viernes, 29 de abril de 2016

Venta Luna


  En la cara oculta de la luna había un mar, Mar Desiderii (Mar del Deseo) que ya no existe. Bastó a la Unión Astronómica Internacional no reconocerle el nombre, para borrarlo de su faz. Ahora será otra cosa, pero no lo que fue. No el que descubrieron los soviéticos con la Lunik 3, primer satélite que la rodeó y fotografió en 1959.




  El lado oculto (que no oscuro, sino claro, porque también encara al Sol cada dos semanas terrestres, y mucho más claro, si cabe, por estar menos devastado por los meteoritos) contiene ya no solo mares y cráteres sino liras y burbujas.




   El Mar Desiderii es ahora la Lira de Aquiles, que colgó la espada y la palabra, al decidir no anhelar más la gloria del guerrero (contraviniendo a Homero), ni el rendimiento femenino. Prefirió musicar los poemas de otros, mucho más preclaros y certeros, que no los propios, y contemplar cómo algunos seguían cercenando cabezas, empleados en el oficio de la paz (prodigioso Lyndon B. Johnson, ladino valedor de la conciliación militar y la matanza porcina). Las cuerdas de su lira (botín de la destruida Eetión), después de especializarse en el repertorio de allemandas de John Dowland, sirviéndole para perfeccionamiento de esta habilidad suya, y de haber versionado en estilo renacentista el Moon Cráter de Tapa de Papas al Alioli con Diamantes, entonaron la música del poema “Difícil” de Allan Ginsberg, convencido de que love is a burden, y aquél lo había explicado muy bien.








   Porque le emocionó acudir al estreno de la ópera Rigolettrov, cuya historia impidió que se le abriera el paracaídas a la Soyuz I, estrellándose contra el suelo. En las naves espaciales debería prohibirse escuchar el IPod y conectar por WhatsApp con Suzane, la novia que sintió la prieta y tensa erección de Karl Ove, al contacto genital con sus pantalones vaqueros.







   No importa que cabeceara en la tercera fila del Anfiteatro porque maldormiera la noche anterior pensando en aquel estreno. Apreció perfectamente la historia.


   


   Rigolettrov era un apuesto duque ruso que cuidaba a escondidas de su hija jorobada. La mantenía oculta porque no quería que nadie en la corte supiera que tenía una hija con malformación. Estaba seguro de que, aquel defecto, no le impediría realizarse como persona, ni encontrar un amor adecuado que colmara su vida. Pero quien conquistó su corazón y la embobó con piropos y galanteos fue un mujeriego don Juan, viéndose obligado, para salvar su honor, a prepararle una celada para matarlo. La pobre jorobada ocupó su lugar para evitarle la puñalada.



   Porque lo que su buen padre nunca comprendió es hasta qué punto aquel amor la había hecho olvidar su complejo de jorobada. Los ojos del amor huelgan los escrúpulos de las malformaciones, a pesar de que, quien las padece, no deja de recordarlas, y duda a cada instante de la capacidad del otro para ignorarlas.


   Rigolettrov tardó siglos en sobreponerse a aquella desgracia, de la que justamente culpó a su egoísmo e insana torpeza. De la ruina a la que se vio abocado, acabó saliendo al especializarse en espeleología de burbujas prehistóricas. Su descubrimiento de las hadas rupestres aún no ha sido admitido por la comunidad científica. Pero no le importa, porque ha apelado al Tribunal Supremo de la isla de Mia en la M87, próxima al agujero negro.









lunes, 4 de abril de 2016

Venta la Grieta


   Tantas veces como había pasado por delante, deambulando, merodeando, haciendo tiempo antes de coger el ferry de Saigón a Cádiz, y no me había percatado de su presencia. Mentira; de su presencia sí, pero de reojo; como de un antro que se ignora porque la pérdida de esplendor, el descuido, lo ha vuelto atractivo a gentes ociosas y degeneradas, de las que, instintivamente se huye. Además, el nombre despistaba: la Gaviota. El río, la bahía, el mar, todos ellos parajes propicios a las gaviotas, a las reidoras, a las patiamarillas, a las cabecinegras, a las picoelefantes..., desvían de su verdadera índole y su auténtico sentido.



   El graznido de las gaviotas es una grieta sonora en el cielo, un desgarrón en la seda celeste, un improperio en la bondad del paisaje. Si se quiere como pista, puede usarse. No con ello queda justificada la rigurosa y certera corporeización del graznido, la materialización en este antro nocturno expuesto al balido del día, a la denuncia del rayo de sol frontal y tórrido. Las dudas se disipan cuando uno se asoma a ella, como es menester, y experimenta el impacto severo y sugestivo de un escenario banal y excelso.




