernal, es indistinto) parecido a aquellos por los que pasó, y que
él, exageradamente, denominaba así. Le visitaba, como siempre, y
charlábamos, como siempre. Cuando apareció en escena un antiguo
conocido era perentorio acercarme allí y comentárselo: ¿Sábes que
he visto al Molina?, de donde se seguiría la conversación. Poco a
poco aquel nuevo zulo (tirando a oquedad en el gran cañón del valle
Marineris marciano), lo fui trasformando en un tétrico santuario
(con velas, flores marchitas, fotos ajadas, hedor, oscuridad..., al
que entraba a hurtadillas en mi peor versión de el hombre con vela
de Godfried Schalcken, de manera que dejó de ser viable. La memoria
me lo fue alejando. De todas formas retengo la esencia de su triunfo.
A diferencia del hermano de Pedro Sevilla, en la muerte sí se mostró
consecuente con la vida. El compañero hospitalario que le precedió
invocaba mucho a Dios y a la Virgen hasta que él reaccionaba
llamándolo maricón y arrojando verbalmente heces sobre aquellas
deidades. Las iracundas y desgarradoras blasfemias habían sido un
escape recrudecido y consecuente. Un desahogo axiomático solo ofensivo para los pacatos creyentes que compartieron habitación
en el geriátrico. Que me lo quiten, por favor, pidieron; y con
bastante razón. Es que así se quedaba tan divino y tan pancho (el
resto del tiempo era paz y silencio bajo las sábanas, invisibilidad,
imperceptibilidad; no como los otros, que no hacían más que atosigar con pejiguerías). Las enfermeras le adjudicaban: Genio y figura
hasta la sepultura..., después de salir airosas de una rociada de
blasfemias y manoteos, al dolor de la cura de las úlceras (también
pudiera haber sido una estrategia para los disimulados tentamientos
de chochete como alguna vez me reconociera tras la extraordinaria
calma subsiguiente).
Vaya un café en la
venta de su nombre me iba a tomar recordando todo esto, se me iba a
avinagrar. Alcancé la rotonda número 6, y no me la topé al salir
de ella, como esperaba. Mala memoria. Me quedaba un tramo más de
carretera, de parques ralos, de amagos de viviendas antes de afrontar
las más consistentes del interior urbano (seguramente decorados
cinematográficos de cartón y estuco), de semáforos falsos, de
señales trampa, de contraindicaciones amenazadoras...
Hacía yo guardia la
noche que me telefonearon del hospital para darme la mala noticia,
empezaba a amanecer, y, curiosamente, hacía unas cinco horas que me
habían visitado para hacerme el amor. Naturalmente, otra vez,
retrospectivamente, he relacionado dicha visita con la consecución
de la muerte. Pudo ser la causa de la misma tanto como mi lectura de
los poemas de Samuel Beckett la tarde anterior. O fue la suma de
estas dos indecencias. Qué bonito resultó... Ejem; quiero decir: qué
desvergüenza. La verdad, no era la primera vez que me visitaba Aline
Masson, la musa de Raimundo de Madrazo, ni sería la última. No era
frecuente ni rutinario, no estaba concertado, surgía de una cierta
espontaneidad e imprevisión, y tan espaciadamente como lo que puede
tardarse entre la conclusión de uno y otro cuadro. Por supuesto,
había infinidad de lienzos donde podíamos hacer más cómodamente
el amor, solo que, allí, desplegaba un colorido especial. La noche
severa y oblicua, las contusiones del viento sibilante, los candiles
de titilante-tétrica llama, los sahumerios atufadores, de pronto,
desaparecían ejecutando un movimiento retráctil ante la irrupción
avispada, perfumada y floral de Aline Masson. La posibilidad de
delatarnos ante la irisada fosforescencia de su luz, casi imposible
de oscurecer, pese a todas nuestras prevenciones (fundamentalmente
para no despertar al pintor, dormido, soñando con ella y los
retoques oportunos que la encasillaban -todo menos sus ensoñaciones-
dentro del cuadro), imprimía mayor excitación al encuentro,
convertido en un torbellino de sombras ardientes. Me pregunto por
qué, pese al riesgo corrido (recuérdese que cinco horas más tarde
fallecería una persona), nos gustaba encontrarnos, y en situaciones
atípicas. Puede que por aquello del vínculo. El vínculo obedece
(su buena soldadura) a la suma de situaciones excepcionales, solo
que, fundamentalmente, promovidas por los hados. Precisamente porque
Eva Valle tomó la iniciativa por sí misma (lo de que incluyese la
mentira y el engaño es irrelevante) se le torció todo, y Eduardo
Deán descubrió la estrategia del falso embarazo y su consentimiento
a abortar en una clínica de Londres. Degeneró la tentativa de
afianzar el vínculo. Eduardo no lo admitió, y la despreció (eso
sí, no pudo evitar para los restos pensar siempre en ella durante la
batalla de mañana). Aunque intentaron reconducir situación tan
embarazosa y hostil, la resolución final no podía provenir de sus
voliciones. Por eso a Eva la atropelló un taxi. La excepcionalidad
que promete el vínculo no puede sostenerse a espaldas de los hados,
cuyos oráculos hay que consultar regularmente. Por eso a mí no me
atropelló un taxi. A mí me atropelló el amor.
