Los curanderos de los
gallos de pelea reponen fuerzas en esta venta. Los he visto
enfundados en sus monos verdes, en grupos reducidos o solitarios. El
hospital dispone de su propia zona de avituallamiento, de su propia
extensión cuadriculada para acogerlos y alimentarlos, si bien, allí
han de coexistir con los familiares de los gallos heridos, y pueden
exponerse a un ataque repentino porque alguno fenezca sin solución y
les culpen. También el recorrido ha de servirles para despejarse,
solo hay que salvar las galleras rodantes, aparcadas en sus
receptáculos, y sortear la valla que delimita el camino oficial. El
pulmón de los pinares los airea, los purifica, ahuyenta la
obstinación de la atmósfera hospitalaria, quirofanosa.
La ventera se mueve
grácilmente a pesar del traje de yoga-tai-chi-flamenco. Roza los
flancos del pasillo de la barra, emerge garbosa a atender o bien a
retirar los duros de la máquina tragaperras y del tabaco y otros
menesteres. Mueve la falda; según Andrés Newman: la expectativa del
viento; tampoco desentonaría: la expectativa de las miradas
masculinas (curanderos, reponedores, caminantes, bicicleros…). Las
miradas fluyen sesgadamente, crean remolinos y turbulencias que, en
algún caso, la levantan. Ella se masturba (Mientras los autobuses
aquietan la ciudad. José Agustín Goytisolo). De ninguna manera delante
de ellos, ni para ellos, aunque lo insinúe y parodie. En privado, y
para sí sola; para reivindicarse ante todas las ausencias que
participan de su orgía. La he descubierto al seguirla por el pasillo
que da a un patio semidescubierto y a un almacén sin luz, en
penumbra, con muchos cachivaches vetustos. La seguí porque quería
pagarle el café y tardaba en aparecer. Me abochorné al
sorprenderla, y más al revolverse ásperamente contra mí:
-¿Y You hacia dónde
vas? –me gritó con acento anglosajón.
Tardé en sobreponerme.
Había una luz oculta a su espalda, de la pantalla de un ordenador,
con una imagen como de tornado negro y granuloso danzando lenta y
sinuosamente. La imagen proyectada por un escáner del departamento
de radiodiagnóstico. Revelaba un quiste en el epidídimo y un
varicocele en el escroto.
-¿Qué importa hacia
dónde voy? –proferí-. Voy; con eso es suficiente.
Mi huida no solo se
debe a evitarme líos y disputas sino a la acusación de robo que no
me esfuerzo en defender apelando a los argumentos de Hermmann por los
cuales más bien se congratula de cualquier usurpación literaria,
evitando, eso sí, las frases más comprometedoras. No estoy seguro
de que yo siquiera respete esto último.
Me alejo también
convencido de que allí donde convalecen gallos no caben cuervos. Es
curioso que la estética de mi existencia avale una senda inmoral,
aunque no por ello deje de sufrir conflictos interiores que, en
teoría, debían desvirtuarla. Convalezco y persisto. Vuelvo a
aquello de que la obra maestra no se logra sin el concurso de los
dioses, y por tanto, la acertada sumisión a sus sutiles directrices
y mensajes. Pero qué difícil es que se pongan de acuerdo. Si yo
alcanzara el bosque de Königsberg: ¿qué acto me sugeriría?
Mi pedaleo no me
alcanza hasta aquella ciudad alemana (hoy renombrada Kaliningrado), y
desconozco si existirá todavía aquel bosque. Es verdad que podría
comprar un billete en el bipolar orient express para ahorrarme horas
de viaje, es verano y la vía no quedará obstruida por la nieve; y
podría recrearme en el paisaje de los Cárpatos, y almorzar en el
vagón restaurante pezuñas de cerdo en compañía de una bonita
india chiricagua; hasta pudiera amanecer tieso de doce puñaladas un
mafioso norteamericano y disfrutar así de más entretenimiento. Pero
prefiero enfilar a mi ritmo por la senda de las cañadas, esa que
carteles desvencijados anuncian que conduce hasta Arcos de la
Frontera. Recuerdo que al final había un bosque; y que no alcanzaba
dicho pueblo.
Estoy seguro de que la
mejor forma de convalecer y curarse siendo cuervo es escribir un
libro de poemas como el de Ted Hughes (Cuervo, solitario, creó a los dioses para sus juegos). Para empezar, desmitifica el
carácter agorero y funesto del ave. Por fin eleva su valor, pues,
como en los cuentos, no es el caballo vigoroso y soberbio el que
ayuda a la princesa en sus contratiempos, sino el taciturno y
macilento, más desapercibido en los establos. Es inteligente,
astuto, sacrificado. La envergadura de sus alas guarda la perfecta
proporción para mostrarse ágil y adentrarse en las arquitecturas de
los humanos, y su color mimetiza con las sombras, adonde aborda las
misiones más arriesgadas. La luz del día lo ciega, lo pone en
evidencia, y a él le gusta el camuflaje, para, una vez estudiada la
mejor estrategia, salir a confrontar al enemigo, con denuedo y sin
cuidado de su vida. Los virajes son diestros, la improvisación
efectiva, la retirada y reubicación en la rama oteadora fabulosas.