  Me siento como en un granero de Rocky Comfort, Missouri, alternando con el predicacor Semon Dye, con Tom Rhodes y con Clay Horey, granjeros, sorbiendo a turnos de la garrafa de whisky, mientras nos asomamos a la grieta en la madera de la pared. A través de ella se aprecia el bosque de detrás, la yerba, la valla de espino, los postes, es decir, el paisaje anodino, rancio, rutinario. Solo que, contemplado a través de la grieta, resulta distinto, fascina, atrapa. Es estúpido, es absurdo lo que estamos haciendo: mirar, sin que pase nada. Los árboles que se bambonean levemente, las hojas que cabrillean, algunos pájaros, nada excepcional. Es Tom Rhodes quien ha adquirido esta costumbre secreta, quien ha sido descubierto por los otros, quien confiesa que mirar el bosque y el cielo desde aquí, cerrando un ojo, acercando el otro, hasta el cansancio, no solo es placentero, es algo más, es éxtasis místico. Hasta que los otros no lo han probado han sido cínicos, mordaces, rastreros, cayendo, en el trascurso de las distintas ojeadas, en la misma fascinación. El predicador Semon Dye, sin descuidar la garrafa de whisky, dándole tientos con avidez, hasta ha llorado. No ha podido evitarlo. Asomado a la grieta ha anhelado que pasara ella, y poder verla. Ella, da igual si se refiere a la negra con la que ha coqueteado, a la mujer de Clay a la que ha violado o a Lorena, la madre de Vearl, a la que ha propuesto ser su proxeneta. Quizás no se refiera a ninguna. Ella ha de ser la que justamente acabe cruzando al otro lado de la grieta, rasgando el paisaje, sin que perciba que la ven, que la contemplan, que la lloran a lágrima batiente. Es indiscernible si, mirando a través de la grieta, se está más cerca o más lejos de ella. Porque nunca llega a pasar. Porque el paisaje persiste mudo y apacible, asequible y separado por la pared.



   Puede que sea la belleza del error, como interpreta Sabina su pintura. En ella se manifiesta la autenticidad que nos libera y descansa. Había seguido el estilo realista obligado en la Escuela de Bellas Artes de Praga. Resuelta a alcanzar la perfección, logró que sus cuadros parecieran fotografías, que no hubiera rastro del pincel, la herramienta de trabajo. Accidentalmente derramó pintura roja sobre uno que representaba una fábrica en construcción. El trazo rojo, la mancha roja, semejante a una grieta, a una anomalía que descaradamente estropeaba el cuadro, la iluminó. La grieta supuso la brecha en lo superfluo, en lo aparente, en lo cotidiano forzoso, en el realismo impuesto, a través de la cual descubría lo auténtico, lo veraz. No había vallas que la cercaran, había decorados que, al rasgar, disipaban el espejismo, mostraban el paisaje genuino, libre, veraz. Del error, del accidente, surgió la belleza que inspiró sus siguientes cuadros, donde incluía combinaciones insólitas, desatinadas. La grieta primigenia le brindó la percepción genuina de su arte, un arte que la define: sin intención, provocador, absorbente, libre. Me he asomado a sus cuadros en una galería de Nueva York, la ciudad levantada con la suma de errores arquitectónicos que la hacen bella, sin intención. Una vez más, lo oportuno ha sido acercarse al lienzo, pegarse a él, ignorar la escena representada y mirar a través de la grieta, el roto imperceptible y localizable en medio de la función anodina. Me descubre, no una pared opaca sobre la que cuelga el cuadro, sino un universo inextricrable, subyugador.
  



  Las grietas campaban a sus anchas pacíficamente en la prehistoria, libres, frugales, cavernícolas, sin preguntarse por las cosas, por los significados. Concebían y parían sin necesidad de nadie, sin colaboraciones ajenas, sin presentir los ciclos. Desconocían por qué les ocurría; ni siquiera se lo preguntaban. Quizás el influjo de la luna, quizás la proliferación de flores rojas en la Grieta, usadas como cinturones y guirnaldas para adornar la desnudez de sus cuerpos. Los monstruos que les nacían, aquellos que no eran como ellas, grietas, sino con horribles y carnosas protuberancias, los entregaban a las águilas, para que los despeñasen. La Grieta era la vida y la muerte. Los monstruos que sobrevivieron en el valle de las águilas crecieron, maduraron, hasta ser interceptados por las grietas más aventureras e intrépidas, las jóvenes, las que desdeñaron la tradición de las ancianas. Probaron las protuberancias en sus grietas, y la Grieta dejó de fecundar, de generar flores rojas, dependiendo la supervivenca, en adelante, de aquella acción plácida y dolorosa. Qué mirar más a través de la grieta; había que taponarla con la erguida protuberancia.



  Todo esto se ve desde la Venta la Grieta, desde el interior de la grieta, cubierta de gráficos dispares, grotescos, desquiciados. La garrafa de whisky riega el grano y la paja; los tanques rusos arrollan minifaldas; brotan flores rojas en las entrepiernas. Espero a verla pasar, a ella, sentado a una mesa, paciente, sin preocuparme de perder el ferry de Saigón a Cádiz. No tengo mucho que esperar: la veo pasar siempre, a todas horas, sin descanso, precipitadamente, inmersa en su decorado. La contemplo, y me deleito, y la lloro: galaxia de la Aguja, sonata de Sostacovich, puente Clifton...