Esto me llevó a
interpretar también (si los roces de los coches no desestabilizaban
mi vigoroso pedalear) la muerte acaecida como un renacimiento
delegado. Como cuando Obi Wan Kenobi se deja desintegrar por la
espada láser de Darth Vader para transferir su fuerza jedi-universal
a su sobrino Luck Skywalker. Me es imposible adivinar su
consideración al respecto de mi amorío. El respetaba y quería una
enormidad a la esposa de Raimundo de Madrazo, lo subrayaba
regularmente, así que, le evité la consulta. Mas en alguna que otra
ocasión, casi sin venir a cuento, con voz socarrona, avisada en
escarceos, puteríos y estro femenil me soltaba: Mira que eres
golfo... ¿Me adivinaría con su penetrante invidencia de gafas de
culo de vaso?
El desayuno ya está
aquí. Es decir, alcancé la venta. Descabalgué la bici y la até
fuertemente a un poste con toda clase de cadenas y candados. Tiene la
costumbre de encabritarse cuando la hago esperar, casi más que
cuando percibe el aroma de una bicicleta-hembra en celo. Por eso la
afianzo bien. Y ahora... ¿qué clase de reminiscencias suyas habría
de encontrar dentro? La sorpresa fue mayúscula: la venta la regentan
chinos.
Me senté en el
interior, más despoblado que el porche del exterior. Los rostros que
engullían en aquel espacio (que estudiaba a través de una ventana)
se correspondían con la clase popular que a él lo identificada,
toda vez que desde los treinta se hubo desmarcado de la hacienda de
los Colby en su versión jienense y de su tributo a la misma como
garbancero excepcional. Rostros rudos, desabridos, nobles,
bulliciosos y descarnados... Y eran servidos por chinos. Lo hacían
con gran ardor guerrero, sabiendo que el salto del bazar a la venta
requería firmeza, tesón, aspavientos y bravuconería. No les cabía
amedrentarse, sino al contrario. Por eso me sirvieron a mí con
enfadosa displicencia, no equilibrada (como hacía Gavilán con
alguna retahíla de rudo cariñismo y afectuosas invectivas) con
ningún tratamiento compensatorio como no fuera que su verbosidad
artificiosa y disparatada me estuvieran, en verdad, adulando. Soporté
la animadversión de un biciclista evadido de la plaza de Tianánmen
que encima leía libros mientras desayunaba. Acabé por asumir mi
papel reaccionario conforme fui degustando aquel jamón pekinés,
aquel queso hongkongnés, aquel aceite taiyuanés y aquél café
imperial, de los imperiales americanos que pasean con sus inagotables
tazas por los pasillos y salas de la redacción del periódico o del
departamento de la policía científica donde investigan el último
caso de conspiración geopolítica que ha usurpado su modo de pensar
peripatético a sorbos de café.
Estuve a punto de
estallar con una filípica en chino por aquel desayuno impostor
cuando pasó por mi lado el típico niño chino de las familias
chinas que andan sueltos por las inmediaciones donde trabajan los
chinos (ya sea en bazares o en esta venta). Me fijé bien. Sí: se
parecía a él. Joder (yo nunca digo joder, pero es que aquí
pega este yankinismo). No pude retenerlo y hacer una comprobación
más exhaustiva; en seguida se me escurrió. ¿Habría sido
engendrado de cuando las chinas varilleaban los olivos de la campiña
andujeña o de cuando acudía al prostíbulo del barrio chino de
barcelona? No me salían las cuentas, la relación entre la edad suya
y la edad del niño. Pero es que era prematuramente gafudo como él,
y con una marca inconfundible en el extremo del dedo índice derecho
que sin duda habría heredado: de la quemadura de los cigarrillos.
Encajaría más bien si fuera su nieto. Me bastaba comprobarlo
buscando a la madre, que también habría de parecérsele: la que oía
trajinar en la cocina, la que recibía los recados voceados por el
chinarro de la barra. Me erguí con la taza de café en mano e inicié
una investigación peripatética a la americana hasta que,
deambulando arriba y abajo, logré deslizarme en la cocina.
Loca... La musa loca de
los cuadros de Ichiro Tsuruta. Me reconoció, y yo a ella. Habíamos
posado juntos tantos lienzos... ¿Por qué hube huido? No lo sé.
Antes de que me reprochara nada, antes de que rompiera en insultos y
lágrimas histéricas que yo hubiera de acallar con besos que me
diera pena dárselos, ay, perra enferma, la acallé con un ademán.
El niño gafudo y con el tizne indeleble en el dedo índice pasó por
nuestro lado, y yo se lo señalé con gesto interrogativo. Sí; era
mío. Y para demostrármelo me condujo a empellones hasta un espejo
en el que poder mirarme, un espejo de verdad, de los que brindan la
verdadera imagen y no un reflejo rara vez fidedigno. Mientras nos
abrimos paso entre las cacerolas humeantes donde trabajaban un millar
de chinos sudorosos y exhaustos, fabricando jamón, queso, aceite y
café sucedáneos, pensé si no era este un reencuentro definitivo
como el que ocurre en S. Thala. La antigua amante, al ser desdeñada,
se había convertido en la loca de la ciudad, a la que todos se
chingaban y a veces dejaban preñada. La Lisavieta Schmerdiaschaia violada por Fiódor
Pávlovich Karamazov. Me miré en el espejo. Era un espejo con un
águila bicéfala abrazando el marco dorado. Me vi borroso, pero
distinguí bien, y ella detrás. Yo estaba calvo, llevaba gafas de
culo de vaso, un cigarrillo entre los labios y, al alzar mi dedo
índice, comprobé el tizne negro indeleble. Mira que eres golfo...,
oí que decía a mi espalda con acento chino. Entonces, volvimos a
posar juntos.