Todos
los pájaros que se posan en este árbol se convierten en oro. Es el árbol de oro
de Fadricas, cuya llave para espiarlo la posee Fuks, que hasta aquí le han
traído las averiguaciones sobre el gorrión ahorcado en Zakopane, ciudad polaca
al pie de los montes Tatras, en la cordillera de los Cárpatos. Todavía
desconoce que la Norma
dice, según Mako Saguru, que cada cien días se sortee el gorrión que haya de
ser asesinado.
En el
árbol de oro también se posó Buda, que huele a melocotón almidonado y medita al
sur de la grasa de los buques de la
Carraca , ensordecido del oído derecho por un televisor con
dolor de cervicales por andar encorvado para no golpearse con el techo. Le van
a probar un sonotone de Gaes, antes de que acabe como un cristo de Costus.
Existe
la teoría de que Buda no viniera levitando hasta aterrizar en el árbol de oro
sino en canoa que aparcó en el club Náutico Puerta de Hierro. Navegó por el
torrente de un modelo dinámico caótico de flujo del acero fundido de una
estructura de quinientos pisos, a causa, inexplicablemente, del exiguo poder
calorífico del queroseno. Y de ella, de la canoa, saltó al légamo de la orilla
para encaramarse a la rama con la habilidad del hijo cojo del guardabosques de la Artámila.
Descartó
Bahía Sur para el retiro y la meditación porque allí hay vírgenes al lado de
los bungalows y frente al clic-clac de las pelotas de tenis de las pistas con
gorriones enjaulados a las tres y diez, hora sugerida por José Emilio Pacheco
para hacerse pájaros de costumbres. Le gustó además este sitio porque aún tiene
mostacho el de la barra, los ojos color de aceituna rajada y la barbilla de
huevo duro cocido, es decir, que le pareció un buen candidato a discípulo, y
quizás consiga la catalogación definitiva de bar en Venta.
Hay un
porchecito con techumbre oblicua y ventanas de cristal ideal para la sobrasada en
vinagre y los fumadores con mono de trabajo. Doblando la esquina, delante de un
garaje enfoscado de grasa y adornado con pistones y cigüeñales de Tiranosaurus
Rex, hay un rosario de luces que representa una meretriz como de cachivaches en
la feria patronal. Por la mañana, está apagado. Por la noche, encendido. Se
sospecha que Buda alguna vez ha asomado a ver las piernas torneadas y a desentumecer
sus propios miembros así como hacía el prior del Rokuonji cuando iba de geishas
por el barrio de Gion en la periferia de Kyoto. Haría falta la puntería de un
francotirador en la defensa de Stalingrado, apostado en la clavícula opuesta o
bien parapetado en la escotadura supraesternal del dinosaurio, para darle un
susto en el momento de la letanía.
Siempre
que termino la sobrasada en vinagre o el aceite de radiador despido la mirada
dulcemente torva y la mueca asqueada del discípulo de Buda con la rara
culpabilidad de haberme metamorfoseado arreligioso.
El
segundo tramo de mi pedalear de nube es hasta un árbol de plata en la Casería de Ossío, bien recogidito
de barcas y no lejos de un bosque con mierda de gato. Últimamente lo paso de
largo para no estropear el recuerdo de la tostada catalana que me zampé allí.
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