jueves, 17 de diciembre de 2015

Venta Paquete



  Los setecientos millones de colisiones por segundo entre haces de protones en el LHC dan lugar a setecientos millones de rinocerontes de todas clases: grises, blancos, rosas, rojos, amarillos, iluminados, africanos, asiáticos, perisodáctilos, dipsómanos, madridistas, astronautas... La energía de las colisiones no los crea ni los destruye, sencillamente los trastorna, y por eso padecen la existencia, asaltan la vida. La vida no tiene cura, ya lo dijo Cristobal Colón en Cádiz, en el año 2021, y por eso, aunque no se concibiera el gran acelerador de partículas para su procreación, ellos se empeñan en surgir de las fluctuaciones cuánticas o de las altas concentraciones de energía. Luego se dispersan por el mundo, rápidamente, de acuerdo a su propensión a ser ciudadanos libres y enamorados. Su energía es amor por la velocidad de la luz al cuadrado.







   Los científicos almacenan toda la información, todos los billones de datos que generan las colisiones, lo que no presupone seguir un ritmo adecuado para su procesamiento y análisis, pues todavía los ordenadores cuánticos, los que sí podrían dar cuenta de ello, por su previsible alto rendimiento y alta capacidad de computación, no están lo suficientemente desarrollados. Todo se andará, y cuando lo hagan, discernirán perfectamente las partículas altamente energéticas de los rinocerontes, habiendo de plegarse a la evidencia. Habrán de abandonar el esquema ideal de la teoría, así como, por ejemplo, Kepler, al estudiar concienzudamente la ingente cantidad de datos astronómicos cedidos por Tycho Brahe, abandonó el venerado círculo, por la elipse. Descorrerán el velo que nos nubla, que nos disfraza la realidad, que nos la idealiza. Nos miraremos al espejo, y, por fin, reconoceremos la trasformación, la metamorfosis (es una forma de hablar, puesto que, desde siempre, recurriendo al ejemplo de Kepler, lo tomado por circular había sido elíptico), las marcas, los rasgos, las huellas impresas por la vida al rodar por sus autopistas y carreteras secundarias, es decir, nuestras facciones de rinoceronte. Y no nos veremos feos (al principio sí, claro está; incluso habrá quienes sufran un shock irreversible), sino bellos, con ese soberbio cuerno coronando los hocicos.






  La vida media del rinoceronte a altas energías es tan corta que solo puede inferirse por sus productos de desintegración, así como el bosón de Higgs se infirió de los fotones y leptones registrados en el detector ATLAS. En la reconstrucción de las partes puede que falte alguna pieza fundamental que provoque un error de interpretación, por ejemplo, el cuerno, precipitándonos en la adjudicación de la partícula origen, por ejemplo, considerándola un hipopótamo. Hay que asegurarse de que dicha pieza no se manifiesta a su vez a través de otros subproductos de desintegración que puedan ser detectados. Si en el futuro, asentada la evidencia, al mirarnos al espejo no vemos cuernos, no nos engañemos, no somos hipopótamos, somos rinocerontes. Volverá a confundirnos el problema de la percepción diáfana que, en algún caso, la óptica cuántica podrá resolver.





  En los tiempos en el que las fronteras y las naciones hayan desaparecido y solo queden clubes de fútbol, los rinocerontes iluminados de la hermandad de las cinco galletas habrán dejado de representar una religión perseguida para constituirse en la oficial y universal, con su iglesia y su Papa. Ya no existirán carnívoros ni herbívoros sino galletívoros, y la Venta Paquete, por su papel heroico en los tiempos de la clandestinidad, distribuyendo paquetes y más paquetes de las cinco clases de galletas establecidas por el mesías, se convertirá en centro de peregrinación y culto.






  Antes de imponerse la restricción a cinco clases de galletas, el pánico general frente a que pudieran no llegar a ser tocados por la gracia de la Salvación, habría hecho consumir indiscriminadamente cualquier tipo de galletas, en suma, las legalizadas, es decir, las que convendrían al poder establecido, torpemente combinadas con magdalenas y croissans, infectados de grasas Trans y virus Ramírez (la variante barcelonesa del VIH). Será comprensible tamaño error pues en su primera andadura se confundirá la hermandad originaria de las cinco galletas con un partido político y sus falaces promesas de Salvación, y no con el germen de la auténtica religión, garante de la paz y la concordia en el planeta. Tendremos una sola religión: la de las cinco galletas, y un solo club de fútbol: el Cádiz C.F., después de haber sido derrocado el Real Madrid en el cónclave cardenalicio por alineación indebida.



