viernes, 8 de mayo de 2015

Venta Cotito



 – Cuando llueve las monedas salen por los bajantes. Monedas tartésicas. Si excavaran en el yacimiento emergería la capital del imperio.








  Es un ventero locuaz, chismoso con las viejas desayunadoras del comedor anejo, bromeante con la extranjera afincada en Mesas de Asta que esconde un periquito en el jersey, condescendiente con el vendedor ambulante de la puerta (mientras no viene nadie) y fruiciosamente entusiasta conmigo: con el biciclista interesado en el yacimiento.







  – El escritor Maeso está convencido de que ahí estaba la capital del imperio. El centro neurálgico de aquella civilización tartésica. Hace falta que invierta la Universidad o algún otro organismo, que remuevan la tierra y destapen los tesoros y ya verán. Han de ser de un valor incalculable.




  Me basta alzar la barba para parecer el rey Argantonio y provocar una atención elocuente y admirada. Encarno el mismo que recibió del griego Coleo de Samos el yelmo corintio posteriormente ofrendado al dios del río Guadalete y el que le prestó ayuda para los focenses. Con cortés devoción improvisada, venciendo un último titubeo, sin importarle la indiscreta presencia vecinal, me indica un patio trasero. Tras una puerta desvencijada hay una versión fabulosa del retrete de John Harrington. Tal que por él se accede a las alcantarillas y a los misterios del tiempo.

  





   No he podido desarrollar mi afición a las alcantarillas como yo quisiera. Cierta vez me apunté a un cursillo del que fui apeado en la primera criba por no saber pronunciar correctamente losillo, es decir, alcantarilla en gaditano. Otro que me precedió y fue también despachado no escatimó la reiteración de un insulto cuya pronunciación me pareció graciosa y exquisitamente perfecta, con el acento y el desprecio justos: losíoputa. No entendí cómo, siendo tan buen pronunciador de losíoputa no había acertado con la precisa entonación de losillo. Sin duda, el nivel exigido era muy alto.
 



  El alumnado de aquel curso, según me soplaron luego, contó con notables personalidades como Brian, Fellini, Valjean, Wells… Los conocimientos sobre orientación y deambulaje por alcantarillas les sirvieron para, respectivamente, acceder a la casa de Poncio Pilatos, recrearse en la contemplación de la zona prostibular de la Subura, con acceso desde la Cloaca Máxima, esconderse en París del comisario Javert, moverse por Viena para traficar con penicilina adulterada…
 










   Es evidente que mi falta de pericia en el tránsito de alcantarillas es lo que me hace discurrir por el subsuelo de Mesas de Asta con suma desorientación, torpeza y sin visos de desembocar en nada útil y bueno. La oscuridad y el hedor me enervan. Esto es peor que los siete círculos de la Divina Comedia de Dante. Debí esperar al siguiente curso, continuación del básico anteriormente mencionado, sobre espeleología de alcantarillas históricas. Las prácticas me habrían servido para familiarizarme con la orografía característica, los obstáculos peligrosos, los recovecos interesantes, las revueltas trampa… No estoy preparado para cualquier situación imprevista que me sobrevenga, cuanto ni siquiera para una previsible como pudiera ser que alguna de las viejas desayunadoras de la venta practicara retozo fisiológico y jalara de la cisterna buscando anomalías y respuestas. La riada provocada podría revolucionarlo todo y arrastrarme envuelto en cieno. Ni siquiera llevo un violín encima para, en tal caso, interpretar a lo Manuel Guillén el Elogio del agua, que digo yo que serviría para calmarlas.
 



  Ya bastante lejos, tras de mí, la claridad del orificio de entrada ha quedado reducida a un exiguo punto de luz. Vista desde aquí, semeja la luz que dicen se ve al final del túnel (no en todos ocurre), final convertido para mí en origen, desde el que me he adentrado en el túnel. Valga este parangón para aquellos que avanzan a la inversa, es decir, hacia la luz, esperanzados en salir del túnel, no se lleven la sorpresa de toparse un culo al sacar la cabeza o, en su defecto, una puerta garabateada con mensajes del tipo: Digan loke digan, los pelos del culo abrigan. Hay indicios para pensar que la inspiración para el punto 7 del Tractatus logico-philosophicus le vino  a  Ludwing Wittgenstein en tal coyuntura (Sobre lo que no podemos hablar debemos guardar silencio). Y Agustín Fernandez Mallo no pudo evitar la añoranza, sin duda, traspuesto mientras apretaba: Siempre regreso a los pezones y al punto 7 del Tractatus.
 

  


  Reanudo el avance. Es una pena que el nuevo impulso al carril bici de la alcaldía, tal y como nos lo han mostrado en unas octavillas, no tome en cuenta estos conductos, pudiéndonos ahorrar mucha revuelta innecesaria y desagradables colisiones con los vehículos a motor.
 


