martes, 22 de julio de 2014

Venta la Corchuela



  Emergí del inframundo en medio de las ciénagas, todo rodeado de extraordinarias criaturas que me vitoreaban y aclamaban (había un pulpo muy simpático, aplaudiendo a ocho manos). Parecían todos llevarse excepcionalmente bien, ser vegetarianos o plactonianos, en cuyo caso, el examen de sus estómagos no revelaría cadena trófica alguna: el grande respetaría al chico y el chico al minúsculo. Así la armonía debía ser completa. O más bien, como la de una esfera troceada, una esfera que sería también aspiración de la belleza que postula María Zambrano en su sentencia (toda belleza tiende a la esfericidad).











  La esfera troceada es también belleza y armonía a pesar de la propensión inconsciente a reordenar sus trozos a fin de recuperar la supuesta esfera de partida. No hay tal. Dicha esfera siempre ha sido así: de trozos ensamblados al margen de la definición o la fórmula volumétrica que la habría de generar. Casquetes y medio casquetes, cuñas de casquetes, núcleos y capas sesgados, unidos por aristas comunes o tan solo por puntos extremos que apenas se tocan, y que, un simple roce puede que los desgajen del conjunto. Hay tensión y aparente inestabilidad, y, sin embargo, se mantiene recia y erguida, a pesar de los embates del azar.





  Es tal, la armónica esfericidad de las criaturas que habitan las ciénagas. Por otra parte, no me cupo duda, inserta en el interior del caracol que representa una mancha en la pared indescifrable, vista desde la distancia, desde el sillón donde la escritora divaga fructíferamente (Relatos completos. Virginia Woolf). De haberse levantado a tiempo no habría divagado, privándonos de la excelencia y la floritura de sus frases y especulaciones. Es en la mancha en la pared, sobre la repisa de la chimenea (descartado que fuera un clavo emergido por el quehacer diligente de las criadas de la limpieza), donde está el tránsito a la esfericidad de las ciénagas, que van a remolque del caracol, avanzando lentamente, arrastrándose, viajando como una prehistórica caravana circense o una grotesca compañía teatral hacia el séptimo sello. Mi sino ha sido asomarme a ella.






  Nunca se está del todo preparado para tal osadía, para tal incorporación al viaje común, traqueteante e incierto. Mi pedaleo no es más rápido que el andar acelerado de otras vidas, puedo ser más lento, si bien, reconozco, estoy sometido a la misma inercia de no detenerme y al mismo perpetuo deterioro y a la misma perpetua reparación, según mi buena o mala fortuna me lo facilite, y según me pese o no molestarme en elucubrar si tiene o no sentido que le busque algún sentido. Llevo la mochila con todas las herramientas preventivas, al menos, eso creo, no solo para reparaciones puntuales (un pinchazo, una rotura de la cadena, una desviación del eje…), sino para mi salvación en todos los sentidos. También Mercier y Camier, me dirán, para su particular viaje, creían llevar todo en la mochila (y en buen estado), y sin embargo, a la hora de la lluvia, por ejemplo, el paraguas no abría. Pero, ¿tenía sentido abrirlo en ese momento, a pesar de mojarse, en vez de dejarlo para otra ocasión? Este prudente uso del paraguas lo entienden bien los habitantes de las ciénagas de la bahía, donde a la lluvia suele acompañar un viento desmantelador. Haber negado a Dios comporta la fatalidad, no solo del atascamiento de su sencillo sistema de apertura, sino, peor, su desarboladura en caso de un uso inoportuno en pleno vendaval. Afortunadamente, yo no he negado a Dios (al menos en público) como para que me tenga rencor y tirria (si bien, es cierto, me suele extraviar las gafas, lo que obedece a cierto recelo); al contrario, permito que Ellos se acerquen a mí (Zeus, Hera, Dionisio…). Confío, por tanto, plenamente en mi paraguas, y no solo para protegerme, sino, como Mary Popins, para volar. Es un paraguas de plumas impermeables, no de nylon, ni semejante a un parasol japonés. (Mercier y Camier. Samuel Beckett)







  Es difícil que alguien entienda lo que hablo, si no es Genara, la quiosquera lerda que se rasca la entrepierna inconscientemente mientras reitera una perogrullada atrancada en su mollera con el gesto enfurruñado tras las gafas de cristal grueso. Las criaturas de las ciénagas celebran mi aparición, y, en medio de los aplausos y los ánimos exultantes, reviso mis gestos no sea que me esté rascando los huevos sin querer.


