jueves, 19 de diciembre de 2013

Venta El Algarrobo





  No porque exponga un trabuco significa locura, salvo porque: 1) Lo donara Álvaro de Luna al ingresar en un frenopático napoleónico; 2) Dispare las 38 balas de antihidrógeno robadas en el LHC; 3) Sea el telescopio con el que Joseph Jerome Lalande comprobó que no había Dios en el firmamento y, sin embargo, hiciera belenes de pega porque lo dijo Zambrano contra la desacralización de Occidente y para que los niños no se convirtieran en asesinos asalariados en la República Democrática de Matobo.

 

 

  Me lo descuelgan, por favor, para untarme la rebanada de pan de campo con: 1) Zurrapa blanca de Paterna de la Rivera; 2) Zurrapa de hígado de Olvera; 3) Manteca colorá de cerdo de Medina Sidonia.
  ¿Estaría muy cuerdo mr. Ramsay al querer navegar hacia el Faro, para cumplir, después de diez años, el deseo de su hijo James, que le odia, habiendo muerto su señora?
  Quiero llegar al Portal, presumible subsede de Drusia, donde la principal academia de dibujo de portales espacio-tiempo. Estoy en el kilómetro cuatro de la CA-3113, reponiéndome con el susodicho unte trabuquero de zurrapa. Hasta aquí he visto: 1) Una bici congelada por las pistolas de pega de los juegos de Ender; 2) Paja apilada para alimentar a Máximus, antes de hacerse amigo de Flynn; 3) La tapadera de una escuela de arqueras (Asociación de Vecinos Carrahola) de donde salieron con matrícula de honor la elfa Tauriel y el tributo femenino del distrito 12 Katniss Everdeen.







  Hay un río de cañas sobre el acueducto que llega hasta la Dehesa de las Yeguas que sirve para extraer las flechas de las arqueras.





  Probablemente aquí, en la Venta, los Orcos acodados en la barra se amansarían si entrara Rapunzel y les arrancara a cada uno su sueño con una canción. No hallo ningún indicio de sartén propicia no solo para freír melva sino para golpear la cocorota de los indeseables.
  Ya he comido como una mariposa de cola larga y diseminado polvillo de las alas sobre la barra. Pido pasar la bayeta. La rebanada estaba crujiente como la escama de Smoug.
  Bajo la parra está la bicicleta en la que cabalgo. No le compro mandarinas al del puesto interino porque seguro que saben a membrillo.


  Pedaleo más allá de los algodones de la cuneta, descargados por una botica de puertas de cristal corredera en la esquina Feduchy con los pinos de la Dehesa de las Yeguas, caducados y, por tanto, inservibles para taponar los oídos contra los ladridos del perro del vecino del bajo, el caracortada que riñe con la pareja gitana de madrugada y rompe objetos y muebles. Debía probar la técnica del zurdo Marvin Hagler.



  Hoy celebro la locura con Leopoldo María Panero porque no estoy contento conmigo mismo y he vuelto a faltar a las normas del colegio y a besarle el culo a un gato. En la granja Kariba habita entre los cocodrilos del Nilo el mimético camaleón Pascal que ya se hartó de esconderse detrás de las cortinas en la torre de Gothel y se ha retirado aquí para meditar ermitañamente a lo lobo estepario de Hermann Hesse.
  Paso un criadero de microorganismos bacterianos para intoxicar los alimentos entre gemidos y sustos de silencio. Hay una bandera de España ondeando en un fuerte comanche.
  Ahora ya sé que la desviación a la Dehesa de los Bolaños también conduce al cortijo de Frías. Los Domeq tenían allí una placita para torear ángulos, rizos y espuma de olas.
  


  Antes de un cruce hay un establo donde se rehabilitan los caballos adictos a la digoxina. Desde el cruce siempre me ha inquietado la peña las quinientas. ¿Quinientas qué? Las colas de caballo se las peinó Ison antes de salir al Universo.



