Rodeo la venta con
todos mis imaginarios, cubro todas las posibles salidas (ventanas,
desagües, canales de televisión...), obstruyo la entrada con mi
bicicleta. En mi apoyo, además, vienen agentes de la naturaleza: la
lluvia, que, insistente, impide cualquier fuga.
La mariposa malva había
viajado de Central Park al Pinar de los Franceses, pasando por Tokio.
Muy feliz la había encontrado JRJ, porque muy feliz parece todo, al
aquejado de enamoramiento. Le había interpretado melindres
románticos, cabriolas dichosas, destellos púrpuras. Volaba y
revolaba incansablemente jugando a provocar a los chiquillos que
intentaban alcanzarla. Por momentos pareció de ellos, asequible,
prendible, hasta que, después de posarse, sabiéndola rendida,
entregada, se limitaron a contemplarla. Un zarpazo habría bastado
para deshacer el polvo de las alas, el polvo de estrellas de las
alas, el polvo de alas de las estrellas, de las estrellas flameantes,
de la flameante AE Auriga. Le pesó el simple asedio expectante de
las mejillas encarnadas, pueriles (¿por qué no la cazaban?),
decepcionándole que entre todos aquellos chiquillos no hubiera un
hombre de verdad destinado a enamorarla (Nobokov, gran aficionado, no
hubiera perdido la oportunidad). Resuelta, se lanzó a volar para
alejarse, en vertical, como un AV-8B Harrier II Plus, y, desde la
coronilla de su rascacielos predilecto, el Woolworth (adonde solía
retozar imaginando que estaba de compras), voló hasta Tokio. A los
críos apenas les legó unos fragmentos de su sombra para que jugaran
a perseguirla. Pronto se cansaron, ante la confusión al mezclarse
con las sombras de las hojas de los olmos que caían en Central Park.
No estaban aún adjudicados su cielo y su alma.
La mariposa malva
(desde esta marcha solo quedan en Central Park las mariposas monarca)
sobrevolaría el puente Rainbow de Tokio, al no haber carril bici
lepidóptero, con riesgo de enredarse en los cables de acero
atirantados y de respirar los vahos de carburante automovilista.
Instalóse definitivamente en su rostro interior en el barrio de
Asakusa, en su monólogo interior, nada de puentes y rascacielos
asesinos, en medio de una selva de alfileres de hormigón. Dejó
pasar el tiempo mesándose las alas, empolvándose las antenas,
pintándose los contornos con lápiz de ojos, hasta que,
inesperadamente, apareció en su vida el coleóptero Pinkerton a
bordo del USS Lincoln. Entonaron un coro de grillos a dos voces, pero
a ella lo que le interesaba era dejarle pensar que la engatusaba,
cuando en verdad, maestra de la transfiguración y el maquillaje,
desde el primer encuentro, a modo de trailer vertiginoso en pantalla
gigante en la esquina de Times Square, perdón, de Senso-ji, pasó
por su cabeza de geisha todo lo por venir, principalmente las
traiciones. De manera que lo tenía cogido por las pelotas (aunque él
pensase que era al revés), y por eso, el vástago que le nació de
su semen (luego de ñoñearle la resistencia a casarse por el rito
Kekkon Shiki), lo había deseado íntimamente. Ya cumplido su sueño
(pergeñado desde la experiencia de Central Park -con el poeta tonto
enzenobiado y los chiquillos perseguidores- y después del arduo
paso del continente sin cantimplora), podía irse el gachón de
portaaviones con la fulana americana.
Yo coincidí con ella
en una sala del Denkikan, adonde proyectaban la película de Yasujiro
Ozu: Dekigokoro (Corazón vagabundo). Nuestros rostros interiores se
reconocieron inmediatamente sin mediar palabra, y así, a base de
histrionismo Zen, nos entendimos a la perfección. Con un depurado
morse binario de cejas le dije: Me admiro de ti. Te conoces a ti
misma, luego sabes cuidar de ti misma. Ella me besó la pantalla.
Estábamos sentados en la última fila, pese a lo cual, desde detrás
de la pared a nuestra espalda nos sobresaltó una voz sutil y
cavernosa que decía: ¿Creéis que se lo tragará Puccini?