  Si yo persiguiera una obra maestra como Hermman, no mataría a mi doble (cobrar el seguro de vida es parte del entretenimiento), porque, en efecto, nadie nos confundiría, pese a haberle traspasado todas mis señas de identidad. Todos adivinarían quién era el uno y quién el otro, ataviados con sus propias virtudes y defectos. La coexistencia, que es lo más cuerdo, es ardua e incómoda. Matar la semejanza supone matar mas bien la igualdad pues, a la postre, el asemejado no solo ha cobrado nuestra simpatía sino nuestra identidad, por habérnosla preservado a lo largo de la vida. El otro soy yo, no solo en rasgos, sino en personalidad, y matarlo es condenarme a la estulticia y la sinrazón. Por otro lado, la obra maestra es una aspiración que no puede desligarse de las pistas que rocían los dioses, y dudo que después de haberme introducido un doble mi empeño siguiente deba ser simular su suicidio en un bosque de Koeningsberg. De todas formas, siempre podré recurrir a estudiar la viabilidad del paraguas, para ver si, en efecto, no se atasca porque los dioses se sientan ofendidos por mi rocambolesca forma de negarlos.




  Detengo (yo o mi doble) la calurosa acogida de las criaturas de las ciénagas, no para disertar sobre el fuego y el agua, sobre los beneficios y los horrores del soliloquio o sobre la codicia o la humildad de las ranas encantadas, sino para interpretar la sonata de la antimateria. O si quieren los músicos remilgados: la sarabanda de la antimateria, o la folía de la antimateria, o el rock de la antimateria o el ruido de la antimateria. La creación y aniquilación repetida y vertiginosa de la materia y la antimateria provoca dicha emisión sonora (adaptada al oído humano). Aquí, yo y mi doble (mi anti-yo), nos creamos y aniquilamos continuamente para emitir esta música, o esta interferencia, o esta perturbación en medio del impertérrito silencio del vacío cósmico. Yo no era nada, y de un tropiezo surgí; o más bien: surgimos yo y mi doble. Desde entonces no hemos parado de abofetearnos, tras darnos la mano al inicio del combate como dos buenos deportistas.



  Para defenderme no pienso hablar, aunque sí contratar, si fuera necesario, los servicios de Charles Laughton, quien ha comprendido la abnegación y el sacrificio de un testigo de cargo que incrimina a su amor para salvarlo de la pena capital.



  Desde esta venta enclavada en las ciénagas se divisa el castillo donde Maléfica ha besado a Aurora para despertarla de su condena al sueño eterno (hacen muy buenas tostadas catalanas). Nadie duda de su beso de amor (desencantador de su propio hechizo), lo que no evita pensar que se anticipara indecorosamente a otros que bien merecían la oportunidad de haber hecho la misma prueba.







  No digo que se formara una cola como la del INEM, que todas las criaturas de las ciénagas se apuntasen, amparadas en su desvelo porque la princesa se criara y creciera hasta sus dieciséis candorosos años rodeada de tiernas delicias. No digo que, ya puestos, probasen a besarla las hadas Flora, Fauna y Primavera, que la habían cuidado sin hacer mucho gasto de sus modestos y mágicos recursos. Digo que, al menos el cuervo debiera haber tenido su oportunidad.






  El fiel ayudante de Maléfica, su siervo desde el momento de ser rescatado de una red depravada, ora cuervo para hacer encargos, caballo para trasladarla rápido, perro para proteger su territorio, dragón para espantar a sus enemigos… ora hombre para hacerle compañía… no solo jugó con Aurora en todas las fases de su crecimiento, no solo la entretuvo y la divirtió sino que la amó, e hizo brotar en su propia ama el sinfín de coloridos y bellos sentimientos que darían pie a su postulación a deshacer su despiadado hechizo.







  De todos modos, el cuervo está satisfecho. Debe andar por aquí, entre estas criaturas de las ciénagas. Siempre estará a bien con Maléfica (y a su disposición), aunque se le haya anticipado en el beso. Huye de protagonismos, de arrogarse méritos, de buscar compensaciones. ¿Qué le importa, si Aurora, después de todo, besada o no por él, ha resucitado, y todos disfrutan de su vitalidad y sus encantos?