La venta está en un
cruce de barbarismos, y por eso ha succionado y atrapado a una
muchedumbre en espera de su turno de palabra. Los alrededores
aparecen despoblados. La Venta el Pedroso, mucho más egregia e
imponente, sugiere una ausencia fantasmagórica o la Casa Usher
resignada y lista para ser pasto de las llamas en cuanto anochezca; y
el puesto de sandías y otras frutas, la devastación causada por el
saqueo despavorido de unos infectados de ceguera blanca.
La realidad es la
hipótesis más convincente, pero no es la única, y, de las otras
que cabe aventurar, alguna, mediante experimentos probatorios de sus
predicciones, habrá que destaque y sea admitida por la comunidad
científica con su cuota de probabilidad. En un radio de al menos el
número e de kilómetros a la redonda se ha producido una estampida
inversa de eyaculadores-libro, para, una vez confinados aquí,
esperar su turno de palabra. No ha sido una estampida divergente,
sino convergente, como magnetizada por un perfume elaborado con
esencia de púberes asesinadas o acorralada por la acción de una
motosierra nuclear homicida.
Las puertas están
aparentemente abiertas, las ventanas accesibles al interior de
afuera, los pasillos intermitentemente francos, las carreteras
expeditas, no vislumbrándose la evidencia de aquella amenaza sino
por la presciencia respiratoria de un ángel exterminador. Si
pudieran hablar, saltándose los turnos de palabra, aún no
dispensados por el artilugio rotatorio al efecto, acordarían
esgrimir un cartel apelando a la capacidad indultora del juez Garzón
hacia las aceiteras; pero como solo pueden eyacular, es decir,
iniciar la fuga hacia la farragosa región de las disculpas, aguardan
al veredicto del sueño ridículo.
Lo mejor sería tener
una amiga confidente al estilo de la sra. Jordan (una intrusa, una
topo en la alta sociedad), quien a su vez recabaría toda la
información pertinente del mayordomo Drake (un intruso, un topo
experto en señalar con mano enguantada la vacilación de las
puertas), a la sazón, su prometido, antes de escucharlos, para así,
no ya elaborar una contrarréplica inteligente, sino un veredicto más
ajustado a su impertinencia de ser. No habría de alcanzar el grado
de amistad manifestado por su suma excelsitud y similitud de almas
entre Montaigne y Le Boëtie, sino uno más liviano y chismoso
(aunque no por ello menos práctico), como el que aquella sostuvo con
la telegrafista de Cocker.
Por descontado, el
simio lector, descendiente del gran César, consumió en el tiempo
estipulado la lectura de En la jaula, tras lo cual, regresó a
su tiempo letárgico en los estantes del departamento de bestiario de
El Corte Inglés. Ni que decir tiene que su conjetura de que el libro
El sueño de un hombre ridículo de Dostoievski hubiera sido
sustraído por una mano despiadada, inconsciente de la apetencia que
había suscitado en el indeciso lector apostado en un banco del
bosque de eucaliptos, era errada, pues, por supuesto, aquél llegó a
tiempo para su adquisición y su lectura. Tanto mejor, cuanto solo
por los alrededores de San Petesburgo era presumible la existencia de
una Venta Fiòdor, donde probar a encontrarlo prestado.
El riesgo de
intromisión en un sueño de confinamiento de los eyaculadores-libro
lo desvela ya Dostoievski en su relato, donde toda la felicidad que
emana de una sociedad de virginales no manchados por el pecado de
origen se malogra por su propio efecto contaminador. El elegido para
espiar a los ingenuos (colmados de una felicidad suscrita incluso por
Pessoa en una de sus primeros poemas: A veces, y el sueño es
triste, / en mis deseos existe / lejanamente un país / donde ser
feliz consiste / solamente en ser feliz. / Se vive como se nace, /
sin querer y sin saber…) se convertirá en profeta chismoso
omitiendo que su presencia perturbó el inmaculado devenir de los
soñados hasta trasformar aquella sociedad en una pesadilla que
corrió a buscarlo a las vigilas que lo flanqueaban para que
redactase unas nuevas escrituras que les guiasen hacia la felicidad
que habían perdido. Aunque cabe demostrar, y la argumentación y las
pruebas irracionales son consistentes y dimanantes del propio sueño,
que la degeneración posterior al entrometido no habría sido posible
sin la preexistencia de agentes sediciosos y perturbadores ya
conspirando, sí es verdad que su irrupción absorbió parte de su
benevolencia en la misma medida que gangrenó a aquella de
malevolencia. Si, por el contrario, la sociedad visitada durante el
sueño hubiera sido degenerada y maliciosa de un principio, la
equivalente absorción de un mismo porcentaje de maldad, regenerando
allí bondad, habría producido el mismo efecto al despertar, no ya
solo mesiánico, sino singularmente elusivo del uso suicida de la
pistola que había quedado sobre la mesa. Ya sabemos que el suicida
es alguien dispuesto a dar la vida por sí mismo, y si, además, lo
apabulla el efecto iluminador de un sueño ridículo, puede
convertirse en un profeta justiciero o Mesías pistolero, es decir,
en alguien dispuesto a quitar la vida por sí mismo.
