martes, 5 de agosto de 2014

Venta Casa Pepa



  Los curanderos de los gallos de pelea reponen fuerzas en esta venta. Los he visto enfundados en sus monos verdes, en grupos reducidos o solitarios. El hospital dispone de su propia zona de avituallamiento, de su propia extensión cuadriculada para acogerlos y alimentarlos, si bien, allí han de coexistir con los familiares de los gallos heridos, y pueden exponerse a un ataque repentino porque alguno fenezca sin solución y les culpen. También el recorrido ha de servirles para despejarse, solo hay que salvar las galleras rodantes, aparcadas en sus receptáculos, y sortear la valla que delimita el camino oficial. El pulmón de los pinares los airea, los purifica, ahuyenta la obstinación de la atmósfera hospitalaria, quirofanosa.

  










  La ventera se mueve grácilmente a pesar del traje de yoga-tai-chi-flamenco. Roza los flancos del pasillo de la barra, emerge garbosa a atender o bien a retirar los duros de la máquina tragaperras y del tabaco y otros menesteres. Mueve la falda; según Andrés Newman: la expectativa del viento; tampoco desentonaría: la expectativa de las miradas masculinas (curanderos, reponedores, caminantes, bicicleros…). Las miradas fluyen sesgadamente, crean remolinos y turbulencias que, en algún caso, la levantan. Ella se masturba (Mientras los autobuses aquietan la ciudad. José Agustín Goytisolo). De ninguna manera delante de ellos, ni para ellos, aunque lo insinúe y parodie. En privado, y para sí sola; para reivindicarse ante todas las ausencias que participan de su orgía. La he descubierto al seguirla por el pasillo que da a un patio semidescubierto y a un almacén sin luz, en penumbra, con muchos cachivaches vetustos. La seguí porque quería pagarle el café y tardaba en aparecer. Me abochorné al sorprenderla, y más al revolverse ásperamente contra mí:
  -¿Y You hacia dónde vas? –me gritó con acento anglosajón.
  Tardé en sobreponerme. Había una luz oculta a su espalda, de la pantalla de un ordenador, con una imagen como de tornado negro y granuloso danzando lenta y sinuosamente. La imagen proyectada por un escáner del departamento de radiodiagnóstico. Revelaba un quiste en el epidídimo y un varicocele en el escroto.
  -¿Qué importa hacia dónde voy? –proferí-. Voy; con eso es suficiente.





























  Mi huida no solo se debe a evitarme líos y disputas sino a la acusación de robo que no me esfuerzo en defender apelando a los argumentos de Hermmann por los cuales más bien se congratula de cualquier usurpación literaria, evitando, eso sí, las frases más comprometedoras. No estoy seguro de que yo siquiera respete esto último.
  Me alejo también convencido de que allí donde convalecen gallos no caben cuervos. Es curioso que la estética de mi existencia avale una senda inmoral, aunque no por ello deje de sufrir conflictos interiores que, en teoría, debían desvirtuarla. Convalezco y persisto. Vuelvo a aquello de que la obra maestra no se logra sin el concurso de los dioses, y por tanto, la acertada sumisión a sus sutiles directrices y mensajes. Pero qué difícil es que se pongan de acuerdo. Si yo alcanzara el bosque de Königsberg: ¿qué acto me sugeriría?






  Mi pedaleo no me alcanza hasta aquella ciudad alemana (hoy renombrada Kaliningrado), y desconozco si existirá todavía aquel bosque. Es verdad que podría comprar un billete en el bipolar orient express para ahorrarme horas de viaje, es verano y la vía no quedará obstruida por la nieve; y podría recrearme en el paisaje de los Cárpatos, y almorzar en el vagón restaurante pezuñas de cerdo en compañía de una bonita india chiricagua; hasta pudiera amanecer tieso de doce puñaladas un mafioso norteamericano y disfrutar así de más entretenimiento. Pero prefiero enfilar a mi ritmo por la senda de las cañadas, esa que carteles desvencijados anuncian que conduce hasta Arcos de la Frontera. Recuerdo que al final había un bosque; y que no alcanzaba dicho pueblo.