  No siempre habito lejos del rumor sórdido de la vida, donde se da una vuelta de tuerca más al dolor, por si fuera poco. No siempre logro emborracharme de silencio.
  Ya poco queda para el Portal, y pedaleo, y pedaleo virtuosamente acompasando mi jadeo al chirriar que no espanta las garzas picoteando detrás del tractor los gusanos hediondos de la tierra.




  El Portal es puerta de embarque espacio-tiempo si lo encuentro pintado en algún mural de niebla. Es curioso el retozo cigüeñal sobre la harinera: aves-ocupas que se libran de pagar el IBI de los nidos. Hay una venta de engaño. En el frontal descubro el dibujo y lo traspaso.






  Desde el anfiteatro del Falla recojo perplejo con una red cazamariposas las notas del violín rasgado con el trabuco de la venta por el virtuoso Enrico Onofri, al frente de la orquesta barroca de Sevilla. El Yuyu de segundo violín, Alexandra Pizarnik al violonchelo, baby Jane a la Tiorba y Marjane Satrapi al clave. Enrico lleva pañuelo-bufanda al cuello para el sudor del apoya barbillas, confeccionado con cabello cortado de Rapunzel, que para algo ha servido, no solo para curar las heridas de Flynn Rider. Brinca como un poseso al atacar la Follia 1700 de Arcanuelo Corelli y la Follia en Re m. Rv 63, 1703 de Antonio Vivaldi. Qué bonito es tener sed de penumbra cigüeñal enharinada. La próxima vez haré una muesca en cada una de las balas de antihidrógeno antes de disparar. La sombra del ciprés es alargada. Y yo soy diminuto como un hobbit.


lunes, 9 de diciembre de 2013

Venta El Caminero


 
  Señorea el Camino Viejo de Paterna. Quien fuera caminante o caminero entre pastos guiando ganado prehistórico alzó aquí esta Venta. En lontananza, sobre el camino nuevo de asfalto, hay un fósil de tentáculo de pulpo gigante del mesozoico, muerto a la par de los dinosaurios, lo que apoya la teoría de un cataclismo general en detrimento de una extinción particular: también los fabulosos monstruos marinos perecieron. Gilliat hubiera tenido difícil vencer a un pulpo de tales dimensiones, por mucho que le animara su amor por Deruchette.









  En el interior dos cuernos de desigual tamaño y con vello en la base figuran como trofeo de un rinoceronte lanudo abatido a lanzazos y hachazos por una sección de élite de neandertales. El reloj de tapadera de fino tío Pepe marca las sesenta y cinco millones de años antes de las torres gemelas.

  Un austrolopitecus niega el pago de diez céntimos adicionales a la cafeína licuada porque no toma el azucarillo. Yo no debería negar el pago de un extra por el mantel ajedrezado verdiblanco que ensucio del comedor despoblado, vigilado por las cámaras de seguridad de los niños de Murillo. En el corral-laboratorio de brontosaurios de pluma negra Maxwell dilucida si Cavendish, el aspergeriano, se adelantó a la ley de Coulomb, la de Ohmn y la de Faraday, revisando sus manuscritos. La tostada de huella de argentinosaurio tenía espinas y cartílagos de las crías ahogadas en una pisada de huida. Pago y devuelvo la demasía, pese a que me podía haber callado y dejado en la ruina al heildelbergensis.








  Por el Camino Viejo de Paterna hay tubos de vegetación sin música de Beyonce ni de Kapsberger: carrizos, palmitos, lentiscos, zarzaparrillas… pasillos de gusano intergaláctico revestidos de piel de escama de lagartija que estruja y desemboca en varios cruces, el primero de los cuales, con el Cordel Segundo de Servidumbre, muestra una indicación hacia el convite de cumpleaños de quien, por el tono desgastado del papel, ya ha debido despachar su seguro de decesos. Los tubos de vegetación se van encadenando con los pasillos de gusano y sobre ellos, coronándolos como peinetas atmosféricas, asoman los aerogeneradores que bracean para propulsar los vientos.