  Es incluso bastante probable que el Papa instale su sede aquí, en la Venta Paquete, sobre todo si sale elegido Francisco Umbral. Largas colas de peregrinos y de fragmentos de silencio invadirán la carretera de las Malas Noches para recibir su bendición y, de paso, hacerle algunas consultas, no solo sobre bufandas, gafas de culo de vaso y máquinas Olivetti, sino sobre misterios en general. Él aclarará qué pasó en el Crematorio de Matías, por ejemplo. Si la segunda esposa de su hermano Ruben Bartomeu causó o no tal tremendo shock a la familia anunciando que estaba preñada (los hijos de su anterior matrimonio eran ya treintañeros y padres a su vez) o lo aceptarían como la enésima extravagancia de la tonta del bote con quien se había encoñado su septuagenario padre tras enviudar. También revelará, a quien esté realmente interesado, cuáles de las cosas imposibles que Alicia, instada por la Reina, jugó a imaginar, se llegaron a cumplir. Y adónde marchó Rocío, la madre soltera jerezana, tras ser desahuciada; si encontró Techo y un Campo de fútbol para su niño de ocho años. O si en el amor hay entrelazamiento cuántico, superposición de soluciones o universos paralelos.








  La clave de todo, y solo su gracia divina y léxica será capaz de desentrañarlo, estará en la naturaleza del amor oscuro. El 96 % del amor del universo es amor oscuro, tal como conjeturó Friki Zwicky, al observar la velocidad de expansión de la civilización humana. Puede que Francisco Umbral tuviera que invocar al rinoceronte Ganda, cuyo grabado de Alberto Durero señoreará la sala papal del Vaticano Paquete, para iluminarle en la respuesta. El amor oscuro tiene tanto de indetectable como de enorme fuerza de imaginación motriz, bien hacia un acercamiento cabal e intenso de las partes involucradas como hacia un distanciamiento oneroso y cruel. Dicotomía ya señalada por Maja Langsdorff: íntima, intensa y desbordante cercanía en contraposición a silencioso, angustioso y exasperante distanciamiento. Las estrellas dobles ofrecen información en este sentido, decidiéndose algunas, para afirmar la consistencia de su relación orbital recíproca, por reducirse a agujeros negros. El amor oscuro tiende pues a permanecer invisible, incluso arriesgándose a la negritud del agujero, para salvaguardar así la integridad y riqueza de lo íntimo que su giro recíproco manifiesta, y no sucumbir a un colapso catastrófico. La ocultación, el solapamiento, el enterramiento... (bien detrás de un laurel tóxico en un jardín botánico o en una hoja de cálculo en un libro de excel) forman parte de los subterfugios para preservar su enérgica facultad de expansión de las voluntades hacia el infinito, que es un ocho acostado. Por supuesto, en la era de las cinco galletas constituyentes del aporte nutricional nuestro de cada día, todo amor oscuro pasará a ser una simple variante del amor claro, registrable en las administraciones. Pero será Umbral quien pronuncie la última palabra.










miércoles, 25 de noviembre de 2015

Venta la Garza


  Rodeo la venta con todos mis imaginarios, cubro todas las posibles salidas (ventanas, desagües, canales de televisión...), obstruyo la entrada con mi bicicleta. En mi apoyo, además, vienen agentes de la naturaleza: la lluvia, que, insistente, impide cualquier fuga.





  La mariposa malva había viajado de Central Park al Pinar de los Franceses, pasando por Tokio. Muy feliz la había encontrado JRJ, porque muy feliz parece todo, al aquejado de enamoramiento. Le había interpretado melindres románticos, cabriolas dichosas, destellos púrpuras. Volaba y revolaba incansablemente jugando a provocar a los chiquillos que intentaban alcanzarla. Por momentos pareció de ellos, asequible, prendible, hasta que, después de posarse, sabiéndola rendida, entregada, se limitaron a contemplarla. Un zarpazo habría bastado para deshacer el polvo de las alas, el polvo de estrellas de las alas, el polvo de alas de las estrellas, de las estrellas flameantes, de la flameante AE Auriga. Le pesó el simple asedio expectante de las mejillas encarnadas, pueriles (¿por qué no la cazaban?), decepcionándole que entre todos aquellos chiquillos no hubiera un hombre de verdad destinado a enamorarla (Nobokov, gran aficionado, no hubiera perdido la oportunidad). Resuelta, se lanzó a volar para alejarse, en vertical, como un AV-8B Harrier II Plus, y, desde la coronilla de su rascacielos predilecto, el Woolworth (adonde solía retozar imaginando que estaba de compras), voló hasta Tokio. A los críos apenas les legó unos fragmentos de su sombra para que jugaran a perseguirla. Pronto se cansaron, ante la confusión al mezclarse con las sombras de las hojas de los olmos que caían en Central Park. No estaban aún adjudicados su cielo y su alma.