  Estoy seguro de que la mejor forma de convalecer y curarse siendo cuervo es escribir un libro de poemas como el de Ted Hughes (Cuervo, solitario, creó a los dioses para sus juegos). Para empezar, desmitifica el carácter agorero y funesto del ave. Por fin eleva su valor, pues, como en los cuentos, no es el caballo vigoroso y soberbio el que ayuda a la princesa en sus contratiempos, sino el taciturno y macilento, más desapercibido en los establos. Es inteligente, astuto, sacrificado. La envergadura de sus alas guarda la perfecta proporción para mostrarse ágil y adentrarse en las arquitecturas de los humanos, y su color mimetiza con las sombras, adonde aborda las misiones más arriesgadas. La luz del día lo ciega, lo pone en evidencia, y a él le gusta el camuflaje, para, una vez estudiada la mejor estrategia, salir a confrontar al enemigo, con denuedo y sin cuidado de su vida. Los virajes son diestros, la improvisación efectiva, la retirada y reubicación en la rama oteadora fabulosas. Si Ignatius Reilly fuera menos obeso y glotón le vendría a la medida este papel. No habría precisado la intemperancia cataclísmica de la madre para irrumpir en el mundo; le hubiera bastado con acometer hábiles incursiones.






  Pedaleo mientras pondero este método de curación, el cual depende de un grado de inspiración que no puede inducirse, por más que los acontecimientos hayan dañado mis alas. Maléfica se ha quedado a jugar con Aurora en las ciénagas, y luego piensa partir hacia el castillo, pues quiere supervisar que en unos años la coronen reina. Si me sonriera la fortuna encontraría por estos parajes la granja de Karen Blixen, pues después de abandonar la que organizó en África, no regresó directamente a su país, a Dinamarca, sino que hizo escala aquí. Me instalaría en ella gustosamente. Paso unas pocas, que no me revelan sus señas de identidad. La muerte de Denys Finch-Hatton nos ha afectado a todos, aunque más consternado me siento, y aún perduran los terribles efectos, de la representación de Leonarido di Caprio en El Gran Gatsby; igual nunca me repongo.














  El paisaje, a ráfagas, da muestras de una acometida estelar que ha debido desecarle. A pesar del pálido cielo celeste, acorazado tras unas pasajeras nubes de descarga, logro atisbar, con mi visión ultravioleta de cuervo, la NGC 2359, en la nebulosa del Casco de Thor, donde, en efecto, la estrella de Wolf-Rayet está en plena efervescencia y sus oleadas de viento solar son las que, sin duda, han diezmado parte de estos campos. No hallo otra explicación para las esquilmadas plantaciones de girasoles, de maíz, etc., y, sobre todo, para la visión más horrible de todas: la Laguna del Taraje. Está más seca que el chomino de Margaret Thacher.













  Paso de largo la finca la Carrascosa, otra granja que he de descartar. Puede que me haya equivocado de pista. Karen Blixen usó un gorro para acompañar en la avioneta a Denys Finch-Hatton, muy similar al que acostumbra a ponerse Ignatius Reilly. Quizás haya restos de cuero cabelludo y se pueda realizar una prueba de ADN para identificar a su verdadero dueño, en cuyo caso, donde hizo escala sería en Nueva Orleans. También puede ser que no hiciera escala en ninguna parte antes de regresar a Dinamarca, y, por tanto, no montara ninguna otra granja. Sería extraño. Sería decepcionante. ¿Es que no es este paisaje igual de propicio para una tal historia de amor? Denys Finch-Hatton podría dedicarse a matar gallos de pelea con tirachinas.




  A lo lejos, al final de una concatenación de pendientes de suelo irregular y pedregoso, adivino el bosque que iba buscando; el que zanja el camino; el que aborta la continuación hacia Arcos de la Frontera. El traqueteo de mi bicicleta es acusado, frenético. Ya llevo recambiadas unas cuantas piezas, gastados unos cuantos billetes en la sugestión del mecánico calvo de la avenida del ex rey Juan Carlos I, que siempre me convence de la pieza de más, fuera de presupuesto, defectuosa, que ha debido reponer. Aquí, en estas pendientes, las pongo a prueba. Espero que estén bien engrasadas de la coba que me dio.











  Por fin el bosque. Bosque de finos eucaliptos, muy agrupados. Respiro silencio, quietud y brisa. Indudablemente dista de ser el bosque de Königsber. En absoluto puede sugerir la idea de un asesinato, por más que toparse con un doble altere el equilibrio de nuestra identidad y acabemos sintiendo el deseo de perpetrar un hecho abominable.
  Presto atención. Pasan los minutos; entonces, la oigo. Está ahí, en medio, invisible, trasparente, etérea. Es ella. No cabe duda. Los cientos de árboles contienen el aliento sobre su cabeza. No dejan huellas sus pies. (Bosque. Angel González). La llamo. La llamo suavemente. Y mi voz es el piar, no del cuervo, sino del pájaro que extiende su silbido largo hasta los confines del paisaje. Ella cruza el aire, estremece los colores del mundo, traspasa las últimas fronteras de la tarde.