La Reina meó
esplendorosamente detrás de unos arbustos. Obviamente acometió un
acto impropio de su majestad, disculpable solo por la ausencia de
letrinas y la perentoriedad de la evacuación. En el futuro la
barriada que se alzó en el lugar se denominaría Meadero de la
Reina.
Sí que hubo letrinas,
solo que las desarboló el viento, así como todo lo demás que había
sido preparado para acoger a la Reina y su magnanimidad al conceder a
los oriundos de Puerto Real ofrecerle un espectáculo tradicional,
representativo de su industria: el despesque de un estero.
Había estado a punto
de suspenderse, incluso cuando ya, habiendo dejado muy atrás, entre
las marismas, la silla de posta, surcaba en canoa los canales del
estero, para dirigirse al punto de observación. Sopló un remanente
del viento furioso y desapacible del día anterior que casi la hizo
naufragar, y con ella al infante, y a las otras canoas con los
miembros de la corte, y a su amante el capitán Apolodoro.
Ya se conoce que la
insatisfacción del matrimonio tempranero y convenido con su primo le
inclinó a los escarceos amatorios, muy bien tapados por sus
consejeros y demás veladores del comportamiento de la realeza. Ahí
estaba Sosígenes disciplinando su mente para que no cayera en
excesos, ni permitiera descabritarse su corazón. El mismo viaje
planificado a las provincias andaluzas, aparte del oportunismo
político, tenía parte de evasión amorosa, debido a las
negligencias en que incurría por haberse prendado de un general,
finalmente partido a Oriente para regodearse en pasadas conquistas en
los atractivos prostíbulos de Trifena. Apolodoro, con la hechura y
la planta del otro, jugaba el papel de abnegado sustituto, a fin de
satisfacerla y olvidarla de aquella trastornadora cuita.
Ya había tenido su
ración amorosa la pasada noche después del baile en el Casino
Gaditano, donde correspondió con sus reales modales a todos los
prohombres gaditanos que le rindieron pleitesía, fuera del orden
encorsetado del besamanos en el Palacio de la Aduana y la misa de
Pontifical en la Catedral, cumplimentados durante el día. La Reina,
treintañera, por un lado más gustaba del templo de Hator, y su
deidad voluble y fullera, por otro del revoleo indisciplinado de las
sábanas, tras un agotador día de poses.
El ciego Ramose,
tañedor del arpa, habría competido con los fraseos de la brisa que
corría por el estero mientras los pescadores con sus redes y otros
artilugios acometían la demostración del despesque, pero hubo de
quedarse en la Corte por una indisposición. En su lugar la Reina
trajo al violinista Lele, evadido de las Indias, cuyo interpretar
huracanado era más propio del vendaval precedente. En el Casino
Gaditano se había lucido, y ahora, sin pretenderlo, contribuyó al
éxito de la recolecta pesquera, al revelarse los peces muy danceros
y ávidos de saltar al escenario.
Después que la Reina
se ausentara para mear, lo cual le exigió salvar entre el fango un
buen trecho y le robó su tiempo por la estorbosa ropa, otros no se
privaron de imitarla. La más recatada de sus doncellas, Balkis,
buscó también un lugar propicio. Ya andaba esta doncella metida en
desazones sentimentales debido a la atracción que le inspiraba el
monje Totmés, adscrito al culto de Isis, si bien sería mucho tiempo
después cuando le abordara y le suplicara trato carnal. El pobre
Apolodoro sufría aquel desvío, ya que él sí suspiraba por Balkis,
incluso en el lecho de la Reina, a la cual, magnánima, no le
importaba que la mentara en el trance amoroso, fantaseando con que
fuera aquella.
A Apolodoro no le pasó
desapercibida la ausencia de Balkis para ir a mear. Totmés ni se
percató, lo cual no solo se correspondía con su total falta de
fijación en ella, sino también con la absorta lectura que hacía de
unos poemas de Ricardo Reis, que, a ratos, susurraba a la Reina,
siempre necesitada de mistificación religiosa, incluso frente a la
ruda y elaborada demostración local de despesque de un estero.
