Tantas veces como había pasado por
delante, deambulando, merodeando, haciendo tiempo antes de coger el
ferry de Saigón a Cádiz, y no me había percatado de su presencia.
Mentira; de su presencia sí, pero de reojo; como de un antro que se
ignora porque la pérdida de esplendor, el descuido, lo ha vuelto
atractivo a gentes ociosas y degeneradas, de las que, instintivamente
se huye. Además, el nombre despistaba: la Gaviota. El río, la
bahía, el mar, todos ellos parajes propicios a las gaviotas, a las
reidoras, a las patiamarillas, a las cabecinegras, a las
picoelefantes..., desvían de su verdadera índole y su auténtico
sentido.
El graznido de las gaviotas es una
grieta sonora en el cielo, un desgarrón en la seda celeste, un
improperio en la bondad del paisaje. Si se quiere como pista, puede
usarse. No con ello queda justificada la rigurosa y certera
corporeización del graznido, la materialización en este antro
nocturno expuesto al balido del día, a la denuncia del rayo de sol
frontal y tórrido. Las dudas se disipan cuando uno se asoma a ella,
como es menester, y experimenta el impacto severo y sugestivo de un
escenario banal y excelso.
Me siento como en un granero de Rocky
Comfort, Missouri, alternando con el predicacor Semon Dye, con Tom
Rhodes y con Clay Horey, granjeros, sorbiendo a turnos de la garrafa
de whisky, mientras nos asomamos a la grieta en la madera de la
pared. A través de ella se aprecia el bosque de detrás, la yerba,
la valla de espino, los postes, es decir, el paisaje anodino, rancio,
rutinario. Solo que, contemplado a través de la grieta, resulta
distinto, fascina, atrapa. Es estúpido, es absurdo lo que estamos
haciendo: mirar, sin que pase nada. Los árboles que se bambonean
levemente, las hojas que cabrillean, algunos pájaros, nada
excepcional. Es Tom Rhodes quien ha adquirido esta costumbre secreta,
quien ha sido descubierto por los otros, quien confiesa que mirar el
bosque y el cielo desde aquí, cerrando un ojo, acercando el otro,
hasta el cansancio, no solo es placentero, es algo más, es éxtasis místico. Hasta que los otros no lo han probado han sido cínicos,
mordaces, rastreros, cayendo, en el trascurso de las distintas
ojeadas, en la misma fascinación. El predicador Semon Dye, sin
descuidar la garrafa de whisky, dándole tientos con avidez, hasta ha
llorado. No ha podido evitarlo. Asomado a la grieta ha anhelado que
pasara ella, y poder verla. Ella, da igual si se refiere a la
negra con la que ha coqueteado, a la mujer de Clay a la que ha
violado o a Lorena, la madre de Vearl, a la que ha propuesto ser su
proxeneta. Quizás no se refiera a ninguna. Ella ha de ser la
que justamente acabe cruzando al otro lado de la grieta, rasgando el
paisaje, sin que perciba que la ven, que la contemplan, que la lloran
a lágrima batiente. Es indiscernible si, mirando a través de la
grieta, se está más cerca o más lejos de ella. Porque nunca llega
a pasar. Porque el paisaje persiste mudo y apacible, asequible y
separado por la pared.
Puede que sea la belleza del
error, como interpreta Sabina su pintura. En ella se manifiesta
la autenticidad que nos libera y descansa. Había seguido el estilo
realista obligado en la Escuela de Bellas Artes de Praga. Resuelta a
alcanzar la perfección, logró que sus cuadros parecieran
fotografías, que no hubiera rastro del pincel, la herramienta de
trabajo. Accidentalmente derramó pintura roja sobre uno que
representaba una fábrica en construcción. El trazo rojo, la mancha
roja, semejante a una grieta, a una anomalía que descaradamente
estropeaba el cuadro, la iluminó. La grieta supuso la brecha en lo
superfluo, en lo aparente, en lo cotidiano forzoso, en el realismo
impuesto, a través de la cual descubría lo auténtico, lo veraz. No
había vallas que la cercaran, había decorados que, al rasgar,
disipaban el espejismo, mostraban el paisaje genuino, libre, veraz.
Del error, del accidente, surgió la belleza que inspiró sus
siguientes cuadros, donde incluía combinaciones insólitas,
desatinadas. La grieta primigenia le brindó la percepción genuina
de su arte, un arte que la define: sin intención, provocador,
absorbente, libre. Me he asomado a sus cuadros en
una galería de Nueva York, la ciudad levantada con la suma de
errores arquitectónicos que la hacen bella, sin intención. Una vez
más, lo oportuno ha sido acercarse al lienzo, pegarse a él, ignorar
la escena representada y mirar a través de la grieta, el roto
imperceptible y localizable en medio de la función anodina. Me
descubre, no una pared opaca sobre la que cuelga el cuadro, sino un
universo inextricrable, subyugador.
Las grietas campaban a sus anchas
pacíficamente en la prehistoria, libres, frugales, cavernícolas,
sin preguntarse por las cosas, por los significados. Concebían y
parían sin necesidad de nadie, sin colaboraciones ajenas, sin
presentir los ciclos. Desconocían por qué les ocurría; ni siquiera
se lo preguntaban. Quizás el influjo de la luna, quizás la
proliferación de flores rojas en la Grieta, usadas como cinturones y
guirnaldas para adornar la desnudez de sus cuerpos. Los monstruos que
les nacían, aquellos que no eran como ellas, grietas, sino con
horribles y carnosas protuberancias, los entregaban a las águilas,
para que los despeñasen. La Grieta era la vida y la muerte. Los
monstruos que sobrevivieron en el valle de las águilas crecieron,
maduraron, hasta ser interceptados por las grietas más aventureras e
intrépidas, las jóvenes, las que desdeñaron la tradición de las
ancianas. Probaron las protuberancias en sus grietas, y la Grieta
dejó de fecundar, de generar flores rojas, dependiendo la
supervivenca, en adelante, de aquella acción plácida y dolorosa.
Qué mirar más a través de la grieta; había que taponarla con la
erguida protuberancia.
Todo esto se ve desde la Venta la
Grieta, desde el interior de la grieta, cubierta de gráficos
dispares, grotescos, desquiciados. La garrafa de whisky riega el
grano y la paja; los tanques rusos arrollan minifaldas; brotan flores
rojas en las entrepiernas. Espero a verla pasar, a ella,
sentado a una mesa, paciente, sin preocuparme de perder el ferry de
Saigón a Cádiz. No tengo mucho que esperar: la veo pasar siempre, a
todas horas, sin descanso, precipitadamente, inmersa en su decorado.
La contemplo, y me deleito, y la lloro: galaxia de la Aguja, sonata
de Sostacovich, puente Clifton...
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