lunes, 28 de octubre de 2013

Venta El Pino




 Hay un pino con el tronco doblado como el codo de un gramófono. La tupida copa verde es la bocina y la aguja es la columna del interior, que luce un mascarón de proa.
  El suelo gira alrededor de la aguja. El interior es un tiovivo con las paredes recubiertas, no de caballitos, sino de trasatlánticos antiguos, entre ellos el Titanic.


  La música de gramófono al principio es de Mozart, la misma con que en Nairobi Denys Finch estudia la atracción de los mandriles, curioso hecho, siendo la primera vez que descubrían el ingenio sonoro.
  El mascarón de proa mira contra la playa La Barrosa, a unos cien metros, lo que denota la potencia de la escapatoria del barco antes de encallar o quizá hasta dónde cubría el agua en el novecientos en el momento del naufragio.


  En lo que me dura un zumo de naranjas que ha generado la máquina tragaperras por la que las monedas han corrido como por unas sinusoides de montaña rusa, el cocinero Cortázar, camuflado con gorro clásico típico hongo arrugado, bajo el que fríe las palabras, cambia el disco de tiza para poner jazz que escucharon los miembros del Club de la Serpiente, acompañado de mate.


 Hasta los gorriones saben que esta venta es un gramófono encubierto y bailotean indistintamente por la platina picoteando los restos de notas negras, corcheas, semicorcheas, fusas, semifusas… desperdigadas por los suelos.


  Es extraño que no hayan aparecido mandriles. Seguramente se han entretenido en la tienda de enfrente comprando flotadores y colchonetas de playa o toallas multicolores o postales de la Torre del Puerco para cuando regresen a la sabana junto a los elefantes.

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