Si Ignatius Reilly fuera menos obeso y glotón le vendría a la
medida este papel. No habría precisado la intemperancia
cataclísmica de la madre para irrumpir en el mundo; le hubiera
bastado con acometer hábiles incursiones.
Pedaleo mientras
pondero este método de curación, el cual depende de un grado de
inspiración que no puede inducirse, por más que los acontecimientos
hayan dañado mis alas. Maléfica se ha quedado a jugar con Aurora en
las ciénagas, y luego piensa partir hacia el castillo, pues quiere
supervisar que en unos años la coronen reina. Si me sonriera la
fortuna encontraría por estos parajes la granja de Karen Blixen, pues después
de abandonar la que organizó en África, no regresó directamente a
su país, a Dinamarca, sino que hizo escala aquí. Me instalaría en
ella gustosamente. Paso unas pocas, que no me revelan sus señas de
identidad. La muerte de Denys Finch-Hatton nos ha afectado a todos, aunque más
consternado me siento, y aún perduran los terribles efectos, de la
representación de Leonarido di Caprio en El Gran Gatsby; igual nunca
me repongo.
El paisaje, a ráfagas,
da muestras de una acometida estelar que ha debido desecarle. A pesar
del pálido cielo celeste, acorazado tras unas pasajeras nubes de
descarga, logro atisbar, con mi visión ultravioleta de cuervo, la
NGC 2359, en la nebulosa del Casco de Thor, donde, en efecto, la
estrella de Wolf-Rayet está en plena efervescencia y sus oleadas de
viento solar son las que, sin duda, han diezmado parte de estos
campos. No hallo otra explicación para las esquilmadas plantaciones
de girasoles, de maíz, etc., y, sobre todo, para la visión más
horrible de todas: la Laguna del Taraje. Está más seca que el
chomino de Margaret Thacher.
Paso de largo la finca
la Carrascosa, otra granja que he de descartar. Puede que me haya
equivocado de pista. Karen Blixen usó un gorro para acompañar en la avioneta a Denys Finch-Hatton, muy similar al que acostumbra a ponerse Ignatius
Reilly. Quizás haya restos de cuero cabelludo y se pueda realizar
una prueba de ADN para identificar a su verdadero dueño, en cuyo
caso, donde hizo escala sería en Nueva Orleans. También puede ser
que no hiciera escala en ninguna parte antes de regresar a Dinamarca,
y, por tanto, no montara ninguna otra granja. Sería extraño. Sería
decepcionante. ¿Es que no es este paisaje igual de propicio para una
tal historia de amor? Denys Finch-Hatton podría dedicarse a matar gallos de
pelea con tirachinas.
A lo lejos, al final de
una concatenación de pendientes de suelo irregular y pedregoso,
adivino el bosque que iba buscando; el que zanja el camino; el que
aborta la continuación hacia Arcos de la Frontera. El traqueteo de
mi bicicleta es acusado, frenético. Ya llevo recambiadas unas
cuantas piezas, gastados unos cuantos billetes en la sugestión del
mecánico calvo de la avenida del ex rey Juan Carlos I, que siempre
me convence de la pieza de más, fuera de presupuesto, defectuosa,
que ha debido reponer. Aquí, en estas pendientes, las pongo a
prueba. Espero que estén bien engrasadas de la coba que me dio.
Por fin el bosque.
Bosque de finos eucaliptos, muy agrupados. Respiro silencio, quietud
y brisa. Indudablemente dista de ser el bosque de Königsber. En
absoluto puede sugerir la idea de un asesinato, por más que toparse
con un doble altere el equilibrio de nuestra identidad y acabemos
sintiendo el deseo de perpetrar un hecho abominable.
Presto atención. Pasan
los minutos; entonces, la oigo. Está ahí, en medio, invisible,
trasparente, etérea. Es ella. No cabe duda. Los cientos de árboles
contienen el aliento sobre su cabeza. No dejan huellas sus pies.
(Bosque. Angel González). La llamo. La llamo suavemente. Y mi
voz es el piar, no del cuervo, sino del pájaro que extiende su
silbido largo hasta los confines del paisaje. Ella cruza el aire,
estremece los colores del mundo, traspasa las últimas fronteras de
la tarde.