Todavía quedan tártaros.
Camuflados, mimetizados, confundidos entre la gente normal. Perdieron
su afán de conquista, pero no su vigor natural, su obstinación por
las pequeñas posesiones. La derrota, la desposesión fue mayúscula.
Huyeron de sus tierras (Ghengis Khan, entre otros, les propinó una
buena tunda), se exiliaron, en algunos casos fundaron pequeñas
comunidades, en la mayoría vivieron solos. Mantuvieron sus hábitos,
sobre todo, el de la perpetua preparación física contra enemigos
hipotéticos. Para mejorar la calidad de los entrenamientos ensayaron
a menudo sobre enemigos inventados.
La mínima perturbación en el
horizonte de sucesos de sus costumbres austeras, simples, los
desazona, los destempla, los ponen en guardia. En el baúl de sus
secretos guardan el sable, que afilan, prueban sobre carne magra,
tierna, frágil. Entonan sus letanías características, los salmos
rituales de la guerra, los aullidos que el viento expande. Esperan
una reacción antes de tener que usar el arma, su reliquia secreta,
una retractación del desatino amenazador que los hirió. Refuerzan
la intimidación con una sacudida, una verborrea victimizante y
acusatoria, una mirada que fulmina, un rostro que se crispa, un
aspaviento que golpea, un apretón que encuentra un cuello propicio.
Y, por último, una retirada satisfecha a la inmensidad de su
territorio acotado por cuatro paredes.
Los agredidos callan, deponen su
gallardía, sigilan sus pasos, contienen la respiración. Escuchan
sin ser oyentes casuales como Farinato y su madre, porque, a
diferencia de estos, les acusan de una malicia solapada, una intención
desquiciadora. Les gustaría interpretar la verborrea, la admonición
reiterada, el atosigamiento coactivo, para conocer la verdad que se
esconde detrás, a la que tienen derecho, de la que tienen necesidad
para no ahogarse en la locura. No saben que están ante un tártaro.
Y sufren enmudecidos, agarrotados, paralizados en un espasmo de
terror absurdo, porque no son vistos como quienes son, sino como los
enemigos que han inventado para ensayar en ellos su virilidad musculosa.
Pasado el tiempo, después de muchos episodios de olvido, necesarios
para sobrevivir, encuentran testigos amables que los alivian, al
dejarse contar. Y, en no pocos casos, se enamoran de ellos.
Y ellos se constituyen en los
depositarios de los sufrimientos inútiles que hay repartidos por el
mundo, gracias a lo cual, evitan la exacerbación de la locura. La
desproporcionada reacción de los tártaros no tiene otro objeto que
verificarse a sí mismos lo saludable de su rugido bélico, viendo
cómo consiguen provocar la huida por las pistas sin distancia de un
laberinto, de un cerco sin salida. Los testigos, al reiterar
libremente la costumbre de escuchar, conciben que llegó el momento
de establecer una rutina escuchadora férrea, que no deje hueco al
desconcierto de una improvisación ni de catastróficos vacíos que
pongan en entre dicho el testimonio que han recibido. Si se cumple la
rutina, en no pocos casos, se enamorarán de ellas.
Establecido el triángulo amoroso
ocurrirá indefectiblemente lo que augura Juan Benet: un desenlace
fatal: la muerte, la desgracia o la separación de los tres
protagonistas. Todo menos el final feliz. Sin embargo, hay una
excepción. Que uno de ellos sea El amante discreto de Lauren
Bacall.
Tan discreto que respira bajo el agua
mientras lo retrata Berta Llonch y escribe poesías alentadoras: Ahora
que ya no sientes / la furia del ridículo encendiéndote / y me
miras llorando… […] Ahora que la certeza del final / se te ha
clavado justo en las pupilas / y la vida te penetra regalada… […]
Ahora entiendes mi prisa, / mis ganas de tenerte / antes del
dormitorio, / mi insaciable ansiedad / encarnada de piel y de saliva…
[…] Ahora me pides… / que recupere el tiempo con mis manos. / Y
yo tan solo sé / seguir amándote.
El arte mayúsculo de narrar poeticamente lo imposible y más desolador sólo puede ser patrimonio de alguna divinidad.
ResponderEliminarPara su desdicha su lado humano predomina, y por eso sufre como un gilipollas
ResponderEliminarCuanto dolor nos regala la vida
EliminarY q desproporcionado el esfuerzo de su enmienda.
Donde encontrar a Aquiles?
La última vez le vieron vendiendo clinex a l puerta de un supermercado
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