Es un establo que sirve a los caballos de hípica la Patiña en su descanso
laboral. Los hay aztecas, lusitanos, criollos, unicornes alados… Todos se
llevan bien y disfrutan del solaz de este pasaje de pinares en el camino hacia
la laguna de la Paja.
La arquitectónica fractal de los hoteles del Novo Santi Petri ha quedado
al otro lado del Campano, vigilada por una fantasmagórica guarnición abandonada
de la corporación civilicense. Junto a ella está la famosa Torre del Puerco,
donde ataron a una estaca al cerdo de la Rebelión en la Granja.
El séquito de sirvientes viste de negro y trae la paja de la laguna para
que ramoneen los équidos, algunos de ellos plasmado en esqueleto
paleontológico, indistinguible de un resto humano cazador o carroñero. Peones
zigzagueantes sobre el tablero, entre los cuales, uno de ellos me impone un
collar de aceitunas ensangrentadas y me bautiza con una Nordic Blue que espumea
en mi coronilla. El panga vietnamita contaminado me lo tomo porque aplaca mi
ansia de galopar.
Dos yeguas de nombres Lena y Katia, sin duda polacas, provenientes de
las afueras de Varsovia, enfurruñan sus labios frente al viajero que las
imagina besarse lascivamente solo porque ejemplifican dos delegaciones labiales
(la estirada y untuosa, y la suave y limpia) de riña opositora.
La fuerza del abrazo de las pezuñas es solo comparable al fragor del
apretar contra la tierra mientras tiran con desigual fuerza del yugo que las
unce. La tierra roturada da perlas que componen los ojos de los pangas servidos
con mirada primitiva de leche. Los dientes son de circonita. El olor de la
tierra embadurnada es de secreciones de rosas arpilleras de Pierre Cardin.