Me costó comprender que la calle Hijuela del
Tío Prieto era una cinta de Moebius: una superficie de una sola cara, de un
solo borde, un objeto no orientable. Hube de recorrerla al completo para
percatarme de que al pasar la segunda vez por el mismo punto mi orientación era
invertida. Encaraba, pues, a cada paso, paisajes distintos, a pesar de caer al
otro lado del mismo borde. Además, una parte del recorrido la hacía bocabajo,
lo que no era del todo fácil de percibir, como le ocurre a la gente del
hemisferio sur. No lo confundí con una montaña rusa, donde esta circunstancia
provoca la subida (bajada) de la sangre a la cabeza; por lo cual, era
topológicamente muy distinta mi inversión, ya que no se me subía (bajaba) la
sangre a la cabeza.
Las vueltas pares contemplaba un paisaje
distinto a las vueltas impares, aun pedaleando por la misma superficie y el
mismo tramo. Paisajes dispares, de abundancia y riqueza el uno, de maleza y
follaje variopinto el otro.
En este segundo caso, la sensación que me
imbuyó fue la misma, entusiasmada e ilusionante, que la de Janet, pedaleando
temprano y solitaria por un bosque abigarrado de la Dordoña, dirigiéndose
cándida e inconscientemente al horror que la esperaba en las inmediaciones del
hangar donde dormía a la intemperie Robert. Era plausible precipitarme
abruptamente en el estado cubo, el estado de solidificación, sin indicios de
temporalidad, fuera del estado viento o el estado ola (al que estaba adscrita
la oruga en indefinida reptación sobre la hoja que planea en el aire), tras un
inútil forcejeo ante las embestidas de la bestia que la violaba y que ponía
rumbo a peor, al mejor peor posible, al menos indisminuible mejor peor, ya que
le importaría un bledo la vigilancia a través de la mirilla de su celda de los
gendarmes para, anticipándose a su ejecución patibularia, ahorcarse haciendo
una soga con una sábana.
La sensación turbulenta y vegetal de un lado
del paisaje contrastaba con la pulcra y arquitectónica del otro al completar
una vuelta a la calle de superficie no orientable, una sola cara, un solo
borde. Parecía la zona residencial de Foxrock a las afueras de Dublín. Y yo, a la zaga del andar jocoso de Mercier y
Camier empujando una bicicleta de señora. Incluso el olor difería, siendo la
imagen especular del anterior, o su eco, o la espiral complementaria de una
molécula de ADN. Todos los olores tienen sus inversos, así como los colores, si
definimos un punto medio en el espectro y convenimos que plegándolos se tocan y
anulan para dar un valor neutro. El inverso del ultravioleta podemos consensuar
que sea el infrarrojo. El del olor dulce, el fétido.
No necesité las ecuaciones de parametrización
de la calle, ni resolvirar la
reducción de sus aristas a un mismo borde de sentidos contrarios (vialmente
conduce a una señalización imposible), para colegir, después de completar
muchas vueltas, que sendos paisajes correspondían a la composición caprichosa
de dos hermanastros, hijos de una misma diosa. Deméter concibió a Kore de Zeus y
a Pluto de Yasión. La primera despliega un paisaje primaveral, con fronda
fragante, mientras el segundo uno arquitectónico, con olor a lingotes. Por si
tuviera dudas, me topé al caballo Arión, el hijo de la diosa y Poseidón, que no
pudo abortar. Tratándose de dioses, las violaciones resultan muy provechosas, y
si no que le pregunten a Adrastro.
El caballo Arión no distaba de la Venta Hijuela del
Tío Prieto, cuyo sentido solo podía atribuirse al lugar borroso donde convergen todos los
caminos y se instala el tedio de los amantes cuando ya lo han visto todo y
hacen como que no. Procede dejar de comprender y evitar más el roce de los
pezones, no salgan llagas y desolladuras. Kore y Pluto solo se compenetran
aquí, en este punto de flujo y reflujo hacia las cavernas del inframundo, a
pesar del peligro que conlleva que asome Hades iracundo en su cuadriga y
desbaste los corazones.
Me aproximé a la venta a investigar, sin
obstruir el paso principal y con suma prudencia, gracias a lo cual no fui
arrollado por la sibila de Noctiluca, que emergió presurosa del subsuelo con el
carro de la compra para acudir al juzgado de lo penal (toda acicalada, la
cabellera pasada por la plancha) para defenderse de las acusaciones de la
madre, cuyo abogado de pago ha estimado que se merece dos años de cárcel por
agresión y la incapacitación definitiva para el cuidado de los hijos por
andarse enfrascada en los ritos de culto a Astarté. También esquivé el paso
funerario hacia las profundidades de la máscara embalsamada del centauro
Quirón, evitando así toda pompa reverencial avasalladora, desalmada y salvaje,
que atenta contra la sencillez del recuerdo. Ya entendí que la muerte se queda
en los vivos, en ellos mueren los muertos.
El interior ofrecía un espectáculo apacible y
solitario, evidenciando su significación difusa y su carácter de tapadera y
aforo de la incomprensión. Había una bufanda del Atlético de Madrid, lo cual
siempre es reconfortante, por darle un toque de mundanidad a los esfuerzos de
salvación. En el expositor de la barra había granadas, manzanas, es decir, todo
fruto que inducía a una desobediencia deífica.