  La mariposa malva (desde esta marcha solo quedan en Central Park las mariposas monarca) sobrevolaría el puente Rainbow de Tokio, al no haber carril bici lepidóptero, con riesgo de enredarse en los cables de acero atirantados y de respirar los vahos de carburante automovilista. Instalóse definitivamente en su rostro interior en el barrio de Asakusa, en su monólogo interior, nada de puentes y rascacielos asesinos, en medio de una selva de alfileres de hormigón. Dejó pasar el tiempo mesándose las alas, empolvándose las antenas, pintándose los contornos con lápiz de ojos, hasta que, inesperadamente, apareció en su vida el coleóptero Pinkerton a bordo del USS Lincoln. Entonaron un coro de grillos a dos voces, pero a ella lo que le interesaba era dejarle pensar que la engatusaba, cuando en verdad, maestra de la transfiguración y el maquillaje, desde el primer encuentro, a modo de trailer vertiginoso en pantalla gigante en la esquina de Times Square, perdón, de Senso-ji, pasó por su cabeza de geisha todo lo por venir, principalmente las traiciones. De manera que lo tenía cogido por las pelotas (aunque él pensase que era al revés), y por eso, el vástago que le nació de su semen (luego de ñoñearle la resistencia a casarse por el rito Kekkon Shiki), lo había deseado íntimamente. Ya cumplido su sueño (pergeñado desde la experiencia de Central Park -con el poeta tonto enzenobiado y los chiquillos perseguidores- y después del arduo paso del continente sin cantimplora), podía irse el gachón de portaaviones con la fulana americana.







  Yo coincidí con ella en una sala del Denkikan, adonde proyectaban la película de Yasujiro Ozu: Dekigokoro (Corazón vagabundo). Nuestros rostros interiores se reconocieron inmediatamente sin mediar palabra, y así, a base de histrionismo Zen, nos entendimos a la perfección. Con un depurado morse binario de cejas le dije: Me admiro de ti. Te conoces a ti misma, luego sabes cuidar de ti misma. Ella me besó la pantalla. Estábamos sentados en la última fila, pese a lo cual, desde detrás de la pared a nuestra espalda nos sobresaltó una voz sutil y cavernosa que decía: ¿Creéis que se lo tragará Puccini?






  Me sabía de sobra la lección de Baudelaire, aquella de que hay una Providencia Diabólica que planea constantemente la infelicidad de los más espirituales, y por eso, detrayendo de mí lo mundano hostil, susceptible de amenaza, le di un buen consejo, antes de que, como era preceptivo, según el código Ukiyo, se desentendiera de mí a la puerta del cine, pues, además, me habían robado la bicicleta, y no iba a acompañarme a la comisaría. No le costó ajustarse a nuestro plan. Encontró un niño huérfano de la guerra del Pacífico en la escuela de Utagawa y se lo encasquetó al coleóptero del portaaviones. Esto sí, después de haber encajado de él la enésima humillación, a escondidas de la americana: la pregunta de si había abortado ya del otro que le había dicho que venía. No le destapó la mentira. Le confirmó que sí, que había acudido al Hospital Ashihara. El sobre con dólares lo abandonó con suficiencia sobre la mesa. Ella se despintó el maquillaje con lágrimas de arpía encanallada por su culpa, aunque lo disculpaba después de todo: su pollita le había salido preciosa.







  Es obvio que lo de morir cantando rozó lo metafísico y puso en peligro lo estrictamente pactado. Pero es que quería tentar la suerte, lucirse, sabiendo que el puñal era de pega y el público crédulo. Afortunadamente Salvador María Granes no parodió la ópera, aunque ella la hubiera disfrutado igualmente desde el gallinero, así como le parecieron muy dignas de la astracanada más gloriosa la Fosca y la Golfemia. La frontera la cruzó hacía veinte años, justo en el momento en que a mí me requisaban la bicicleta en el aeropuerto por llevar polvos de talco de Salamanca metido en los barrotes del bastidor, dejándome, una vez más, en la estacada, por lo demás, conforme con la sentencia de Baudelaire, sobre todo porque, según todos los indicios, la pronunció mientras se afeitaba, que es justamente el momento más poético del día: uno se rasura para besar, aunque piense lo contrario Ernesto Sábato. El poeta es poeta a todas las horas del día, muy especialmente durante el afeitado.



  El niño anda ahora por la veintena de años y todos los fines de semana viaja de Chiclana a New York para cambiarle el orinal a su padre que vive encima del mercado Gansevoort. Es entonces cuando aprovecha el nuevo amante de malva butterfly para pasarse el fin de semana con ella planchándole la ropa y eligiéndole los zapatos para las clases de yoga. Ahora se dice llamar madame Garza, y, aunque habrá envejecido lo suyo desde su época de mariposa y esté irreconocible, la pienso acorralar con la ayuda de la lluvia y la anuencia de los paisanos quienes, disimuladamente, hacen como que no ven el rifle Lee Oswald apoyado sobre mi mesa. Perdí un brazo escribiendo, pero aún, moliciosamente, puedo hacer verdadero daño a mis imaginarios.