Un simio, descendiente
de César, pero más evolucionado, lee en esta venta un libro de
Henry James, como no podía ser de otra manera; el titulado: En la
jaula (a penique el préstamo por un día). Lo lee en un ebook.
En la Venta Andrés dispensan libros de Andrés Newman; en la Venta
Rosario de Rosario de Acuña; en la Venta Fiòdor… ¿dónde está
la que dispensa libros de Dostoievski?; y así sucesivamente.
No anda lúcido de
concentración, y cuando le secuestran las musarañas, duda si no es
él, resultado de alguien que lo imagina perentoriamente, a su vez
leyendo un libro (cree que puede ser de Montaigne) en un bosque de
eucaliptos, aprovechando el fresco que dan las sombras y un banco
necesariamente incómodo; alguien que se ha distraído al oír una
música intrínseca al bosque, a dilucidar entre: 1.- Un graznido de
cuervo; 2.- El concierto para violín nº 1 de Brahms; 3.- El vuelo
del moscardón interpretado por los hermanos aznares; 4.- Ritmo
technotrónico pinchado en la radio local por un DJ.
En sus genes habita la
memoria inconsciente de antepasados que vivieron escenas de apacible
sosiego, naturalidad e intrascendencia, que, por una rara conexión
de estímulos sensoriales, ahora repercuten en su cerebro, como olas
que asoman de las profundidades, indistinguibles de las reiterativas
y anodinas de la superficie.
Eso de estar vivo y
tener conciencia de sí mismo es algo de lo que cabe dudar, lo cual
es un ejercicio muy sabio (ya lo decía Dante, Infierno, canto XI,
v.93: Tanto como saber, el dudar también es meritorio), y no
es mal subterfugio o idóneo pasatiempo elucubrar sobre aquello de
que se existe sencillamente porque alguien te sueña o te imagina (Yo
sé que existo, porque tú me imaginas… Muerte en el olvido.
Ángel González).
A este respecto, el
simio lector no parece albergar dudas, aunque le resulte entretenido
recrearse en tamaño disparate y dirimir algunas ideas, si es que le
sobrevienen por su propia y natural inclinación a manifestarse. Una
bastante llamativa y burlona es que, de ser cierto que él estuviera
siendo soñado o imaginado por aquel tipo, habría de tacharlo de
sueño o imaginación ridículos. Sería como si, después de haber
estado posponiendo la compra del libro El sueño de un hombre
ridículo de Dostoievski, localizado en un estante de la sección
de literatura clásica de El Corte Inglés, al decidirse por fin, y
acudir presto a comprarlo (había creído que de aquel autor lo había
leído todo, hasta sentirse ridículo por haberse jactado de ello
antes de aquel hallazgo) no haberlo encontrado ya (se le habían
adelantado, por tonto, de tanto que lo postergó), y, para
resarcirse, había decidido pergeñar un sueño mucho más ridículo
que aquel que pudiera contener el libro del hombre ridículo que lo
soñó (si con el tiempo encontrara la Venta Fiòdor, a lo mejor
lograba localizarlo, tomarlo a rublo el préstamo por un día y, tras
su lectura, compararlo con el suyo y ver en qué medida lo había
rebasado en ridiculez).
En esas estaba aquel
tipo cuando se decidió por imagina-soñar a un simio leyendo un
libro en la Venta Henry. Cosa verdaderamente ridícula.
Por fortuna, el simio
está seguro de su existencia, y además, de que aquel sitio es
inmejorable para practicar la lectura (cosa en la que ni el mismo
César, líder de líderes, guía de guías… había llegado nunca a
aprender) como ha podido comprobar observando a otros parroquianos.
El que haya mesa de billar no significa que no lean entre carambola y
carambola.
Antes de entrar y
acomodarse a leer ha visitado a un amigo perro que vive en la
residencia canina que da a la espalda, cuyo proceso de adiestramiento
evoluciona favorablemente. Por su tamaño, se asemeja más a un oso,
y puede ser que su esquizofrenia paranoide la tratasen mejor si lo
considerasen como tal, y no como a un perro. De momento le han
enseñado a no orinar en las farolas ni en los neumáticos, así como
a no olisquear el ano a sus semejantes.
Poco más allá (dando
un rodeo), avistó la Venta la Cabaña, y fue decepcionante descubrir
su reconversión a barecito de copas de las montañas apeninas,
donde se acoda Marcos, ya jubilado, que desbrava beodo, y cuyo mono
Amedio padece halitosis.
Lee el simio En la
jaula (porque así lo dispone quien lo imagina-sueña –piensa
sarcásticamente, emitiendo una risa seca y brusca momentánea),
mientras en algún lugar en el espacio vacío, entre dos espejos muy
próximos (del orden de nanómetros) se verifica la posibilidad de
que partículas virtuales generen energía, lo cual resulta tan
revolucionario como que de relaciones virtuales (en la época de
Henry James el afán chatero se columbraba en el frenesí por
intercambiar telegramas, en particular, acudiendo en el barrio de
Mayfair a la oficina de correos de Cocker) se pueda obtener, a la
larga, una energía computable y perceptible, a través de hechos
fehacientes, nada virtuales.
Quizás, también es lo
que tiene trabajar en una jaula, como ya puso de manifiesto la
protagonista del relato, prometida del señor Mudge, ventajas y
deleites solo discernibles por quienes vocacionalmente se sienten
identificados con ella, aunque sea a costa de una sensación a menudo
tan dispar y equívoca como para resultar agradable aquello que se
odia. La clientela desfila por delante, apenas reparando en quien
despacha sus mensajes con aire ajeno y eficiente, y que, sin embargo,
acaba sabiendo más de sus componendas, vicios y sediciones de lo que
ellos puedan imaginar o se hubieran molestado en creer. Además,
verifica la posibilidad maliciosa de sustituir algunas palabras
claves en los mensajes, cosa que practicaría de ser de otra calaña.
En absoluto piensa interferir en el intercambio telegráfico de su
enamorado el capitán Everad con Lady Bradeen. Aquella es más hermosa,
y no vive en una jaula, lógico, además, conforme a su clase social,
que la persiga. La equipara a Juno. La diosa se evade buscando el
cobijo de las sombras de unos arbustos, juega con él a citas y
encuentros clandestinos, su propia sombra refulge más que ninguna
otra (Tú contra el alba… Milagro de la luz. Ángel
Gonzalez), y a él le gusta, más que ninguna otra, refugiarse en
ella (Era tu sombra mi lugar... Canción. Ted Hughes).
Al simio le cuesta
pasar las hojas del ebook, y no porque la pantalla táctil sea
insensible a sus dedos peludos y toscos, sino porque se ha pringado
los dedos de pegamento al reparar unos trozos acorchados desprendidos
del casco de la bicicleta. La gasilla de pegamento seco que los
recubre intenta desprenderla embebiéndola en saliva y pellizcando
con los dientes. Está ansioso por acabar la lectura, y no sabe si se
agotará el tiempo de préstamo (a penique el día) antes de la
devolución.