Uno de los mayores atractivos de
la feria no está precisamente en la feria, sino enfrente de la
feria. Todos cuantos acuden a ella pasan por delante, sin
apercibirse. O, a lo sumo, aparcan en la parcela de entrada, una vez
franqueado el arco y la puerta de barrotes, y girado a la derecha
entre los arbustos. Después de abandonar el vehículo, salen sin
apenas fijarse en la mansión que les avista desde el fondo del
pasillo empedrado y flanqueado de árboles: solemne, poderosa,
huérfana, solitaria.
La historia de esta mansión es
legendaria y antigua, pero nadie quiere conocerla. Las casetas
coloridas, los cachivaches angulosos y el techado de globos de papel
los esperan. Aquí distraen su temor; o, más bien, lo pellizcan y
manosean, bajo control, sin que les muerda. Es mejor así. En
comunidad.
Dentro de aquella mansión se
alojó Marguerite Durás, a la sombra de una botella de vino (una
sombra más), y recibió, ya mayor, la mirada del miedo, proveniente
de un visitante admirado. Habría jurado que lo amaba, aunque ya
considerara demasiado tarde molestarse en dilucidar si esto era
cierto o no. Y, por ese juego de caprichoso e indecidible
sentimiento, por ese juego de, ora extrañamiento, ora intimidad
gloriosa, vaivén disparatado, recibió aquella mirada. Ella la había
presentido; y le causó miedo. Era la mirada de todos los hombres
cuando se convierten en unos asesinos de mujeres, aunque sea por unos
segundos; la mirada de un cazador extraviado; la de un criminal en
fuga.
El blasón que lucía en lo alto
de la puerta, cuyo hueco es flagrante, ha sido birlado, para que se
desconozca la identidad del amante que, usando su maestría
arquitectónica, levantara esta mansión para recibir a su amada
todos los otoños, todas las primaveras, todos los veranos, todos los
inviernos, en definitiva, todas las veces. Como debe ser: el mejor
amante es el desconocido, el anónimo, el invisible, el que levanta
templos, mansiones, sinfonías, libros…, el que aguarda paciente la
liberación provisional de las cadenas cotidianas, las cadenas
familiares, las cadenas conyugales. Ella gozó en sus habitaciones,
bailó en sus salones, reinó en sus patios. Para luego regresar del
ensueño. No solo se autoconvenció de que no merecía la pena
permanecer allí, sino que, al tiempo, pasó de largo, sin desviar la
mirada (salvo para verificar su mole vacía, huérfana), uniéndose
al rebaño de feriantes, al temor controlado, a la cómica evasión
del ser abyecto, que, sin prisa, volvería a atraparla entre sus
cuadros.
La primera vez creyó que se los
pensaba regalar, porque así se lo había prometido, toda vez, que,
explícito, le asestó que todo su interés lo centraban sus bragas, dándole igual los cuadros. Dicho lo cual, no se demoró: entró
primero con los dedos, luego con la verga. La segunda vez desistió
de creerlo fácil, pues había reconsiderado el valor de los cuadros,
así que, no se los regalaría, le cobraría por ellos, sin
dispensarla de las sucesivas violaciones, cosa que a ella displacía
y repugnaba, si bien, bajo la catarsis de lo primerizo, que en el
futuro se cobraría su venganza. En efecto, cansada de que perpetuara
el señuelo de los cuadros, contrató a un ilusionista para que les
pegara fuego.
La mirada del amor fue inesperada;
desencadenada por fases. Del amor que no demanda como
contraprestación la posesión, la propiedad privada del cuerpo. El
sublime voluptuoso sufrimiento que daba la resignación era parte de
su sintomatología. La trilateración (técnica matemática) permitió
asegurar la justa distancia entre los referentes (como lo
consiguieron Víctor y Paula, después de su beso en la calle
Fuencarral, a espaldas de sus cónyuges), para que subsistiera la esperanza, y la mansión no
acabara desmoronándose.
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