Rosario de Acuña se
especializó en granjas avícolas, y para ello no viajó a África
como Karen Blixen, que no leyó su tratado al respecto, y por eso
cultivó café. Lo hizo a un pueblo de Cantabria, y consigo marchó
un amante joven (y su hermana), aplicándolo en las mañas de cebar
pollos, pavos, etc., en las de cultivar las letras y otras pericias
que sonrojarían los paladares. Atrás dejó al crápula marido
(teniente de infantería), que, por azar afortunado, murió al poco
de habérsele emancipado; y dejó la capital, el triunfo del
espectáculo dramatúrgico y a una sociedad conservadora y clerical,
no apta para liberalidades, promociones feministas y libelos
subversivos (para evitar la cárcel se exiliaría en Portugal, hasta
la llegada al gobierno del conde de Romanones).
Circunscrita a la venta
habitan algunos pollos que portan su insignia alimenticia baja en
colesterol y rica en plantago ovata, así como otras semillas
alucinógenas (CPH4 para potenciar la capacidad cerebral), y
ejercicios gimnásticos (flexión de cuello para picotear y beber de
un cacillo, genuflexión de alas, etc.), según las indicaciones del
manual que dejara la asturiana.
El interior de la venta
carece de atractivo salvo porque tras el silencio autoestopista
escucho, lejanas, las notas intrasferibles de un Divertimento
para violonchelo de Krzysztof Penderecki, adjuntas a un video clip
indigerible, que trata de resucitar a Filippo antes de que logre el
éxito en algunas de sus ridículas tentativas de suicidio.
Afuera paran los
camiones, que certifican lo que es enjundia carreteril, cuanto las
degustaciones son elogiables por su calidad y baratura, muy lejos del
delirio claustrofóbico de una Venta Andrés. Es natural que, en
esta, merezcan haber quedado atrapados los pellejos confinados por la
motosierra nuclear, la pistola jurásica o el perfume magnetizador,
trasformados, por fin, por decreto ovidiano metamórfico, en bustos
de bronce, hasta tanto no se certifique su fundición.
Es plausible pensar que
los conductores de buques excursionistas también hicieran paradas de
repostaje en ventas así, tipo la del Rosario, de haber un canal
fluvial atravesando los campos, lo que no es impensable si se
escarbase una zanja partiendo del cercano consorcio de aguas de la
zona gaditana. Lo malo es que el turismo arrastrado atraería la
venta ambulante de ávidos salchicheros como Ignatius Reilly, que
acabarían asqueando la iniciativa.
Casi es mejor conservar
el toque baldío, la fragancia avícola rosarioacuñesca, sobre todo
por no malograr la presencia de un árbol mistérico, que destaca
como lo harían unas enormes palmeras con abrigos de piel en un
jardín botánico o un pino pinchadiscos en medio de un barrio
residencial isleño. Aquí su solitariedad y reposada altivez lo
asemeja al árbol del conocimiento del bien y del mal. La serpiente
ya ha debido susurrar al viento las propiedades pecaminosas
resultantes de la probatura de sus frutos.
Me pasmo contemplándolo
hasta trasmutarme en la intemporalidad de una estatua de Juan Luis
Vasallo, como si fuera Rosario de Acuña embobada frente al castaño
de indias del que una ráfaga de viento otoñal arrancó la hojas
llenas de vida microscópica. Empiezan a revelárseme varias
significaciones. La primera evoca la propia lucha por la vida que la
escritora relata sobre una hoja de árbol entre la hormiga
roja formica rufescens y la negra formica fusca. La
primera es robusta, salvaje, fuerte y vive de someter y esclavizar a
la otra, que es negra, pequeña, inteligente. Necesita que sea así,
para su propia supervivencia, ya que carece de capacidad tenaz y
laboriosa. La otra se ha revelado, no porque ella misma quiera
encontrar la libertad, sino por sustraer a la larva que defiende, del
mismo proceso de esclavización. La lucha es una epopeya digna de
cantarla los homeros y virgilios que hubiera entre las hormigas. La
hormiga negra, pequeña, protege con sus patas traseras la larva, y
ha logrado inmovilizar las acometidas de la grande roja, atenazando
sus antenas. Así han quedado durante horas, durante días, sin
decidirse el resultado, salvo porque, finalmente, un viento ha
barrido a ambas, y a la hoja convertida en el ring sobre el que se
dirimía la pugna.
La segunda
significación alude al del conocimiento del bien y del mal, no
porque uno solo de los inducidos por la serpiente haya probado el
fruto prohibido sino porque lo han hecho los dos asiéndolo de
distintas ramas, las que, ofreciéndolos distintos, han abierto sus
mentes a conocimientos complementarios que los han vuelto más
amantes y más sabios. La amistad es una forma de amor, el amor es
una forma de amistad, y no se sabe dónde puede encaminar salvo
porque corrobora aquella máxima tan sensible, atinada y fructífera
con que la ilustraba Montaigne, para su erróneo entender, excluyendo
al sexo débil de su experiencia: Si en la amistad de que
hablo el uno pudiera dar alguna cosa al otro, el que recibiera el
beneficio sería el que obligaría al compañero, pues buscando uno y
otro, antes que todo, prestarse mutuos servicios, aquel que facilita
la ocasión es el que practica mayor liberalidad, proporcionando a su
amigo el contentamiento de realizar lo que más desea.
La tercera
significación reporta la exención vacacional de los dioses, por
prescripción del altísimo Zeus, ahora encoñado en agasajar a Leda,
disfrazándose de cisne. No durará mucho. Solo hasta tanto un poeta
tan fecundo, preclaro e inteligente como Fernando Pessoa decida su
regreso. El regreso de los dioses.
Por la forma del
contorno del árbol también se infiere una última significación,
concomitante al fruto que atesora una de las ramas, distinto de los
otros, y de cuantos brotan por doquier en sus sorprendentes vástagos,
cada uno de distinto sabor y textura. En este caso es un huevo frito.
La forma del contorno
es de corazón, como no podía ser menos. Porque es que los dioses,
cuando no andan rastreramente zancadilleándose o malmetiéndose son
también un poco pasteleros. Y si no que se lo digan a Jun(c)o, aunque
nunca montara en sidecar.