El
silencio de la campiña es robusto y severo. Hay una pequeña terraza
de mesas y asientos al exterior, mirando a la carretera, al cruce que anuncia
San José del Valle a 15 km,
Alcalá de los Gazules a 10 km
y Paterna de la Rivera,
de donde vengo, a 8 km.
El salón interior amplísimo está vacío. Prefiguro liebres comiendo, servidas por liebres, cocinadas por liebres. Hay una
foto de una liebre enmarcada, de lado, el ojo penetrante y cristalino inspeccionando
al viajero; si no da su visto bueno, saltará del cuadro y le morderá el talón.
Hay más fotos enmarcadas: familiares y amigos con los dueños; otra de un equipo
de fútbol en blanco y negro (se llevaban los bigotes tupidos, el campo de
tierra sin grada alrededor). El frontispicio es abigarrado, con bebidas
arcaicas, pretorianas.
Hay una radio de noticias locales sonando.
Explica que pedaleando yo para acá no encontraba Alcalá de los Gazules por más
que miraba a lo lejos detrás de la concatenación de cuestas y solapamiento de
colinas; casi no había signos de humanidad y la errónea información de la
dependienta de la gasolinera de Paterna de la Rivera me hacía ansiar su vista; a lo sumo crucé
una central eléctrica donde el fontanero de turno hubiera podido asomar
cabalgando un pony del oeste para librar a algún águila culebrera del peligro
de electrocución. Mientras la incertidumbre calaba mi cansancio y no me decidía
a girar en redondo admiré unos riscos de piedra empotrados en el campo yermo
como asteroides caídos hace milenios o restos de molares que engendró la
tierra. Uno, más a pie de carretera, estaba custodiado por innúmeros cuervos o
pájaros semejantes (quizás liebres voladoras). Otro, a más distancia, parecía
un monumento a los amantes o un túmulo fantástico (quizá sea lo mismo). Su
solemne acorazamiento me hizo sentir ínfimo y perecedero. Me recordó la peregrinación de Mizoguri
cuando bordea el pico Yura-ga-take, lo que, sin bicicleta, sin carretera y sin
venta la Liebre
para avituallarse por el camino, ya tuvo mérito. Quizá desde su cima divisara
el río Yura y su desembocadura en el ceniciento y agitado mar del Japón. De
alguna manera yo también huía de la enervante belleza del Pabellón de Oro
(comunidad, luz, agua, impuesto bienes inmuebles...) para encontrar iluminación y clarividencia
interior.
Casi
mejor desconectaran la radio.
Los
periódicos apilados en la esquina de la barra son de fechas atrasadas, no
pueden ir al día. La equidistancia entre Paterna y Alcalá no ha resuelto este
desfase, así que es imposible llegar a tiempo a la actuación de Pablo Carbonell
en el Pelícano del día anterior. Entra luz por una ventana que da al campo
amarillo con enebros dispersos; baja un carril de arena que se mete en los
pocos labrantíos que rodean las tenues colinas. Hace esquina una chimenea sin
uso, por tanto, impoluta e inhabilitada para quemar cartas de amor. Sobre la
repisilla unas calabazas secas y huecas con insinuación fálica o de pitorro
de botija propicia para un sediento.
Desde
aquí suspendo la tentativa de alcanzar Alcalá de los Gazules, regreso a
Paterna. El silencio de regreso es menos silencio. El campo está preñado de
risas y aplausos inaudibles por la certidumbre del hallazgo al final del
serpenteo del asfalto. Las primeras casas apuntan a un paseo de viejos solazándose
en sus bancos bajo ralos arbolitos. Decido no incendiar la gasolinera por la
desinformación kilométrica hasta Alcalá de la dependienta, ya que es culpa mía
no contrastar la información con alguna res de pasto o alguna liebre lanuda
prehistórica.
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