El mejor
escondite: detrás de la parra. El pudor genital oculto, no sea que
Lilith me atrape con su hermosa cabellera, perfumada, rizada,
elástica, prensil. Beso la manzana, sin morderla. Es mejor así. No
tanto escarbar en el corazón para luego más tarde no saber qué
semilla plantar, y dejar el hoyo vacío. O agolpado de tantas
variedades que más que brotar una emoción infinita y poliédrica no
cuaja ninguna, porque entre ellas se estrangulan y asfixian. Huyo
hacia la superficie del agua, como el pez abisal, esperando soportar
las abrasadoras gotas de la luz efímera, sin tu llamarada de las
profundidades. No es posible colmar una cucharada más de nostalgia
en atención a ese largo viaje siempre pospuesto.
¿Verdad que
Sigrid no sabía nada? Bailamos, e insisto en la pregunta. Ella
insiste en la respuesta. No es hija del doctor Hans. Ni sabía nada.
Y es su insistencia en el desconocimiento la que acaba convenciéndome
de que en el tren viajaba yo solo, de que la sensación de
hacinamiento era falsa, de que los empellones eran imaginarios, de
que el hambre y la sed eran soñados, de que el miedo era solo una
vibración incómoda, no una amenaza o un mal presagio. De que ella
no era la chica que conocí en una plaza de Weimar,
castaña, pura, espontánea, y que me conmovió con su deseo de hacer un
viaje juntos. Es tan inoportuno asomarse al otro lado de las
alambradas. Descubrir los barracones de terciopelo y oro, las duchas
de laca y cristal, las letrinas de esmalte y seda… La
felicidad es la súbita certeza de existir, incluso en el dolor.
Incluso en el dolor de tanto oropel, de tanto lujo y regalo. Ya
cojeo, y aún no he saltado del tren en marcha, aún sigo
imaginándolo distinto, con un vagón restaurante para nosotros
solos. Y seguiré en mi debilidad de creer tu engaño, de que no
sabías nada, de que, a la sazón, era inútil saber algo, sospechar
siquiera que yo, al que regalas tanto entre tanta usura de tu tiempo,
iba ya en aquel tren. Los demás debían ser seres igualmente
solitarios y desafortunados, criaturas errantes, figurantes
contratados para hacer más ridícula la percepción.
Qué hermoso es
desmentir el amor definido desde el subsuelo, por más que uno mismo
no esté libre de ceñirse a sus reglas, de probar la magnitud de su
poder, el que le otorga el sujeto amado para verificar su sometimiento
moral, para decretar su inferioridad, para tiranizarlo
voluptuosamente. No; amor no significa ser tirano; ni dominar; ni
odiar. Es el abrazo latente que se resiste a no ser necesario, que se
reserva para cuando realicemos la promesa del viaje, para cuando
decidamos saber, al margen del paisaje de detrás de las alambradas,
de una calle de San Petersburgo, del prostíbulo donde amanecí
borracho y reconduje la conciencia de Liza hacia la creencia en la
redención de la mujer mediante el amor.
Huyo emboscado
en la parra, para soportar mejor este largo verano, el vasto vacío
de una ciudad huérfana, sin ti, sin el presentimiento de tu andar
resuelto por los pasillos interminables, por las cafeterías donde se
ha estropeado el piano y ponen música de tragaperras, por la trampa
de los escaparates en donde el desarreglo de los maniquíes muestra
su mayor confianza en llegar a tiempo a una cita contigo. Huyo de la
soledad de las ciudades, propicia a la locura. De la excesiva
libertad que brinda el anonimato, la mimesis con la muchedumbre, la
fusión de los rostros. Huyo de aquí, para ejercitarme ahora en la
huida de allí, a donde voy, en la búsqueda de otro refugio, donde
ahuyentar al extranjero de mí mismo que te añora, y lucha
infructuosamente por olvidarte.
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