Lo mas seguro es que
todos los eyaculadores-libro confinados en la venta sean una multitud
maupassanttiana al cabo de las horas, un solo cuerpo, una sola voz,
una sola obsesión. La única posibilidad de salvación será la de
quien se muestre capaz de sustraerse a la alienación de la mayoría,
al pensamiento único enardecedor, a la propensión
histérico-destructiva, al oleaje de los escupitajos de sí mismos.
Solo aquél que demuestre su conversión de eyaculador-libro en
persona-libro podrá librarse de la solución final dictada por la
motosierra nuclear acorraladora o de la acción pistolera del profeta
del sueño ridículo o del alquimista de perfumes magnetizadores.
Ya lo decía Pessoa:
Hay dos vidas, la vivida, y la pensada, no sabiéndose dilucidar cuál
es la errada y cual la certera, si no es que la verdadera habita en
medio de ellas. Si no ascendió al castillo (Vi en lo alto el
Castillo / donde soñaba llegar / mas reposé de pensar / al pie del
Monte Abiegno), prefiriendo el reposo al pie del monte Abiegno,
no fue porque su pensamiento no lo acompañara en la ascensión, al
contrario, aunque físicamente cedió al descanso, y es lo que
plasmó, mentalmente ascendió y penetró los muros cubiertos de su
pudor de yedra, a fin de gozarse en la dama, su dueña. El verdadero,
pues, promedio entre lo vivido y lo pensado, alcanzó un punto
intermedio en la ladera del monte Abiegno.
El premio para la
persona-libro que eclosione de entre los eyaculadotes-libro de la
venta Andrés no solo será su exclusión del merecido exterminio por
la motosierra nuclear, la pistola jurásica o el perfume
magnetizador, cobrando impulso para afrontar la vía de servicio
hacia las estribaciones de Medina Sidonia, y de ahí a Chiclana, sino
la exquisita comunión con el alma de la dama encastillada, a penas
columbrada por Pessoa (Cuanto fuera amor o vida / detrás de mí
lo dejé. / Cuanto fuera desearlos / no recordé, que olvidé),
mucho más firme y genuina que la formulada por Montaigne, partiendo
de su relación ejemplar con el artista Le Boëite. Porque aquél,
aunque negó la posibilidad heterosexual de la misma con un machismo
abominable, no dejó por ello de apuntarla como una hipótesis de
perfección, si, por aquel entonces inviable, hoy perfectamente
factible: Si pudiera fundamentarse y establecerse una asociación
voluntaria y libre [de amistad], de la cual no solo las almas
participaran sino también los cuerpos, en que todo nuestro ser
estuviera sumergido, la amistad sería más cabal y más viva. Pero
no hay pruebas de que el sexo débil haya dado pruebas de semejante
afección, y los antiguos filósofos declaran a la mujer incapaz de
profesarla.
Las fluctuaciones de la
historia y la sedimentación del conocimiento en lugares inaccesibles
durante un tiempo prolongado hasta tanto la tecnología, el azar o el
empeño de algunos locos no los rescate impide el reconocimiento de
sociedades donde relaciones insospechadamente adelantadas se dieron.
Lo contemporáneo recurre solo a un sesgo de lo arcaico para
respaldar una aseveración falsa. Esa negación de Montaigne hubiese
sido fácilmente rebatible de haber tenido conocimiento de la
historia de la Dama de Cádiz, cosa por otro lado imposible, puesto
que en su época aún no se había descubierto. Es un error
considerar que la diferencia de setenta entre este sarcófago femenino (470 a. C.) y el masculino barbado (400 a.C.) descubierto un siglo
antes, descarte considerar que fueran amantes. Para empezar y
terminar porque el arqueólogo que apostó por su existencia (de la
que estaba convencido, y que no quiso desvelar pese a vivir durante
20 años encima de donde yacía sepultada, haciendo como que la
buscaba en prospecciones por otros lados de la ciudad, para despistar),
se reservó el exclusivo disfrute durante muchos años de aquella
historia sin par y, todavía, para preservarla del todo, antes de
trasladarse a Tetuán, manipuló las fechas para que nunca
sospecharan de ellos ni, destapando la verdad, mancillaran su
prístina relación. Porque no nos cabe duda que fueron arquetipo de
una amistad más cabal y más viva, a tenor de que no solo de ella
participaron las almas, sino también los cuerpos.