 Los tubos vegetales se disipan, no de momento, sino, paulatinamente, apareciendo claros a intervalos regulares, desde donde se puede contemplar la compañía aerogenerotrasportada en la extensión de los campos, replicada durante la berrea y clonada en los laboratorios de Japón. Los vientos siguen la dirección de su girar, por eso se denominan aero (aire) generadores (generadores de aire). Hay uno, puntualmente, malogrado por una excesiva avidez de funcionamiento, en reparación por los operarios habilis, que han trepado por las escaleras de caracol.

  









 Cuando el vértigo de los tubos vegetales desaparece definitivamente después de unas curvas entre cañaverales y el paso por una cúpula gótica de pinos con suelo alfombrado de agujas desecas, se clarea la vista y las cuestas descienden y se empinan en delirio de montaña rusa. Hay biciraptores de pieles membranosas negras que me adelantan, a pesar de diseminar mis canas-señuelo en la arena entre las piedras. En los flancos aparecen matas secas: espinas de la tierra, pelusa algodonosa de una barba terráquea negriblanca y juncos florecidos antes de la irrupción de una laguna. La laguna del Taraje.














  Bello paisaje que hubiera apetecido a mister Paunceforte para imprimirle su estilo de tonos pálidos y elegantes, atrayendo luego a una remesa de pintores, entre ellos a Lily Briscoe. No hay faro ni rocas, quizás algún cocodrilo prehistórico acechando de aperitivo la malvasía o la focha, mientras el aguilucho lagunero bebe del antiguo vertido fecal antes de la regulación del régimen hidrológico.

  Las lomas se encrespan y el piso se empiedra dificultando el rodaje de cernícalo espacial del caballo pazguato cafeteril que detesta escuchar conversaciones histriónicas de sexo según el que se las sabe tanto. El rancho la Carrascosa deriva en una garganta de piedra en las que el grito de Munch resuena y se extiende por cavernas subterráneas.











  Paterna inexiste porque al final del camino de calamidades herbáceas asoma un bosque nutrido de eucaliptos atravesado por un pasillo de tablas. Los biciraptores vigilan al extremo de esta proa de canoa amazónica abriéndose paso sobre la hierba y malezas de un bosque de secuoyas en Carolina del Norte. Me envalentono y me confirman que no hay más vereda, que el Camino Viejo de Paterna no llega a Paterna, sino aquí; y que, de todas formas, ellos velan porque nadie intente lanzarse al mar de pelusa espumada.









  Regresando resignado escucho tiros. Los biciraptores me pasan y huyen rápido. Son batidas de la peña cazadoril de cromañones, una bala de lasca alcanza mi desviador-talón de Aquiles y me descompone el mecanismo de los piñones. Me quedo sin vehículo. Debo practicar el remar de piernas y llenarme de paciencia de milenios hasta el reencuentro con la venta si no me pasan glaciaciones o soles de ascenso vertiginoso y deshidratante. Casi estoy por acurrucarme bajo un árbol de oro sobre el que inscribir a cuchillo en la corteza un corazón antes de dejarme ir muriendo pensando en la reina de los insectores. Afortunadamente, al cabo de unos cientos de piedras y espinos y de esquivar los ladridos del pavo navideño de la Carrascosa, me asisten unos aliados que sacan herramientas óseas y me reparan la cadena. Debo haber echo fracasar el juego virtual de un Ender torpe y estratega medio. La Venta el Caminero reaparece al final de los tubos vegetales con un reflejo de sol más brillante. La dicha me embarga de dientes afilados que repongo en las mascotas prehistóricas.










  Vuelvo por fin a Varsovia con Witold, sin más, sin la perplejidad de haber visto una secuencia de ahorcamientos entre las masas vegetales (gorrión, palito, gato, Ludwich) ni tampoco haber visto morrearse las bocas de Lena y Katasia. Con la desilusionante percepción de que los caminos señalados hacia los sitios están interrumpidos por vallas electrocutoras que delimitan los cotos privados de caza de biciraptores.