Apolodoro, notando que
Balkis tardaba más de la cuenta en regresar, con cierto disimulo,
por no revelar su preocupación ni tampoco desatar alguna valoración
morbosa, la buscó. La Reina permaneció subyugada ora por los
estrepitosos coletazos de los peces según eran acorralados y sacados
del agua, ora por los poemas de Totmés, entre los cuales le
estremecía aquel de: “Esta libertad sólo nos conceden/ los
dioses: someternos/ por nuestra voluntad a su dominio. […] Pues
solo en la ilusión de libertad/ la libertad existe.” Basándose en
dicha libertad, ella se aplicaba en adorar, según las
ocasiones, a Cristos y Marías, o a Isis y Osiris.
Balkis salía de su
escondite entre los arbustos cuando Apolodoro estuvo a punto de
toparla en la acuclillada posición. La mirada con que ella le
asaeteó fue tal que hubiera derribado un olmo seco. Apolodoro la
resistió con una mezcla de ingenuidad y disculpa. Prescindió de
justificar que su tardanza lo había preocupado, resolviendo más
bien, con gestos tácitos, que andaba en la misma tesitura de
incontinencia urinaria y buscaba sitio. Ella se alejó, mientras él,
por la propia inercia rastreadora que traía, antes de que se
percatara de la inconveniente elección, inició los desarropos
inguinales justo en el mismo punto en que había desahogado ella.
Para su sorpresa, intentando precipitadamente anudarse los
pantalones, descubrió que entre los matojos no había signos de pis
y en cambio sí había puesto un huevo.
En seguida comprendió
que no tendría efecto si no era fecundado. Probablemente lo había
puesto para que lo fecundara Totmés, y se había demorado en espera
de su comparecencia. Pero el monje, que era muy monje y, por tanto,
muy casto, proseguía la lectura susurrante a la Reina, de los versos
de Ricardo Reis: “Siempre tuvimos, ángeles o dioses, / la visión
perturbada de que sobre / nosotros, compeliéndonos / obran otras
presencias. […] Son nuestra voluntad y pensamiento / las manos con
las que otros nos conducen / hacia donde ellos quieren / y no
queremos ir.”
Ni corto ni perezoso,
Apolodoro sufrió una turbación tal, mezcla de exaltación de la
doncella, represión sentimental y coraje celoso que se puso manos a
la obra, y fecundó él mismo el huevo. A su regreso a la órbita de
la Reina no levantó sospechas, comportándose con el disimulo propio
de quien pretende que tan solo se ha ausentado para desahogar la
vejiga. Balkis le miró con recelo y molestia. No supo adivinar en su
rostro lo que hubiera hecho tras los arbustos, intentando descartar
que se hubiera atrevido a fecundar su huevo. En lo sucesivo más
desdén le inspiraría, debido a aquella vaga sospecha. Por supuesto,
volvió a centrarse en Totmés, hasta el día en que, años más
tarde, lo acorraló en el templo de Isis y lo desvirgó en sus
aposentos. Ya sabemos que aquello trajo la desgracia a ambos.
Algunos siglos después
de la real meada y la desovada de la más querida doncella, el huevo
eclosionó. Si tal episodio hubiera ocurrido a la orilla del Nilo,
cerca de Dendera, habría salido un templo a Hator. Si a la orilla
del Fontanka en San Petersburgo, el puente Politseyski. Si a la
orilla del Tajo en Lisboa, la torre de Bélem. Como ocurriera a la
orilla de un canal de estero a las afueras de Puerto Real, salió una
venta. La venta Santa Balkis en honor de la pobre desgraciada que se
suicidó por el rechazo de Totmés. Venta Santa Balkis, que traducido
a lengua romance resulta, como todo el mundo sabe, Venta Santa Ana.