Estando a la vera del río Guadalete, bajo un árbol, en el tramo entre el Portal y la Corta, rumiando intrascendentes pensamientos como Wislawa Szymborska a la orilla del río Raba (Puede ser sin título), ocurrióseme la correcta explicación al misterioso hallazgo de un casco corintio en 1938. ¿Qué hacía un casco griego en esta zona si por aquí los pueblos que la habitaron fueron otros: tartesos, fenicios y romanos?
El agua fluye mansa y verdosa, flanqueada por juncos y brezos.
Los arqueólogos han apuntado algunas hipótesis, la más pretenciosa
la que lo relaciona con un regalo de Coleo de Samos al rey tartésico
Argantonio. Otras lo atribuyen a burdos comerciantes o marineros,
interesados en incorporarlo a su colección de excéntricas
curiosidades o de ofrendarlo al río en agradecimiento por una
travesía sin percances.
El agua dicurre mansa, la carretera próxima estrangula su
música, sólo un hábil violinista como Manuel Guillén consigue desasirla con
disonancias y arritmias, y recuperar su Elogio.
Hubo batallas. Y hubo un ritual de renuncia a las armas.
Lugares hoy pacíficos y banales, con alguna basura incrustada
entre los hierbajos sin ningún valor arqueológico que se presuma,
soterran el fragor de las tenazas de antaño. Las tenazas cercenaron
las cabezas; algunas, vale que sí, pertinentemente cosidas por
cables (Experimento), fueron felices.
Pasaron los siglos y el río resultó un arcano impenetrable;
entonces no le hacía falta cauce, ni orilla, ni juncos; todo
era agua (o cielo) hasta las estribaciones de Doña Blanca (El cielo). Ningún muro contuviera los desbordamientos; ningún hilo de
agua privara de la navegación.
Examinando bien el casco desnarigado, a la luz de una cefeida,
parece de pequeñas dimensiones para una cabeza griega (mujer u
hombre, es igual, suponiendo ya la división establecida (Cálculo elegíaco)), mas no para un cangrejo uca pugnax. Le encajaría
perfectamente, si bien, también este, con los siglos, y las
generaciones evolucionadas desde las primitivas migraciones al río
San Pedro, los caños de la Carraca y las orillas de la Bahía, ha
encogido, y para un ejemplar actual no resulta de su talla.
Millones
de años atrás los uca pugnax amedrentaron a los mamuts de la Florida.
El silencio frente al río Guadalete me desvela soluciones
verdaderas, descartando las conspiranoicas. Las soluciones
conspiranoicas pugnan por ser las primeras pero hay que desecharlas,
aunque generalmente acaben imponiéndose. Lukeria habría terminado
confesando a Christopher Boone que había ella empujado por la
ventana a la mujer del prestimisa (La sumisa), por celos ante
el proyecto de un viaje juntos que restablecería la ilusión del
matrimonio, prescindiendo de ella, la sirvienta, y porque le hurtaba
las bragas (De-cadencia). El silencio de Christopher
Boone atrapa las soluciones verdaderas (el padre le confiesa que
es el asesino del perro y que le ha engañado respecto a que su madre
estaba muerta). También Dolly le habría confesado que bebía de la
botella de ron escondida bajo el vestido de novia, no porque
renunciara al amor de Joseph para casarse con alguien a quien no
amaba, sino porque no podía darle la teta al hijo que había parido
hacía tres meses en Abisinia y que había encomendado a una
matrona.
El silencio frente al río Guadalete me revela (porque la
Naturaleza también confiesa, tarde o temprano, cuando no puede
callarse más) que los orificios de los ojos del casco servían para
asomar por ellos las tenazas con las que despedazaban a las otras
naciones de cangrejos del Guadalete.
Estaba escrito antes de coincidir en un chat o en el ferry del río
Mekong. Ya habían sobrepuesto sus tactos a mismos picaportes y
timbres (Amor a primera vista), removido el aire de mismas puertas giratorias,
extraviado mismas pelotas entre los matorrales de la infancia,
desmigado pan para las mismas gallinas, bailado mismos ritmos de
discotecas, estudiado en mismos pupitres de instituto. El principio
del encuentro no fue más que una continuación.
Y por eso el guerrero, ajustándose al guión de la conquista
enamorada, notando que la fuerza bruta no la seducía, renunció a su
casco y a una de sus tenazas (arronjándolos ceremonialmente al río),
esta última, para interpretarle al violín serenatas de amor o las
estaciones de Vivaldi.
Desde entonces se le conoció como el
cangrejo violinista. La migración y la selección natural hicieron el
resto.
Los amantes se llamaban Castora y Teleiro. Y Rameau les dedicó una ópera (versión para cangrejos).
Desperté de mi embeleso frente al río y rápidamente di un toque
de teléfono a la doctora Woolf, insigne arqueóloga (y otras
muchas más cosas en el momeno de empinar un canasta), para
quedar y exponerle mi teoría.