Había una amplia sala aledaña, espaciosa,
vacía, con escasas fotos en las paredes cuyos personajes dudo que hubieran
adquirido nitidez de haberme acercado. No lo hice porque de repente todo se
oscureció y apareció Kore ejecutando una extraña danza. Al cabo del rato la
reputé de plástica y hechizante, a pesar de alguna secuencia de difíciles
contorsiones y revolcadas en las que parecía enredarse y que provocaban mi
propio crujir de huesos. Hubo un instante de colofón, donde mudó la saya negra
por una blanca, antes de proseguir la danza. En esa muda mostró fogosamente las
tetas. Espléndidas, gallardas, lubricadas por el sudor, contorneadas por la
iluminación sesgada de los focos, equilibradas por las luces y las sombras, lo
manifiesto y lo sugerido. Era la certera cuchillada de enervación que yo
precisaba para haber perecido a su encanto y haberme dejado arrastrar al
inframundo, maniobra muy mejorada respecto a la apabullante y bravucona del
propio Hades.
Afortunadamente el monigote del WC me gritó:
“¡Lárgate!”. El monigote femenino no profirió palabra pero también secundó el
imperativo del masculino con ademanes escapatorios.
̶¡Lárgate tú! ̶repliqué yo, convencido de que quería
disfrutar él solo del espectáculo.
̶No puedo, imbécil. ¿No ves que estoy
atornillado? ¡Huye tú!, ahora que estás a tiempo.
El monigote femenino hacía ademanes cada vez
más exagerados e imperativos. Me pregunté por qué no hablaría, si es que
realmente no quería más que mostrarse de acuerdo con el monigote masculino para luego no ser
maltratada. En la pista Kore había pasado a danzar con la saya exactamente igual
a la anterior, solo que blanca. El efecto cegador de los resplandores de los
focos mientras ella hacía una voltereta y mostraba a contraluz un culo redondeado y prieto me causó cierto
alborozo y desconcierto a la vez que bochorno cuanto mezclados con los gritos
cada vez más histéricos del monigote del WC. Si hubiera podido lo hubiera
crucificado por la cara interior de la puerta, aunque no sé cómo le hubiera
estirado los brazos. Cedí porque malograba el espectáculo. A Kore la dejé
danzando.
A la salida cabalgué un buen rato a Arión
intentando que su velocidad me lanzara fuera del anillo de Moebius Hijuela de
tal y tal. Estaba realmente perezoso, sin duda insensible a la posibilidad de
que me quedase perpetuamente atrapado en él. Lo espoleé e incluso fustigué con
la cadena de la bicicleta, lo cual, contrariamente a lo imaginable por los
defensores de los animales, no le causaba ningún daño ni alteración.
Definitivamente no quería alcanzar la velocidad de escape (la fórmula es parecida
a , por lo que lo detuve a la altura de un solar poblado de
maleza y arbustos, al que accedí cruzando unas columnas deterioradas, una de
ellas con el rótulo: Finca de las pieles.
Hallé en ella varias maletas y las sopesé
como portillos para acceder a una salida o bien para sencillamente meterme en
ellas hasta que alguien las sacara de allí. Reconocí la maleta de Hans Enzensberger,
la de tapas de azabache y forro interior de tela roja, la que le robaron en el
aeropuerto de París. Demasiado pequeña para mi tamaño, no así la usada en el
secuestro de la hija del operario del matadero de México DF, con un volumen de
70 mil centímetros cúbicos. Por la impresión de tumba portátil que me dio, la descarté
inmediatamente. La maleta del náufrago de Felipe Benítez no estaba mal del
todo, de no ser porque me chirrió el comentario a lo extravagantes que le
parecían las emociones rusticas de Muñoz Rojas, al igual que se lo parecerían
las que un astronauta dedicase al paisaje de Marte. Eso es prejuicio
deficitario del que se queda aquí.
Al desviar la vista, cansado de esta inútil
ponderación, topé un carro de la compra, entre unos abrojos. Sin duda,
reconocí, el de la sibila de Noctiluca. Ella no estaba, y el carro sí, lo que
era de extrañar habiendo salido pitando con él hacia el juzgado de lo penal.
Quizá lo hubiera abandonado porque le pesaba y no llegaba a tiempo. Pero al
asomarme al interior, no vi nada, estaba vacío, así que no tenía porqué haber
sido costoso tirar de él. Me pareció idóneo para esconderme, sobre todo al
descubrir su doble fondo, en el que encajé perfectamente. En el momento que lo
recuperara el mejor de mis destinos habría de ser las cuevas de Mariamoco, al
que llegaría a través del inframundo, después de sumergirse por la Venta Hijuela del Tío
Prieto. El peor sería el propio juzgado de lo penal, si es que lo recuperaba
para reconducirse tirando de él hasta allí, y acababa yo siendo conminado a
salir de mi escondrijo en medio de la sala de vistas para someterme al
veredicto del juez por meterme donde no me llaman.