La predicción de ventas es una ciencia aún en ciernes. Los que
nos dedicamos a su caza, a su captura, a su asalto y su disfrute
encontramos poca bibliografía al respecto. Las referencias, donde
las hay, orillan el tema; solo confirman su existencia, sin entrar en
su génesis: como si siempre hubiesen estado ahí o hubiesen
surgido por generación espontánea. Los propios venteros nada
aportan, pues no son auténticos: las asumieron como negocios
traspasados; ni siquiera saben interpretar las desvencijadas y roídas
fotos, cuando las hay, expuestas en las paredes, donde se ven en
medio de descampados, sin las casas que actualmente las cercan.
Hay yacimientos arqueológicos con indicios de ventas, soterrados
bajo necrópolis posteriores, cuyos vestigios no
están lo suficientemente bien conservados para atribuirlos a tales
y poder sacar conclusiones. Si algún resto óseo se encontró, no
era humano, sino de cerdo o caballo, lo cual no se consideró relevante, aun no siendo lugar común para su hallazgo.
Después de haber recorrido muchos caminos y haberme topado bastantes ventas entendí que aquella ciencia debía existir.
Esbocé un mapa de los emplazamientos en la comarca
intentando encontrar una lógica en su disposición, una
geometría inherente. Vistas desde el cielo no componían ningún
dibujo con sentido, salvo que, como las constelaciones, forzásemos
la imaginación y viésemos sobrepuesta alguna deidad mitológica.
Era difícil, por tanto, a partir de ahí, predecir alguna. Ni
siquiera la ley de la proximidad se cumplía, esto es, de la
exclusión en las inmediaciones, estimando un radio de exclusividad
de medio kilómetro. La Venta la Ventolera y la Venta Santa Gema
la incumplen: están a menos de doscientos metros.
Las perturbaciones, en la ciencia de la predicción de ventas,
juegan un papel similar al de los sistemas planetarios, aun su
estatismo. Ellas, por supuesto, no orbitan, no circulan, no se
mueven, pero sí quienes acuden a ellas, quienes aterrizan en ellas.
El grado de dinamismo de sus huéspedes es lo que los caracteriza como
demandantes: ellos sí que orbitan, sí que sufren las
perturbaciones. La ley de la proximidad no se cumple, pero ello no la
priva de su sentido y de la certeza de que, al menos, en el límite
del radio de exclusividad igual a cero, sí es cierta: no hay dos
ventas colindantes; y si, por casualidad, las hubiere,
colapsarán en una sola. Las perturbaciones que generan no es de la índole de la fuerza gravitatoria, sí de
otra clase de fuerza, menos palpable: emocional, cultural, económica. Y es tal que, bien los atraen, bien los repelen, o bien,
como en mi caso, prefiguran la existencia de alguna otra. El
hallazgo de una venta puede confirmar una presciencia intuitiva.
A continuación, tomando las medidas visuales oportunas, su relación
con el entorno, su situación respecto a los senderos o
carreteras aledaños, sus características arquitectónicas, su
estructura, su decoración, su funcionalidad compositiva, su nombre,
podemos comprender su necesidad, su oportunismo. La presciencia intuitiva puede convertirse en
predictibilidad causal. Solo hace falta hacer números, calcular
trayectorias, avizorar reglas de integridad, componer diagramas de
relación, descartar zonas, estimar probabilidades. Así deduje yo la
existencia de una. De la Venta Pepe.
Más que montar un observatorio en Arizona como hiciera Percival
Lowell, a fin de escudriñar los confines del Sistema Solar, mi
método consistió en una regresión causal partiendo de
una proposición de existencia. La proposición decía: existe una
Venta Pepe. ¿Qué consecuencias observacionales acarrearía? La
primera y fundamental: que ninguna de las otras ventas debía
llamarse Pepe. En efecto: Ventolera, Gema, Henry... Pero ninguna
Pepe. ¿No era ello extraño? El variado surtido de nombres omitía
el más elemental y españolísimo. De parecida manera se hubiese
podido inferir la existencia del Planeta X, o mejor dicho, de Plutón,
una deformación de Pluto, el perro amigo de Mickey Mouse. Las
perturbaciones en la órbita de Urano, disconformes con la mecánica
newtoniana, no eran nada comparado con las nominaciones de los
planetas precedentes (Júpiter, Saturno...), tan terribles e
imponentes. ¿Es que el Sistema Solar debía carecer de un
planeta más risueño, coqueto o amigable? El mejor amigo del Sistema
Solar debía ser el planeta de cierre, al no haber aparecido uno de
tal índole todavía, y por eso la niña de 12 años, Venetia Burney,
propuso el nombre de Pluto: el perro fiel y amigo de Mickey Mouse.
Es lógico que los representantes de Walt Disney titubeen
antes que confirmar esta anticipación; la historia se ha retorcido
un tanto. Tanto que, como sabemos, solo se hizo soportable la
equiparación al resto de los planetas añadiéndole la “n”, y,
por tanto, revistiéndolo de la referencia mitológica al Dios de los
Infiernos. Plutón: pequeño pero infernal.
