Tenía la vaga sospecha de que el cortijo del
inglés lo hubiera ocupado John Keats en su exilio para combatir la
tuberculosis. Lo de Roma es una falacia, allí encontraría una capital
igualmente desabrida y perniciosa. La campiña de Chiclana era idónea, y además
el anonimato, permitiendo que su doble actuase como un señuelo para crear la
perfecta leyenda de un poeta romántico muerto joven.
Aquí
vivió hasta los ochenta y tantos años, hizo hijos y estos, a su vez, nietos,
también con cualidades literarias. No quiso prescindir de la ambientación
hogareña, así que levantó muros de luces y sombras, empalizadas de abigarrada vegetación –con dos
filas de cactos en la falda de la colina para posibles invasiones
napoleónicas–, plantó un árbol donde cantó el ruiseñor y meó esplendorosamente
en la laguna Jeli –vista en lontananza, entre los repliegues de las colinas–.
Casi lo mismo que si hubiera permanecido en la casa de su amigo Brown en
Hampstead, escribiendo, leyendo y contemplando Londres desde la colina (Casas
de grandes hombres.V. Woolf).
Para un joven romántica y arrebatadoramente
enamorado había cuatro posibilidades seguramente excluyentes: 1) recluirse en
una celda para pensadores solitarios en Oxford Street –demasiado ruidosa pero
ideal para estudiar la afanosa lucha por
la vida al margen de enfermedades fastidiosas–; 2) bailar bolero en una
pista de baile al lado de un tentador pozo –con profundidad suficiente para no
hacer pie y altura considerable para no poder trepar– por si la amada Katheleen,
constantemente vigilada por su querido Ted –ingeniero de acústica–, no podía
acudir a la cita, después de haberle aclarado su psiquiatra de New York lo
saludable y recomendable de sus escapadas (Ella dio su voto a Nixon. J.A. Goytisolo);
3) pactar con Zeus, como Endimión, para conservarse joven y que las ovejas
velasen su sueño de cowboy y supervisasen los nocturnos besos de mejilla de
Selene; y 3) construir una réplica del castillo medieval en cuya biblioteca se
fraguó todo, pero sin la hiedra que lo ahoga como la soledad (Soledad. J. A. Goytisolo).
Las propuestas de celdas para pensadores
solitarios en Oxford Street no se tomaron en serio hasta los años treinta del
siglo XX (El oleaje de Oxford Street. V. Woolf). La única pista de baile al
lado de un pozo queda en la mediatriz entre el cortijo del inglés y la laguna Jeli
–con un abrevadero oportuno para repostar el caballo–, estando la orquesta de
los boleros compuesta de abejarucos y golondrinos de las praderas. El pacto
semejante al de Endimión lo aprobaría Zeus siempre que Selene no llevase falda
gris y sin bragas, no se apuntase a orgías romanas y, por encima de todo,
cubriese con fular de seda la escotadura supraesternal y la isla de Batz.
Respecto a la réplica del castillo medieval el único problema radicaba en tener
que sortear el laberíntico pago de los llanos de san Vicente, con una red de
caminos de verduras y hortalizas abusivo y plagado de trampas, así como, en sus
inmediaciones, abatir la barrera de la colada tendida por la vecina lindante.
Después de una indigestión vegetariana –y el extenuante
recorrido laberíntico– y un éxito dubitable del asalto al castillo medieval –la
colada resultó una enredadera sofocante– había que asentar el ánimo, y, ante la
dificultad de tomarse un baño relajante en el jacuzzi de la suite K del piso 35
del Hotel Monopark 5000 de Atlanta –cuya laguna artificial de islotes y wigwams
nada tiene que envidiar a la endorreica de juncos y tarajes–, correspondía hacer
una parada en la Venta Tocino.
Aquí, en el encuentro con un ámbito de
colores chillones y ajados, confinados en una estampa a lo Pepe Carretero, una
estampa de bullicio y pasmo, de hacinamiento y quietud, logro, frente a
la promesa de restitución cárnica de la zurrapa blanca Sabores de Paterna la necesaria
inmovilidad y mi reconciliación con la espera, a fin de Perder Teorías a lo Vila-Matas, y recobrar un sentido de la vida tal
el Odi et amo de Catulo, como bien pudo
comprobar nuestro verdadero John Keats, gracias a que superó la edad de los
veintiséis años y la del romanticismo ruiseñoresco.