Siempre que me siento frente al monolito de
San Cristóbal echan la misma programación, y no me aburro. Me abstraen los
petroglifos, intento, no tanto descifrarlos cuanto colegir sus intenciones
emocionales. ¿Hay humor en ellos? ¿Sátira, ironía? ¿Trascendencia, frustración?
Más cómodo abordaría la cuestión en el salón
de mi casa, frente al mismo. Pero no se me escapan las dificultades ni la
extravagancia de emplazar el monolito en el lugar del televisor. Son 2
toneladas de peso. Tampoco cualquiera sería capaz, retrepado en el sillón, de entender
que una hora frente a tales enigmas daría más de sí que los telediarios o Sálvame. ¿Está ya contenida la sátira
del jockey francotirador de Chema Cobo? ¿La ironía ahogada en alcohol (o el brebaje
equivalente en aquellos tiempos) frente al narcisismo (el buen cazador se
jactaría de ello, y se gustaría a sí mismo esperando ser reverenciado por el
resto del grupo)? ¿Son esos surcos un principio de escritura o el antecedente
de la partida de ajedrez entre Fisher y Spassky? ¿Es ese surco longitudinal el
palo del recogedor que en el futuro utilizaría el clarinetista de Zynga Trio
para anonadar a la audiencia del Pelícano? ¿O la espina dorsal del Leviatán del
Mar de Barents que arrasó con el taller mecánico de Kolia, parangón del que
puteó a Job, poniendo a prueba su paciencia?
Pese a sus 2 toneladas de peso, lo que
presume la dificultad de su movilidad, no ha sido fácil seguirle la pista, pues
no siempre estuvo en el mismo sitio. He remontado en bicicleta la sierra de San
Cristobal, las duras rampas, complicados repechos y abruptos senderos a la
búsqueda de su ubicación original, y ha resultado tan infructuosa y especulativa
como, por otra parte, reconfortante, al descartar cualquier otro espacio fuera
del perímetro que actualmente ocupan los cortijos y fincas de su cumbre.
Recuerdo que el monolito fue descubierto entre los pedruscos apilados en el
espigón artificial de la playa de la Puntilla. No otros que sencillos pescadores de
cañas telescópicas sospecharon de su valor. Acudieron los arqueólogos, y,
subsiguientemente, la grúa que habría de rescatarlo. De la cantera de San
Cristobal procedían los otros bloques, así que a este se le adjudicó la misma
procedencia, lo cual, aun siendo inverosímil, sí que habría sido adjuntada al
grupo, trayéndola de los terrenos inmediatos. Sin duda, nuestro ventero procedió
a quitársela de en medio para hacer hueco y erigir la venta.
La curiosidad de que unos pescadores, en
principio sin conocimientos arqueológicos, fueran los que repararan en la
disimilitud del pedrusco del espigón, puede no serlo tanto si conjeturamos dos
explicaciones, a saber, una: que fueran parroquianos de una venta de la
competencia y desearan malograr el negocio; dos: que hubieran escuchado a Carita
de Plata recitar el poema Distintos,
de JRJ, y subsiguientemente se percataran de la discriminación que sufría a
cargo de las piedras aledañas.
Cualquier desaprensivo pudiera desmontar
estas razones con dos puntualizaciones: una, que en la sierra de San Cristobal
no hay ventas que compitan con la nuestra, dos, que en los años 70, cuando se
descubre el monolito, aun no había recalado en Cádiz el Poeta sin una peseta.
No es cuestión de entrar en una espiral de
contraargumentaciones, aun siéndome posible. La constancia de mi pedaleo es lo
que sirve a mi mente para diversificar las posibilidades antes de que su lado
racional pode lo imposible. Por eso mismo creo que ya en la edad media el
monolito era conocido y custodiado con la consideración que se merecía. Claro
que sólo podía serlo por locos. O lo que es lo mismo, por esa clase de cuerdos
adelantados a su tiempo. No estoy tan seguro de que Fortum de Torres defendiese
el Alcázar de Jerez por patriotismo y devoción a la bandera castellana tanto como
por la protección de la amante con la cual se comunicaba litotelepáticamente. Entre
la Sierra de
San Cristobal y el Alcázar no solo había un acueducto de 6 km sino una línea de comunicación
entre dos monolitos. El suyo, en el pabellón real; el de la amante, en el manicomio
de San Cristobal. No eran los ventajosos tiempos actuales que incluso permiten
el sexo masturbatorio a través de una webcam, Mónica estando en su casa de
Madrid, Ramón en la Base
del Ejército de Tierra en Herat. Contemplando los petroglifos de sus
respectivos monolitos evocarían sus ratos de intimidad y harían lo que hubiesen
de hacer con sus partes, a la sazón, las de Fortum de Torres, sometidas a
mutilación por los moros insurgentes. Desconocemos el nombre de ella.
Pongámosle Camile, y supongámosle habilidades escultóricas. Su encerramiento en
el manicomio constituiría una forma sutil y morbosa de cercanía, de aherrojamiento al amado, de sumisión sin perturbarlo.
Lo mismo los 6 km
entre el Alcázar y San Cristóbal que los 6 mil km entre España y Afganistán, la
distancia une a los amantes. No es que los reafirme; no. Es que, dicha barrera
constituye el factor indispensable para su sostenimiento. Así su imaginario sensual
y afectivo es espoleado, y bastan tan solo unas horas de conexión para asegurarse
de que pueden seguir incentivándolo. Fortum de Torres podría haberse rendido a
los insurgentes, sin más. Pero entonces, habría sido confinado, como Blas
Ferrater, en el mismo manicomio de Camile. Y la persistencia presencial mutua
habría socavado el amor y provocado su deseo de ser ejecutado ante la tapia
perimetral.
Cualquier avispado podrá apuntar enseguida:
si tal conexión hubiese existido, ¿dónde está el monolito hermano del Alcázar?
¿Por qué no se ha encontrado? Bien. Esto es fácil de responder, a la luz de la
historia ulterior de dicha fortificación. Lo que visitamos actualmente, en gran
medida, es una reconstrucción, gracias principalmente al empuje que propició D.
Salvador Díez, salvándolo de la ruina. La habitaban hasta entonces okupas y
gitanos. Cualquiera de estos, antes de ser desalojados, lo sustrajo, y la
trasladó a otra casa-okupa o lo puso a la venta en el baratillo. Mi presunción final
es que actualmente lo conserva algún ciudadano ejemplar en el salón de su casa,
en el lugar del televisor. Y lo disfruta como sólo él sabe extraerle los vuelos
imaginarios que provocan o sus posibilidades litotelepáticas.
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