miércoles, 25 de noviembre de 2015

Venta la Garza


  Rodeo la venta con todos mis imaginarios, cubro todas las posibles salidas (ventanas, desagües, canales de televisión...), obstruyo la entrada con mi bicicleta. En mi apoyo, además, vienen agentes de la naturaleza: la lluvia, que, insistente, impide cualquier fuga.





  La mariposa malva había viajado de Central Park al Pinar de los Franceses, pasando por Tokio. Muy feliz la había encontrado JRJ, porque muy feliz parece todo, al aquejado de enamoramiento. Le había interpretado melindres románticos, cabriolas dichosas, destellos púrpuras. Volaba y revolaba incansablemente jugando a provocar a los chiquillos que intentaban alcanzarla. Por momentos pareció de ellos, asequible, prendible, hasta que, después de posarse, sabiéndola rendida, entregada, se limitaron a contemplarla. Un zarpazo habría bastado para deshacer el polvo de las alas, el polvo de estrellas de las alas, el polvo de alas de las estrellas, de las estrellas flameantes, de la flameante AE Auriga. Le pesó el simple asedio expectante de las mejillas encarnadas, pueriles (¿por qué no la cazaban?), decepcionándole que entre todos aquellos chiquillos no hubiera un hombre de verdad destinado a enamorarla (Nobokov, gran aficionado, no hubiera perdido la oportunidad). Resuelta, se lanzó a volar para alejarse, en vertical, como un AV-8B Harrier II Plus, y, desde la coronilla de su rascacielos predilecto, el Woolworth (adonde solía retozar imaginando que estaba de compras), voló hasta Tokio. A los críos apenas les legó unos fragmentos de su sombra para que jugaran a perseguirla. Pronto se cansaron, ante la confusión al mezclarse con las sombras de las hojas de los olmos que caían en Central Park. No estaban aún adjudicados su cielo y su alma.









  La mariposa malva (desde esta marcha solo quedan en Central Park las mariposas monarca) sobrevolaría el puente Rainbow de Tokio, al no haber carril bici lepidóptero, con riesgo de enredarse en los cables de acero atirantados y de respirar los vahos de carburante automovilista. Instalóse definitivamente en su rostro interior en el barrio de Asakusa, en su monólogo interior, nada de puentes y rascacielos asesinos, en medio de una selva de alfileres de hormigón. Dejó pasar el tiempo mesándose las alas, empolvándose las antenas, pintándose los contornos con lápiz de ojos, hasta que, inesperadamente, apareció en su vida el coleóptero Pinkerton a bordo del USS Lincoln. Entonaron un coro de grillos a dos voces, pero a ella lo que le interesaba era dejarle pensar que la engatusaba, cuando en verdad, maestra de la transfiguración y el maquillaje, desde el primer encuentro, a modo de trailer vertiginoso en pantalla gigante en la esquina de Times Square, perdón, de Senso-ji, pasó por su cabeza de geisha todo lo por venir, principalmente las traiciones. De manera que lo tenía cogido por las pelotas (aunque él pensase que era al revés), y por eso, el vástago que le nació de su semen (luego de ñoñearle la resistencia a casarse por el rito Kekkon Shiki), lo había deseado íntimamente. Ya cumplido su sueño (pergeñado desde la experiencia de Central Park -con el poeta tonto enzenobiado y los chiquillos perseguidores- y después del arduo paso del continente sin cantimplora), podía irse el gachón de portaaviones con la fulana americana.







  Yo coincidí con ella en una sala del Denkikan, adonde proyectaban la película de Yasujiro Ozu: Dekigokoro (Corazón vagabundo). Nuestros rostros interiores se reconocieron inmediatamente sin mediar palabra, y así, a base de histrionismo Zen, nos entendimos a la perfección. Con un depurado morse binario de cejas le dije: Me admiro de ti. Te conoces a ti misma, luego sabes cuidar de ti misma. Ella me besó la pantalla. Estábamos sentados en la última fila, pese a lo cual, desde detrás de la pared a nuestra espalda nos sobresaltó una voz sutil y cavernosa que decía: ¿Creéis que se lo tragará Puccini?






  Me sabía de sobra la lección de Baudelaire, aquella de que hay una Providencia Diabólica que planea constantemente la infelicidad de los más espirituales, y por eso, detrayendo de mí lo mundano hostil, susceptible de amenaza, le di un buen consejo, antes de que, como era preceptivo, según el código Ukiyo, se desentendiera de mí a la puerta del cine, pues, además, me habían robado la bicicleta, y no iba a acompañarme a la comisaría. No le costó ajustarse a nuestro plan. Encontró un niño huérfano de la guerra del Pacífico en la escuela de Utagawa y se lo encasquetó al coleóptero del portaaviones. Esto sí, después de haber encajado de él la enésima humillación, a escondidas de la americana: la pregunta de si había abortado ya del otro que le había dicho que venía. No le destapó la mentira. Le confirmó que sí, que había acudido al Hospital Ashihara. El sobre con dólares lo abandonó con suficiencia sobre la mesa. Ella se despintó el maquillaje con lágrimas de arpía encanallada por su culpa, aunque lo disculpaba después de todo: su pollita le había salido preciosa.







  Es obvio que lo de morir cantando rozó lo metafísico y puso en peligro lo estrictamente pactado. Pero es que quería tentar la suerte, lucirse, sabiendo que el puñal era de pega y el público crédulo. Afortunadamente Salvador María Granes no parodió la ópera, aunque ella la hubiera disfrutado igualmente desde el gallinero, así como le parecieron muy dignas de la astracanada más gloriosa la Fosca y la Golfemia. La frontera la cruzó hacía veinte años, justo en el momento en que a mí me requisaban la bicicleta en el aeropuerto por llevar polvos de talco de Salamanca metido en los barrotes del bastidor, dejándome, una vez más, en la estacada, por lo demás, conforme con la sentencia de Baudelaire, sobre todo porque, según todos los indicios, la pronunció mientras se afeitaba, que es justamente el momento más poético del día: uno se rasura para besar, aunque piense lo contrario Ernesto Sábato. El poeta es poeta a todas las horas del día, muy especialmente durante el afeitado.



  El niño anda ahora por la veintena de años y todos los fines de semana viaja de Chiclana a New York para cambiarle el orinal a su padre que vive encima del mercado Gansevoort. Es entonces cuando aprovecha el nuevo amante de malva butterfly para pasarse el fin de semana con ella planchándole la ropa y eligiéndole los zapatos para las clases de yoga. Ahora se dice llamar madame Garza, y, aunque habrá envejecido lo suyo desde su época de mariposa y esté irreconocible, la pienso acorralar con la ayuda de la lluvia y la anuencia de los paisanos quienes, disimuladamente, hacen como que no ven el rifle Lee Oswald apoyado sobre mi mesa. Perdí un brazo escribiendo, pero aún, moliciosamente, puedo hacer verdadero daño a mis imaginarios.