lunes, 18 de agosto de 2014

Venta Henry


  Un simio, descendiente de César, pero más evolucionado, lee en esta venta un libro de Henry James, como no podía ser de otra manera; el titulado: En la jaula (a penique el préstamo por un día). Lo lee en un ebook. En la Venta Andrés dispensan libros de Andrés Newman; en la Venta Rosario de Rosario de Acuña; en la Venta Fiòdor… ¿dónde está la que dispensa libros de Dostoievski?; y así sucesivamente.






  No anda lúcido de concentración, y cuando le secuestran las musarañas, duda si no es él, resultado de alguien que lo imagina perentoriamente, a su vez leyendo un libro (cree que puede ser de Montaigne) en un bosque de eucaliptos, aprovechando el fresco que dan las sombras y un banco necesariamente incómodo; alguien que se ha distraído al oír una música intrínseca al bosque, a dilucidar entre: 1.- Un graznido de cuervo; 2.- El concierto para violín nº 1 de Brahms; 3.- El vuelo del moscardón interpretado por los hermanos aznares; 4.- Ritmo technotrónico pinchado en la radio local por un DJ.








  En sus genes habita la memoria inconsciente de antepasados que vivieron escenas de apacible sosiego, naturalidad e intrascendencia, que, por una rara conexión de estímulos sensoriales, ahora repercuten en su cerebro, como olas que asoman de las profundidades, indistinguibles de las reiterativas y anodinas de la superficie.
  Eso de estar vivo y tener conciencia de sí mismo es algo de lo que cabe dudar, lo cual es un ejercicio muy sabio (ya lo decía Dante, Infierno, canto XI, v.93: Tanto como saber, el dudar también es meritorio), y no es mal subterfugio o idóneo pasatiempo elucubrar sobre aquello de que se existe sencillamente porque alguien te sueña o te imagina (Yo sé que existo, porque tú me imaginas… Muerte en el olvido. Ángel González).



  A este respecto, el simio lector no parece albergar dudas, aunque le resulte entretenido recrearse en tamaño disparate y dirimir algunas ideas, si es que le sobrevienen por su propia y natural inclinación a manifestarse. Una bastante llamativa y burlona es que, de ser cierto que él estuviera siendo soñado o imaginado por aquel tipo, habría de tacharlo de sueño o imaginación ridículos. Sería como si, después de haber estado posponiendo la compra del libro El sueño de un hombre ridículo de Dostoievski, localizado en un estante de la sección de literatura clásica de El Corte Inglés, al decidirse por fin, y acudir presto a comprarlo (había creído que de aquel autor lo había leído todo, hasta sentirse ridículo por haberse jactado de ello antes de aquel hallazgo) no haberlo encontrado ya (se le habían adelantado, por tonto, de tanto que lo postergó), y, para resarcirse, había decidido pergeñar un sueño mucho más ridículo que aquel que pudiera contener el libro del hombre ridículo que lo soñó (si con el tiempo encontrara la Venta Fiòdor, a lo mejor lograba localizarlo, tomarlo a rublo el préstamo por un día y, tras su lectura, compararlo con el suyo y ver en qué medida lo había rebasado en ridiculez).
  En esas estaba aquel tipo cuando se decidió por imagina-soñar a un simio leyendo un libro en la Venta Henry. Cosa verdaderamente ridícula.





  Por fortuna, el simio está seguro de su existencia, y además, de que aquel sitio es inmejorable para practicar la lectura (cosa en la que ni el mismo César, líder de líderes, guía de guías… había llegado nunca a aprender) como ha podido comprobar observando a otros parroquianos. El que haya mesa de billar no significa que no lean entre carambola y carambola.





  Antes de entrar y acomodarse a leer ha visitado a un amigo perro que vive en la residencia canina que da a la espalda, cuyo proceso de adiestramiento evoluciona favorablemente. Por su tamaño, se asemeja más a un oso, y puede ser que su esquizofrenia paranoide la tratasen mejor si lo considerasen como tal, y no como a un perro. De momento le han enseñado a no orinar en las farolas ni en los neumáticos, así como a no olisquear el ano a sus semejantes.




  Poco más allá (dando un rodeo), avistó la Venta la Cabaña, y fue decepcionante descubrir su reconversión a barecito de copas de las montañas apeninas, donde se acoda Marcos, ya jubilado, que desbrava beodo, y cuyo mono Amedio padece halitosis.




  Lee el simio En la jaula (porque así lo dispone quien lo imagina-sueña –piensa sarcásticamente, emitiendo una risa seca y brusca momentánea), mientras en algún lugar en el espacio vacío, entre dos espejos muy próximos (del orden de nanómetros) se verifica la posibilidad de que partículas virtuales generen energía, lo cual resulta tan revolucionario como que de relaciones virtuales (en la época de Henry James el afán chatero se columbraba en el frenesí por intercambiar telegramas, en particular, acudiendo en el barrio de Mayfair a la oficina de correos de Cocker) se pueda obtener, a la larga, una energía computable y perceptible, a través de hechos fehacientes, nada virtuales.




  Quizás, también es lo que tiene trabajar en una jaula, como ya puso de manifiesto la protagonista del relato, prometida del señor Mudge, ventajas y deleites solo discernibles por quienes vocacionalmente se sienten identificados con ella, aunque sea a costa de una sensación a menudo tan dispar y equívoca como para resultar agradable aquello que se odia. La clientela desfila por delante, apenas reparando en quien despacha sus mensajes con aire ajeno y eficiente, y que, sin embargo, acaba sabiendo más de sus componendas, vicios y sediciones de lo que ellos puedan imaginar o se hubieran molestado en creer. Además, verifica la posibilidad maliciosa de sustituir algunas palabras claves en los mensajes, cosa que practicaría de ser de otra calaña. En absoluto piensa interferir en el intercambio telegráfico de su enamorado el capitán Everad con Lady Bradeen. Aquella es más hermosa, y no vive en una jaula, lógico, además, conforme a su clase social, que la persiga. La equipara a Juno. La diosa se evade buscando el cobijo de las sombras de unos arbustos, juega con él a citas y encuentros clandestinos, su propia sombra refulge más que ninguna otra (Tú contra el alba… Milagro de la luz. Ángel Gonzalez), y a él le gusta, más que ninguna otra, refugiarse en ella (Era tu sombra mi lugar... Canción. Ted Hughes).









  Al simio le cuesta pasar las hojas del ebook, y no porque la pantalla táctil sea insensible a sus dedos peludos y toscos, sino porque se ha pringado los dedos de pegamento al reparar unos trozos acorchados desprendidos del casco de la bicicleta. La gasilla de pegamento seco que los recubre intenta desprenderla embebiéndola en saliva y pellizcando con los dientes. Está ansioso por acabar la lectura, y no sabe si se agotará el tiempo de préstamo (a penique el día) antes de la devolución.