jueves, 31 de octubre de 2013

Venta Melilla





  Es un establo que sirve a los caballos de hípica la Patiña en su descanso laboral. Los hay aztecas, lusitanos, criollos, unicornes alados… Todos se llevan bien y disfrutan del solaz de este pasaje de pinares en el camino hacia la laguna de la Paja.






  La arquitectónica fractal de los hoteles del Novo Santi Petri ha quedado al otro lado del Campano, vigilada por una fantasmagórica guarnición abandonada de la corporación civilicense. Junto a ella está la famosa Torre del Puerco, donde ataron a una estaca al cerdo de la Rebelión en la Granja.






  El séquito de sirvientes viste de negro y trae la paja de la laguna para que ramoneen los équidos, algunos de ellos plasmado en esqueleto paleontológico, indistinguible de un resto humano cazador o carroñero. Peones zigzagueantes sobre el tablero, entre los cuales, uno de ellos me impone un collar de aceitunas ensangrentadas y me bautiza con una Nordic Blue que espumea en mi coronilla. El panga vietnamita contaminado me lo tomo porque aplaca mi ansia de galopar.




  Dos yeguas de nombres Lena y Katia, sin duda polacas, provenientes de las afueras de Varsovia, enfurruñan sus labios frente al viajero que las imagina besarse lascivamente solo porque ejemplifican dos delegaciones labiales (la estirada y untuosa, y la suave y limpia) de riña opositora.





  La fuerza del abrazo de las pezuñas es solo comparable al fragor del apretar contra la tierra mientras tiran con desigual fuerza del yugo que las unce. La tierra roturada da perlas que componen los ojos de los pangas servidos con mirada primitiva de leche. Los dientes son de circonita. El olor de la tierra embadurnada es de secreciones de rosas arpilleras de Pierre Cardin.

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