lunes, 25 de agosto de 2014

Venta Andrés



  La venta está en un cruce de barbarismos, y por eso ha succionado y atrapado a una muchedumbre en espera de su turno de palabra. Los alrededores aparecen despoblados. La Venta el Pedroso, mucho más egregia e imponente, sugiere una ausencia fantasmagórica o la Casa Usher resignada y lista para ser pasto de las llamas en cuanto anochezca; y el puesto de sandías y otras frutas, la devastación causada por el saqueo despavorido de unos infectados de ceguera blanca.







  La realidad es la hipótesis más convincente, pero no es la única, y, de las otras que cabe aventurar, alguna, mediante experimentos probatorios de sus predicciones, habrá que destaque y sea admitida por la comunidad científica con su cuota de probabilidad. En un radio de al menos el número e de kilómetros a la redonda se ha producido una estampida inversa de eyaculadores-libro, para, una vez confinados aquí, esperar su turno de palabra. No ha sido una estampida divergente, sino convergente, como magnetizada por un perfume elaborado con esencia de púberes asesinadas o acorralada por la acción de una motosierra nuclear homicida.






  Las puertas están aparentemente abiertas, las ventanas accesibles al interior de afuera, los pasillos intermitentemente francos, las carreteras expeditas, no vislumbrándose la evidencia de aquella amenaza sino por la presciencia respiratoria de un ángel exterminador. Si pudieran hablar, saltándose los turnos de palabra, aún no dispensados por el artilugio rotatorio al efecto, acordarían esgrimir un cartel apelando a la capacidad indultora del juez Garzón hacia las aceiteras; pero como solo pueden eyacular, es decir, iniciar la fuga hacia la farragosa región de las disculpas, aguardan al veredicto del sueño ridículo.








  Lo mejor sería tener una amiga confidente al estilo de la sra. Jordan (una intrusa, una topo en la alta sociedad), quien a su vez recabaría toda la información pertinente del mayordomo Drake (un intruso, un topo experto en señalar con mano enguantada la vacilación de las puertas), a la sazón, su prometido, antes de escucharlos, para así, no ya elaborar una contrarréplica inteligente, sino un veredicto más ajustado a su impertinencia de ser. No habría de alcanzar el grado de amistad manifestado por su suma excelsitud y similitud de almas entre Montaigne y Le Boëtie, sino uno más liviano y chismoso (aunque no por ello menos práctico), como el que aquella sostuvo con la telegrafista de Cocker.
  Por descontado, el simio lector, descendiente del gran César, consumió en el tiempo estipulado la lectura de En la jaula, tras lo cual, regresó a su tiempo letárgico en los estantes del departamento de bestiario de El Corte Inglés. Ni que decir tiene que su conjetura de que el libro El sueño de un hombre ridículo de Dostoievski hubiera sido sustraído por una mano despiadada, inconsciente de la apetencia que había suscitado en el indeciso lector apostado en un banco del bosque de eucaliptos, era errada, pues, por supuesto, aquél llegó a tiempo para su adquisición y su lectura. Tanto mejor, cuanto solo por los alrededores de San Petesburgo era presumible la existencia de una Venta Fiòdor, donde probar a encontrarlo prestado.






  El riesgo de intromisión en un sueño de confinamiento de los eyaculadores-libro lo desvela ya Dostoievski en su relato, donde toda la felicidad que emana de una sociedad de virginales no manchados por el pecado de origen se malogra por su propio efecto contaminador. El elegido para espiar a los ingenuos (colmados de una felicidad suscrita incluso por Pessoa en una de sus primeros poemas: A veces, y el sueño es triste, / en mis deseos existe / lejanamente un país / donde ser feliz consiste / solamente en ser feliz. / Se vive como se nace, / sin querer y sin saber…) se convertirá en profeta chismoso omitiendo que su presencia perturbó el inmaculado devenir de los soñados hasta trasformar aquella sociedad en una pesadilla que corrió a buscarlo a las vigilas que lo flanqueaban para que redactase unas nuevas escrituras que les guiasen hacia la felicidad que habían perdido. Aunque cabe demostrar, y la argumentación y las pruebas irracionales son consistentes y dimanantes del propio sueño, que la degeneración posterior al entrometido no habría sido posible sin la preexistencia de agentes sediciosos y perturbadores ya conspirando, sí es verdad que su irrupción absorbió parte de su benevolencia en la misma medida que gangrenó a aquella de malevolencia. Si, por el contrario, la sociedad visitada durante el sueño hubiera sido degenerada y maliciosa de un principio, la equivalente absorción de un mismo porcentaje de maldad, regenerando allí bondad, habría producido el mismo efecto al despertar, no ya solo mesiánico, sino singularmente elusivo del uso suicida de la pistola que había quedado sobre la mesa. Ya sabemos que el suicida es alguien dispuesto a dar la vida por sí mismo, y si, además, lo apabulla el efecto iluminador de un sueño ridículo, puede convertirse en un profeta justiciero o Mesías pistolero, es decir, en alguien dispuesto a quitar la vida por sí mismo.



