miércoles, 24 de diciembre de 2014

Venta Castora







   Estando a la vera del río Guadalete, bajo un árbol, en el tramo entre el Portal y la Corta, rumiando intrascendentes pensamientos como Wislawa Szymborska a la orilla del río Raba (Puede ser sin título), ocu­rrióseme la correcta explicación al misterioso hallazgo de un casco corintio en 1938. ¿Qué hacía un casco griego en esta zona si por aquí los pueblos que la habitaron fueron otros: tartesos, fenicios y romanos?

  










   El agua fluye mansa y verdosa, flanqueada por juncos y brezos. Los arqueólogos han apuntado algunas hipótesis, la más pretenciosa la que lo relaciona con un regalo de Coleo de Samos al rey tartési­co Argantonio. Otras lo atribuyen a burdos comerciantes o marineros, interesados en incorporarlo a su colección de excéntricas curiosidades o de ofrendarlo al río en agradecimiento por una travesía sin percances.










   El agua dicurre mansa, la carretera próxima estrangula su música, sólo un hábil violinista como Manuel Guillén con­sigue desasirla con disonancias y arritmias, y recuperar su Elogio.






   Hubo batallas. Y hubo un ritual de renuncia a las armas.



   Lugares hoy pacíficos y banales, con alguna basura incrustada entre los hierbajos sin ningún valor arqueológico que se presuma, soterran el fragor de las tenazas de antaño. Las tenazas cercenaron las cabezas; algunas, vale que sí, pertinentemente cosidas por cables (Experimento), fueron felices. 



 

   Pasaron los siglos y el río resultó un arcano impenetrable; entonces no le hacía falta cauce, ni ori­lla, ni juncos; todo era agua (o cielo) hasta las estribaciones de Doña Blanca (El cielo). Ningún muro contuviera los desbordamientos; ningún hilo de agua privara de la navegación.



  

   Examinando bien el casco desnarigado, a la luz de una cefeida, parece de pequeñas dimensiones para una cabeza griega (mujer u hombre, es igual, suponiendo ya la división establecida (Cálculo elegíaco)), mas no para un cangrejo uca pugnax. Le encajaría perfectamente, si bien, también este, con los siglos, y las generaciones evolucionadas desde las primitivas migraciones al río San Pedro, los caños de la Carraca y las orillas de la Bahía, ha encogido, y para un ejemplar actual no resulta de su talla.






    Millones de años atrás los uca pugnax amedrentaron a los mamuts de la Florida.


   El silencio frente al río Guadalete me desvela soluciones verdaderas, descartando las conspiranoi­cas. Las soluciones conspiranoicas pugnan por ser las primeras pero hay que desecharlas, aunque generalmente acaben imponiéndose. Lukeria habría terminado confesando a Christopher Boone que había ella empujado por la ventana a la mujer del prestimisa (La sumisa), por celos ante el proyecto de un viaje juntos que restablecería la ilusión del matrimonio, prescindiendo de ella, la sirvienta, y porque le hurtaba las bragas (De-cadencia). El silencio de Christopher Boo­ne atrapa las soluciones verdaderas (el padre le confiesa que es el asesino del perro y que le ha engañado respecto a que su madre estaba muerta). También Dolly le habría confesado que bebía de la botella de ron escondida bajo el vestido de novia, no porque renunciara al amor de Joseph para casarse con alguien a quien no amaba, sino porque no podía darle la teta al hijo que había parido ha­cía tres meses en Abisinia y que había encomendado a una matrona. 










   El silencio frente al río Guadalete me revela (porque la Naturaleza también confiesa, tarde o tem­prano, cuando no puede callarse más) que los orificios de los ojos del casco servían para asomar por ellos las tenazas con las que despedazaban a las otras naciones de cangrejos del Guadalete.






   Hasta que el amor se declaró.


   Estaba escrito antes de coincidir en un chat o en el ferry del río Mekong. Ya habían sobrepuesto sus tactos a mismos picaportes y timbres (Amor a primera vista), removido el aire de mismas puertas giratorias, extraviado mismas pelotas entre los matorrales de la infancia, desmigado pan para las mismas ga­llinas, bailado mismos ritmos de discotecas, estudiado en mismos pupitres de instituto. El principio del encuentro no fue más que una continuación.






   Y por eso el guerrero, ajustándose al guión de la conquista enamorada, notando que la fuerza bruta no la seducía, renunció a su casco y a una de sus tenazas (arronjándolos ceremonialmente al río), esta última, para interpretarle al violín serenatas de amor o las estaciones de Vivaldi. 
  








  Desde enton­ces se le conoció como el cangrejo violinista. La migración y la selección natural hicieron el resto.



   Los amantes se llamaban Castora y Teleiro. Y Rameau les dedicó una ópera (versión para can­grejos).






   Desperté de mi embeleso frente al río y rápidamente di un toque de teléfono a la doctora Woolf, in­signe arqueóloga (y otras muchas más cosas en el momeno de empinar un canasta), para quedar y exponerle mi teoría.