miércoles, 26 de marzo de 2014

Venta Tocino







  Tenía la vaga sospecha de que el cortijo del inglés lo hubiera ocupado John Keats en su exilio para combatir la tuberculosis. Lo de Roma es una falacia, allí encontraría una capital igualmente desabrida y perniciosa. La campiña de Chiclana era idónea, y además el anonimato, permitiendo que su doble actuase como un señuelo para crear la perfecta leyenda de un poeta romántico muerto joven.




  Aquí vivió hasta los ochenta y tantos años, hizo hijos y estos, a su vez, nietos, también con cualidades literarias. No quiso prescindir de la ambientación hogareña, así que levantó muros de luces y sombras,  empalizadas de abigarrada vegetación –con dos filas de cactos en la falda de la colina para posibles invasiones napoleónicas, plantó un árbol donde cantó el ruiseñor y meó esplendorosamente en la laguna Jeli –vista en lontananza, entre los repliegues de las colinas–. Casi lo mismo que si hubiera permanecido en la casa de su amigo Brown en Hampstead, escribiendo, leyendo y contemplando Londres desde la colina (Casas de grandes hombres.V. Woolf).








  Para un joven romántica y arrebatadoramente enamorado había cuatro posibilidades seguramente excluyentes: 1) recluirse en una celda para pensadores solitarios en Oxford Street –demasiado ruidosa pero ideal para estudiar la afanosa lucha por la vida al margen de enfermedades fastidiosas–; 2) bailar bolero en una pista de baile al lado de un tentador pozo –con profundidad suficiente para no hacer pie y altura considerable para no poder trepar por si la amada Katheleen, constantemente vigilada por su querido Ted –ingeniero de acústica–, no podía acudir a la cita, después de haberle aclarado su psiquiatra de New York lo saludable y recomendable de sus escapadas (Ella dio su voto a Nixon. J.A. Goytisolo); 3) pactar con Zeus, como Endimión, para conservarse joven y que las ovejas velasen su sueño de cowboy y supervisasen los nocturnos besos de mejilla de Selene; y 3) construir una réplica del castillo medieval en cuya biblioteca se fraguó todo, pero sin la hiedra que lo ahoga como la soledad (Soledad. J. A. Goytisolo).












  Las propuestas de celdas para pensadores solitarios en Oxford Street no se tomaron en serio hasta los años treinta del siglo XX (El oleaje de Oxford Street. V. Woolf). La única pista de baile al lado de un pozo queda en la mediatriz entre el cortijo del inglés y la laguna Jeli –con un abrevadero oportuno para repostar el caballo–, estando la orquesta de los boleros compuesta de abejarucos y golondrinos de las praderas. El pacto semejante al de Endimión lo aprobaría Zeus siempre que Selene no llevase falda gris y sin bragas, no se apuntase a orgías romanas y, por encima de todo, cubriese con fular de seda la escotadura supraesternal y la isla de Batz. Respecto a la réplica del castillo medieval el único problema radicaba en tener que sortear el laberíntico pago de los llanos de san Vicente, con una red de caminos de verduras y hortalizas abusivo y plagado de trampas, así como, en sus inmediaciones, abatir la barrera de la colada tendida por la vecina lindante.











  Después de una indigestión vegetariana –y el extenuante recorrido laberíntico– y un éxito dubitable del asalto al castillo medieval –la colada resultó una enredadera sofocante– había que asentar el ánimo, y, ante la dificultad de tomarse un baño relajante en el jacuzzi de la suite K del piso 35 del Hotel Monopark 5000 de Atlanta –cuya laguna artificial de islotes y wigwams nada tiene que envidiar a la endorreica de juncos y tarajes–, correspondía hacer una parada en la Venta Tocino.
  



  Aquí, en el encuentro con un ámbito de colores chillones y ajados, confinados en una estampa a lo Pepe Carretero, una estampa de bullicio y pasmo, de hacinamiento y quietud, logro, frente a la promesa de restitución cárnica de la zurrapa blanca Sabores de Paterna la necesaria inmovilidad y mi reconciliación con la espera, a fin de Perder Teorías a lo Vila-Matas, y recobrar un sentido de la vida tal el Odi et amo de Catulo, como bien pudo comprobar nuestro verdadero John Keats, gracias a que superó la edad de los veintiséis años y la del romanticismo ruiseñoresco.





 

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