La sibila de Noctiluca
me abrió la puerta de entrada a las cuevas de María moco. Golpeé
la señal convenida en la piedra de acceso por los fosos de Puerta
Tierra. Me aseguré de que no había perros retozantes, ni viajeros
descendiendo la rampa en la muralla en dirección a la estación. Me
deslicé sin ser visto, y tras de mí volvió a cerrarse el pedrusco.
La oscuridad la
mitigaban unas tenues candelas a lo largo de los kilómetros de
túneles. La sibila las había encendido con un gesto entre soberano
y abúlico. Andaba en paro desde que Argantonio la agravió
consultando a la sibila de Colobona (no había olvidado sellar en el
SAE en 2 mil años) y pensó que yo vendría a consultarle algún
sueño de dos toros, dos caballos o dos tritones alados enfrentados
entre sí, que resolvería con libaciones alucinógenas y perfumes
embriagadores, trasponiéndose hasta la extenuación. Me hubiera
gustado contentarla, y haberle regalado, en agradecimiento, un puñal
sacrificial de bronce y plata, una diadema de gemas y un collar de
los tres astros: Sol, Luna y lucero del alba. La premié,
sencillamente, con un disco de Junco comprado en el baratillo (A mi
manera, precio: 0,5 €), por haberme descorrido la piedra, y la
insté a que siguiera con sus plegarias, ofrendas, libaciones y
esnifadas en la gruta destinada a Astarté. Obvié preguntarle por
sus cuatro hijos (el mayor de 8 años, la menor de tres meses),
encomendados a la abuela que vive en Barbate, ni si se había
desintoxicado del óxido nitroso (gas de la risa) en el CPD de
Tarifa.
Quería explorar por mí
mismo el entramado de túneles y galerías, pero, sobre todo,
inspeccionar el museo subterráneo de rarezas, dispersas por unos u
otros recovecos. En efecto, en unos amarillentos y desportillados
legajos en el Archivo Histórico Municipal hallé indicios claros de
su existencia, equivalente en importancia al museo subterráneo de
Historia Natural en Noé, a unos pocos kilómetros de Puebla, en
México DF.
Para facilitarme el
desplazamiento, sobre todo por aquellos tramos donde habría de ir
casi tumbado, maniobré el regulador gravitatorio, a fin de rebajar
la intensidad, y poder suspenderme en el espacio. La gravedad, ya
sabemos, es una tremenda mentira, por su carácter circunstancial y
autóctono. Jean-Víctor Poncelet, encerrado en la prisión rusa de
Saratoff durante año y medio, no solo meditó sobre las sombras de
las figuras geométricas y la correlación recta-punto en la
geometría proyectiva plana sino sobre la inversión de la mentira
gravitatoria en las cuevas, donde queda uno sandwicheado por sendas
masas atractoras y opuestas.
Pasé de largo el
rótulo de una oquedad que decía: Bienvenido a la extracción del
viento. Estimé peligroso adentrarme en ella sin ataviarme la
escafandra de Emilio Herrera Linares. Más adelante, en otra sección
húmeda y brumosa, con el rótulo: Rapsodia de una noche de viento,
había unos faroles de TS Eliot, que mascullaban frases de
advertencia (Observa a esa mujer que vacila hacia ti…; Observa al
gato que se aplana en el arroyo…; Observa la luna, guiña un débil
ojo…). La función de los faroles no era, pues, alumbrar, sino
advertir. De todas formas me bastaban, para ver, las candelas y la
luz halógena de mi bicicleta (miniaturizada en un colgante de
porcelana por un artesano mexicano). Los faroles parecían adlateres
de la sibila de Noctiluca, a pesar de que ya distaran de la
gruta-santuario donde ella recitaba y se mortificaba para adivinar el
porvenir. Algunos de ellos sobreactuaban, lo cual inspiraba
desconfianza.
Había extraviado el
libro de Lao Tsé: Tao Te King (El libro del origen de todas las
cosas), al sacar de mi mochila el cuenta kilómetros y la brújula.
No retrocedí para recuperarlo pues desconocía el origen del propio
libro en mis manos (¿expurgo bibliotecario?, ¿regalo amativo?,
¿donación al Centro Underground?, ¿libro suelto en los bancos del
río Henares o en una mesa del Royalty?). El origen de todas las
cosas es también su depósito de retorno cuando prescriben por,
fundamentalmente, pudrición (más o menos como las casas-cosas de
East Coker: En mi comienzo está mi fin. En sucesión / se levantan y
caen las cosas, se desmoronan...).