Me sabía de sobra la
lección de Baudelaire, aquella de que hay una Providencia Diabólica
que planea constantemente la infelicidad de los más espirituales, y
por eso, detrayendo de mí lo mundano hostil, susceptible de amenaza,
le di un buen consejo, antes de que, como era preceptivo, según el
código Ukiyo, se desentendiera de mí a la puerta del cine, pues,
además, me habían robado la bicicleta, y no iba a acompañarme a la
comisaría. No le costó ajustarse a nuestro plan. Encontró un niño
huérfano de la guerra del Pacífico en la escuela de Utagawa y se lo
encasquetó al coleóptero del portaaviones. Esto sí, después de
haber encajado de él la enésima humillación, a escondidas de la
americana: la pregunta de si había abortado ya del otro que le había
dicho que venía. No le destapó la mentira. Le confirmó que sí,
que había acudido al Hospital Ashihara. El sobre con dólares lo
abandonó con suficiencia sobre la mesa. Ella se despintó el
maquillaje con lágrimas de arpía encanallada por su culpa, aunque
lo disculpaba después de todo: su pollita le había salido preciosa.
Es obvio que lo de
morir cantando rozó lo metafísico y puso en peligro lo
estrictamente pactado. Pero es que quería tentar la suerte, lucirse,
sabiendo que el puñal era de pega y el público crédulo.
Afortunadamente Salvador María Granes no parodió la ópera, aunque
ella la hubiera disfrutado igualmente desde el gallinero, así como
le parecieron muy dignas de la astracanada más gloriosa la Fosca y
la Golfemia. La frontera la cruzó hacía veinte años, justo en el
momento en que a mí me requisaban la bicicleta en el aeropuerto por
llevar polvos de talco de Salamanca metido en los barrotes del
bastidor, dejándome, una vez más, en la estacada, por lo demás,
conforme con la sentencia de Baudelaire, sobre todo porque, según
todos los indicios, la pronunció mientras se afeitaba, que es
justamente el momento más poético del día: uno se rasura para
besar, aunque piense lo contrario Ernesto Sábato. El poeta es poeta
a todas las horas del día, muy especialmente durante el afeitado.
El niño anda ahora por la veintena de años y todos los fines de semana viaja de Chiclana a New York para cambiarle el orinal a su padre que vive encima del mercado Gansevoort. Es entonces cuando aprovecha el nuevo amante de malva butterfly para pasarse el fin de semana con ella planchándole la ropa y eligiéndole los zapatos para las clases de yoga. Ahora se dice llamar madame Garza, y, aunque habrá envejecido lo suyo desde su época de mariposa y esté irreconocible, la pienso acorralar con la ayuda de la lluvia y la anuencia de los paisanos quienes, disimuladamente, hacen como que no ven el rifle Lee Oswald apoyado sobre mi mesa. Perdí un brazo escribiendo, pero aún, moliciosamente, puedo hacer verdadero daño a mis imaginarios.
Afortunadamente su versión nada tiene q ver con la realidad..ni con la opera
ResponderEliminares una pieza bellísima.
Se nota q no ha tenido usted la oportunidad de verla y escucharla
No me gusta nada
Porque no entiendo nada.
Aunque supongo q tampoco es importante q a mi me guste o me deje de gustar
Es mi problema, no el suyo
Se equivoca. Para mí es muy importante que a usted le guste o le deje de gustar. Pero no que le guste xor le deje de gustar. La superposición gustativa forma parte de mi preferencia por la ambivalencia cuántica.
ResponderEliminarReconozco que no la he visto y escuchado. Tampoco he visto y escuchado la Fosca y la Golfemia de Salvador María Granes. Pero me gusta o me deja de gustar sin haberlas visto, ansiando verlas. Porque lo español gólfico, que es muy nuestro, no se prodiga en los escenarios, y a mí me encantaría, para poder verlas y escucharlas.
Yu tenia castigada a Pentesilea en este tiempo y me temo q el gusto lo tenía atrofiado ella..a posta!
ResponderEliminarSin q le gustara o le dejara de gustar al caballero