No sabe explicarme la dueña la procedencia y significado del nombre, que
data de la época de su bisabuelo, al que le adjudicaron las tierras como a
otros colonos que hasta entonces las trabajaron en régimen de aparcería. Su
construcción también resulta misteriosa, adoptando, por descontado, el mismo
nombre que las tierras, las cuales se extienden más allá del cerco que la
delimita.
Me permite pasar al comedor y hacer unas fotos, encendiendo las luces
para facilitarlas. Bajo unos escalones.
Hay
adornos navideños, profusión de mesas, muy pegadas y convenientemente arregladas,
cortinas traslúcidas, manteles rojos, cuadros taurinos, y, muy relevante, una
chimenea. Encima: una cabeza de ciervo, de discreta cornamenta (no llega al Sintetoceros
prehistórico).
Tras recrearme, agradezco la atención, me despido y salgo por el
estrecho pasillo en que está la barra, sin taburetes ni otros asientos para el
acomodo.
La historia que me ha contado no es consistente, no concuerda con las
evidencias que yo he constatado de ser un cetáceo emergido de las
profundidades. Rufana es, sin duda, el nombre de una ballena.
El acceso a la misma (el pasillo estrecho junto a la barra) es una
garganta angosta y amenazadora (José Hierro), que produce un efecto de succión,
cual fuera el que experimentaron Jonás y Pinocho al ser engullidos, a pesar de
la angostura y las barbas filtradoras. Dentro, la caverna rígida, angulosa y
poblada de mesas no priva de percibir sus leves contracciones estomacales, así
como, la chimenea, de sentir su exangüe hálito respiratorio.
Las ballenas, ya se sabe, provenientes de otra era (José Emilio
Pacheco), adoptaron infructuosamente la forma de peces, precisando salir a
respirar, o mantener abierta la válvula (surtidor-chimenea) por donde hacerlo.
Es seguro que adoptaron otras formas, y, sin duda, Rufana prefirió la de Venta.
De hecho, desde fuera queda camuflada por las algas milenarias adheridas
a su cuerpo oblongo, graso, azabache y cristal; así como oculta el arpón
clavado (identificable como un retorcido
tronco de árbol, detrás de Papá Noel), sin duda por el bisabuelo colono.
No creo, a pesar del arpón (con el que coexiste como Moby Dick), que sea
una ballena agonizante, como las varadas en las playas de Long Island, cerca de
los carruseles donde juegan los niños, desconectados de lo fabuloso. Más bien
ha encontrado en este envaramiento su serenidad y el placer simbiótico de
digerir los caldos de sangre que sobran a los comensales.
En el pasado disfrutaron de la chimenea dos amantes: la dama de un
castillo (el de Santa Catalina), abandonando ocasionalmente su fortaleza
disfrazada de garbosa provinciana, y un hijodalgo vagamente aficionado a los
recorridos rocambolescos en un rocín flaco. Es el único caso que se conoce de amantes que se citaron en el interior de una ballena.