Me detuve a contemplar
la pierna momificada de Blas de Lezo, expuesta en una vitrina, así
como algunos modelos de las patas de palo que usó. Las diferencias
estaban en el mecanismo de fijación al muñón y en el material de
la contera para no resbalar. Las ortopedias de entonces eran
rudimentarias, así como las técnicas de amputación, que, por el
aspecto del aserrucho, debieron obviar la incisión en boca de pez,
hemostasia y cierre por planos.
Había una colección
bastante interesante de falos momificados de castrattis, técnica de
mutilación a favor del contratenorismo, actualmente inútil y
brutal, como ha demostrado Filippo Mineccia, que canta con voz de
pito y exhibe media barba.
Había una barrita
aromática quemándose, para contrarrestar el mal olor, a base de
extractos de rosas marchitas procedentes de la tumba de Marilym,
colocadas allí por el bateador Joe DiMaggio.
En un reloj de pared
antiguo observé que estaban a punto de dar las once. Me sentí
apremiado a la par que reaccioné tranquilizándome, pues la
alteración gravitatoria habría influido en la ralentización de las
agujas, según las conclusiones de la relatividad general. O quizás
se hubiera parado de un susto, o tuviera miedo, por alguna razón,
implícita en su mecanismo, a dar las once, o se hubiera frenado para dar cabida a una clase de tango. De todas formas, decidí
no entretenerme y pasar de largo los legajos que se salvaron al cañoneo naval
anglo-holandés del 1596, aún no descubiertos por el historiador
Manuel Bustos, imprescindibles para poder escribir un libro sobre una
etapa local indocumentada.
Habría avanzado varias
decenas de kilómetros por las cuevas de María moco cuando de
repente escuché un estrépito alado como de avispero furibundo e
histérico. La proximidad se fue estrechando hasta que me percaté de
que eran miles y miles de murciélagos espantados. La razón de su
espanto pudiera ser porque se hubiera colado en las cuevas un
elefante del Circo Mundial o bien una inesperado batallón de
turistas, desembarcados por algún crucero. Yo hube de levitar y
buscar precipitadamente una salida.
Por fortuna no emergí
de las cuevas por la casa del terror instalada en la feria del
Puerto, ya que había al acecho una cajera de la sibila de Noctiluca
(también con turnos partidos en el Mercadona), dispuesta a
martillear la caja registradora original del Royalty, no la traída
de Nueva York (lo revelan los signos de $), y a cobrarme
despiadadamente la visita. Es verdad que en el ticket habría
desglosado todas las menudencias de mi consumo y gasto visual como en
las tiendas de los chinos, a los que no se les escapa un detalle, lo
cual siempre es de agradecer.
A punto de envolverme
la nube negra mortífera y chillona de los murciélagos escapé por
la Venta de las Cuevas.
Aliviado no solo por la
luz y la restitución de la gravedad, sino por la verificación de
que los murciélagos no iban a por mí, pasando de largo, me decidí
a seguirlos y ver qué era aquello que generaba tan alto poder de
convocatoria como para arrancarlos de su solaz en las galerías del
subsuelo. Esta vez hube de pedalear con ahínco. Y qué falsa, una
vez más, se me antojó la gravedad: la mentira más real, resultado
de una meticulosa planificación. El planificador se las arregló
durante mucho tiempo para que la tuviéramos por norma universal, y,
aun a sabiendas de que ya no lo es, seguimos aherrojados a ella, con
pocas posibilidades de despegárnosla.
Cuando alcancé con mi
pedalear tenaz y relajado a los murciélagos, estaban agrupados y
quietecitos en una explanada. Desde la distancia columbré que sus
morros eran clones de los morros de las personas, habiéndolos con
más o menos morro.
No me costó comprender
el motivo de aquella concentración. En el Circuito Máximo entrenaba
el más grande murciélago-auriga de todos los tiempos: Ignatius
Killer, y todos aguardaban turno para medirse con él, pese a sus
cuadrigas de solo 200 caballos o más. Yo giré la mía unihorse, y
me alejé de allí, antes de que nadie descubriera que en mis tiempos
mozos le había vencido a una carrera de chapas.
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