Seguí distintas rutas con ahínco pedaleante y volví a toparme
ventas de otros nombres: Algarrobo, Las angulas... La venta Pepe
se resistía. Hallé una candidata. Estaba a las afueras de Madrid,
en la Moraleja. En la entrada figuraba: El Pepe final. Entré
y había una fiesta organizada por Amelia, la mujer de Carlos, que
había convocado a diversos artistas, pero, sobre todo, a antiguos
compañeros de la Facultad. Ahora eran una generación dispersa,
y, en gran medida, antagonista de aquella que había pregonado las
libertades y la lucha contra la miopía del poder establecido. El
modo de vida que preconizaron se estrelló contra la realidad de las
necesidades adaptativas, de supervivencia, los egoísmos varios
y la pérfida madurez, atentadora contra las utopías. Tan solo uno,
Pepe, parecía haber salvaguardado la esencia, la genuidad del
grupo. Había regresado de Manila tras todos aquellos años, había
conquistado la amistad de Amelia, sin mediar sexo. Fue precisamente
un amante de ella, también miembro del grupo, quien, allí,
celoso, sustrayéndola momentáneamente a la fiesta que se
circunscribía a la piscina y el jardín, le rebeló la traición de
Pepe. Que no se le ocurriera editarle el libro que decía había
escrito, porque no era suyo. Lo había robado a un amigo de Manila,
uno al que dejó morir, cuando agonizaba. No fue difícil destapar la
mentira.
Mi incansable pedalear me llevó, una vez descartada la anterior, a
las afueras de París, donde hallé un chalet también en un barrio
residencial con el nombre: Los Pepes. En principio no tenía
por qué prejuzgar la viabilidad como ventas Pepe de aquellos
chalets en zonas residenciales, por eso me adentraba en ellos. La
peculiaridad de esta otra fiesta que se celebraba era que abundaban
las señoritas gordas, quienes, medio despelotadas al filo de la
piscina, habían entonado una elegía sufriente y lamentosa,
contando sus desdichadas vidas. Los receptores de las mismas estaban
delante de ellas, hieráticos, absortos. Eran Pepe Picasso y Pepe
Vangogh. Les persuadían de enfrascarse en la gran obra de sus vidas:
unas señoritas de Avignon, cuyos rosaceos, abotargados
y cizallados rostros mostrasen su heroica hermandad y
resistencia.
En Las galas de Pepe no tardé en comprender que el
presumible ventero vestía las ropas de un difunto y ello por
darse pisto ante la Daifa, una prostituta que lo había previamente
rechazado por haber sido un pardulo soldaduelo enrolado en la
guerra de las antillas, cínico y ufano, pobre y categórico.
Cuando quiso escaparse con ella (como Collado el amigo de Bertomeu
con Irina la rusa), descubrió en el bolsillo interior de la
chaqueta una carta que leyó en voz alta. La había escrito la propia
Daifa, dirigida a su padre, días antes, suplicándole un dinero que
le ayudara a salir del callejón de mal agüero y la casa de los
pecados, para restituirle la honra exiliándose allende el charco. De
una sola tacada descubrió que el padre había muerto (de un ataque
de alferecía de los de antes) y que su pretendiente le había
despojado las ropas. Del shock no se repuso.
En Pepe mojado firma como Pepe quien en realidad no es Pepe
sino el ladrón de la novela de su amigo Pepe en la que la que la
trama gira en torno a su propia muerte. Al final Pepe hubo de matar
al verdadero Pepe para así obtener dos cosas: una, la novela; dos,
la verosimilitud de la novela. Muerto Pepe solo Pepe podría haber
sido el autor y ser creíble su aparente suicidio por ahorcamiento
en casa de Pepa.
Pedaleando por el camino del Águila, en el contorno de Chiclana,
entre el Marquesado y el Pinar de los Franceses, la encontré al fin.
Es curioso que hubiera pasado por aquí numerosas veces (en concreto
cuando me dirigía hacia la Venta la Garza o la Venta el Burro) y no
me hubiese percatado de su presencia. Pensándolo bien, era
plausible, así como Percival Lowelll murió sin saber que
había fotografiado su Planeta X, cosa que, posteriormente, se
comprobó con un microscopio y la técnica del parpadeo. Andaría
distraído pensando en el parpadeo de alguna Lady o su composición
dowlandiana (Lady Laiton's Almain, Lady Hunsdon's Puffe, Lady
Russell's Pavan, Lady Mia's Secret...), de ahí el despiste. Lo mismo
que yo, si añadimos que unos cañaverales en los flancos de la
carretera previos al cruce donde se anuncia la venta crean un efecto
túnel cuántico pudiendo haberlo atravesado con total opacidad
visual hasta el momento del descubrimiento.
En definitiva, jubilosamente alborozado, torcí mi nave a pedales
para acercarme a poco menos de 10 mil kilómetros a fin de verificar
que la Venta Pepe existía, pero que, decepcionantemente, solo
ofrecía su superficie para poder ser estudiada. Parecía una Venta
viva, y sin embargo, cada vez que la visité (después del día
del descubrimiento he vuelto más veces) la encontré herméticamente
cerrada, sin posibilidad de penetración. Todo
mi empeño lo usé en deducir, por la orografía de su
superficie, por su color, por su textura, por su atmósfera, por sus
anfractuosidades, por sus montañas de hielo, por su lado oscuro, etc., las
posibilidades que brindaría su interior. Estoy seguro de que hay
agua, luz y barro. Y, prodigiosamente, una parada de
autobús intergaláctica, para poder viajar más allá del cinturón de Kuiper.
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