Hay un pino con el tronco doblado como el codo de un gramófono. La
tupida copa verde es la bocina y la aguja es la columna del interior, que luce
un mascarón de proa.
El suelo gira alrededor de la aguja. El interior es un tiovivo con las
paredes recubiertas, no de caballitos, sino de trasatlánticos antiguos, entre
ellos el Titanic.
La
música de gramófono al principio es de Mozart, la misma con que en Nairobi Denys
Finch estudia la atracción de los mandriles, curioso hecho, siendo la primera
vez que descubrían el ingenio sonoro.
El mascarón de proa mira contra la playa La Barrosa, a unos cien
metros, lo que denota la potencia de la escapatoria del barco antes de encallar
o quizá hasta dónde cubría el agua en el novecientos en el momento del naufragio.
En lo que me dura un zumo de naranjas que ha generado la máquina
tragaperras por la que las monedas han corrido como por unas sinusoides de
montaña rusa, el cocinero Cortázar, camuflado con gorro clásico típico hongo
arrugado, bajo el que fríe las palabras, cambia el disco de tiza para poner
jazz que escucharon los miembros del Club de la Serpiente, acompañado de
mate.
Hasta los gorriones saben que esta venta es un
gramófono encubierto y bailotean indistintamente por la platina picoteando los restos
de notas negras, corcheas, semicorcheas, fusas, semifusas… desperdigadas por
los suelos.
Es
extraño que no hayan aparecido mandriles. Seguramente se han entretenido en la
tienda de enfrente comprando flotadores y colchonetas de playa o toallas
multicolores o postales de la
Torre del Puerco para cuando regresen a la sabana junto a los
elefantes.
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