  Lo mas seguro es que todos los eyaculadores-libro confinados en la venta sean una multitud maupassanttiana al cabo de las horas, un solo cuerpo, una sola voz, una sola obsesión. La única posibilidad de salvación será la de quien se muestre capaz de sustraerse a la alienación de la mayoría, al pensamiento único enardecedor, a la propensión histérico-destructiva, al oleaje de los escupitajos de sí mismos. Solo aquél que demuestre su conversión de eyaculador-libro en persona-libro podrá librarse de la solución final dictada por la motosierra nuclear acorraladora o de la acción pistolera del profeta del sueño ridículo o del alquimista de perfumes magnetizadores.







  Ya lo decía Pessoa: Hay dos vidas, la vivida, y la pensada, no sabiéndose dilucidar cuál es la errada y cual la certera, si no es que la verdadera habita en medio de ellas. Si no ascendió al castillo (Vi en lo alto el Castillo / donde soñaba llegar / mas reposé de pensar / al pie del Monte Abiegno), prefiriendo el reposo al pie del monte Abiegno, no fue porque su pensamiento no lo acompañara en la ascensión, al contrario, aunque físicamente cedió al descanso, y es lo que plasmó, mentalmente ascendió y penetró los muros cubiertos de su pudor de yedra, a fin de gozarse en la dama, su dueña. El verdadero, pues, promedio entre lo vivido y lo pensado, alcanzó un punto intermedio en la ladera del monte Abiegno.






  El premio para la persona-libro que eclosione de entre los eyaculadotes-libro de la venta Andrés no solo será su exclusión del merecido exterminio por la motosierra nuclear, la pistola jurásica o el perfume magnetizador, cobrando impulso para afrontar la vía de servicio hacia las estribaciones de Medina Sidonia, y de ahí a Chiclana, sino la exquisita comunión con el alma de la dama encastillada, a penas columbrada por Pessoa (Cuanto fuera amor o vida / detrás de mí lo dejé. / Cuanto fuera desearlos / no recordé, que olvidé), mucho más firme y genuina que la formulada por Montaigne, partiendo de su relación ejemplar con el artista Le Boëite. Porque aquél, aunque negó la posibilidad heterosexual de la misma con un machismo abominable, no dejó por ello de apuntarla como una hipótesis de perfección, si, por aquel entonces inviable, hoy perfectamente factible: Si pudiera fundamentarse y establecerse una asociación voluntaria y libre [de amistad], de la cual no solo las almas participaran sino también los cuerpos, en que todo nuestro ser estuviera sumergido, la amistad sería más cabal y más viva. Pero no hay pruebas de que el sexo débil haya dado pruebas de semejante afección, y los antiguos filósofos declaran a la mujer incapaz de profesarla.





  Las fluctuaciones de la historia y la sedimentación del conocimiento en lugares inaccesibles durante un tiempo prolongado hasta tanto la tecnología, el azar o el empeño de algunos locos no los rescate impide el reconocimiento de sociedades donde relaciones insospechadamente adelantadas se dieron. Lo contemporáneo recurre solo a un sesgo de lo arcaico para respaldar una aseveración falsa. Esa negación de Montaigne hubiese sido fácilmente rebatible de haber tenido conocimiento de la historia de la Dama de Cádiz, cosa por otro lado imposible, puesto que en su época aún no se había descubierto. Es un error considerar que la diferencia de setenta entre este sarcófago femenino (470 a. C.) y el masculino barbado (400 a.C.) descubierto un siglo antes, descarte considerar que fueran amantes. Para empezar y terminar porque el arqueólogo que apostó por su existencia (de la que estaba convencido, y que no quiso desvelar pese a vivir durante 20 años encima de donde yacía sepultada, haciendo como que la buscaba en prospecciones por otros lados de la ciudad, para despistar), se reservó el exclusivo disfrute durante muchos años de aquella historia sin par y, todavía, para preservarla del todo, antes de trasladarse a Tetuán, manipuló las fechas para que nunca sospecharan de ellos ni, destapando la verdad, mancillaran su prístina relación. Porque no nos cabe duda que fueron arquetipo de una amistad más cabal y más viva, a tenor de que no solo de ella participaron las almas, sino también los cuerpos.