  La orientación en estas condiciones es tremendamente difícil, más que nada por la falta de costumbre al no poder contar con los sentidos de la vista o el oído. Es verdad que podría alumbrarme con el móvil, pero, aun así, el sentido de la vista está mermado y lo que acertase a ver no sería digno de credibilidad. La escucha, igualmente, sufre una extraña obnubilación, por no decir que en su prevención contra el sobresalto por el estruendo de la cisterna no hace más que imaginarla sonar una y otra vez, sin que lo corrobore la riada subsiguiente. Habiendo iniciado la expedición con los algoritmos cerebrales asociados a la percepción por dichos sentidos intactos, es previsible que, de no reajustarlos debidamente, sufra un proceso inverso al de Marie Huertin, es decir, propenda hacia el salvajismo. Y aquí no hay árboles adonde pueda encaramarme para sentirme a salvo del horror de la incomunicación y la riña conmigo mismo. Tampoco hay columpios para jugar a escapar sobre una estricta semicircunferencia. En cambio, toboganes… toboganes… por lo que aquí palpo… Puede que esto sea un tobogán… Pues… ahhhh!!!
 



  Habré caído durante un par de minutos o un par de siglos… Inmerso en la geometría imaginaria de las alcantarillas nunca se sabe. Ya lo dijo Lobachevsky: la suma de los ángulos de un triángulo es menor que dos rectos. Y los rectos convergen en los retretes, que son los conductos de regreso a las alcantarillas, a los pezones y al punto 7 del Tractatus. Verdaderamente el impulso a la geometría y a la poesía desde aquella posición tan descansada no se ha valorado lo suficiente (John Harrington encontraba así la inspiración mejor que de cualquier otro modo). Es menester incorporar a los retretes pequeños pupitres para resolver sobre ellos cuestiones geométricas o poéticas, según la inspiración del momento. El recurso de las puertas está ya manido, perjudica a la espalda y resulta de morbosas consecuencias.
 

 


  Noto los pies entumecidos, lo que debe ser de la humedad cavernosa. Sumo ya no pocos golpes fortuitos contra la roca, provocándome un dolor agudo, velado por dicho entumecimiento. Los calambres me recorren como breves latigazos de tiempo excedente. El reloj salta de forma discontinua, trota, alcanza los dos, cuatro o dieciséis segundos en un segundo. Incluso pueden ser siglos. La curvatura de la geometría imaginaria de las alcantarillas es negativa como la del espaciotiempo riemanniano. Y detenta un componente de visionaria, cuanto tiende al orden de lo subterráneo, al metódico caos de lo insondable, como diría Bonald.
 




  El espacio se ensancha al final de una galería, y, simultáneamente, percibo una brisa leve. Aquí debería haber una ciudad verniana o unas catacumbas tartésicas. En su defecto, no es menos sorprendente el hallazgo en medio de una planicie abonada de pirita y otros minerales de un eucalipto. El rumor de las hojas es claramente perceptible a causa de la brisa de alcantarilla. La brisa de alcantarilla ya sabemos qué aromas trae, los ojos-patio son las chimeneas por donde escapa con los efluvios vecinales que cristalizan en un polvo hiperfino al contacto con la atmósfera. Aquí no hay ojos-patio, al menos, a simple vista murciélaga (mi adaptación al medio es sorprendente). La única explicación para el eucalipto es que se le cayera una semilla por los agujeros del bolsillo a Marcelino Sanz de Sautuola. Este noble caballero fue quien lo introdujo en la península, siendo originario de Australia. En las cuevas de Altamira debieron talar algunos antes de que crecieran y peligraran las pinturas rupestres al roce con las hojas. Examino las paredes a lo largo del corredor que rodea el árbol por si hay bisontes (es la primera vez que me ayudo de la luz del móvil). Esto parecen los nichos de la catedral vieja, pero completamente huecos, más huecos que aquellos en los que gusta parapetarse Rafael de Cózar, al acecho de la amante, de sus piernas como navajas, de sus ojos de almendra, de sus pechos de melón.
 





  No hay bisontes. Continuo girando. El viento de alcantarilla (ya ha aumentado la intensidad) empieza a parecerse al qibli, incluso por las punzadas del hiperfino polvo de desierto. La cristalización de los efluvios vecinales (no olvido que estoy bajo Mesas de Asta, antigua Asta Regia) también debe ocurrir al contacto de las atmósferas cavernosas. La semejanza no es arbitraria pues ya Ladislaus Almásy lo describe como un viento tibio que puede llegar a ser abrasador y convertirse en tormenta de arena. Tibios son los efluvios vecinales que, emergiendo de las alcantarillas, remontan los ojos-patio. Y si sopla el levante son abrasadores.
 



  Palpo en esta otra pared, me alumbro con la pantalla del móvil. Mi intuición arqueológica me dice que puede haber nadadores como en la cueva de la montaña de Uwaynat. ¿Por qué no aparecieron nadadores en Altamira o en el Tajo de las Figuras y sí en Uwaynat? Me supongo que unos cuatro mil años antes nuestros ancestros aún no habían aprendido a nadar en el cantábrico o en la laguna de la Janda y sí lo hicieron más adelante en el desierto, es decir, en la laguna que había antes de la desertización del Sahara. Sobre la rugosidad de la roca parece que haya cincelados los cuernos de un bóvido. Cuernos curvados hacia adelante como los que refiere Herodoto en su alusión a la tribu de los garamantes en Libia. Bueno. No me quiero dejar llevar por la atrofia perceptiva de las alcantarillas, la luz en insuficiente y mi palpación es infinitamente más pobre que la de Marie Huertin. Hasta podrían ser colmillos de lobo estepario.
 






  Es verdad que la palpación se aprende, o mejor, se afina, intensifica y nos reinventa la realidad en ausencia de los sentidos que la enmascaran. Y los objetos, tras ser tocados, ingresan en ese otro mundo reconocible por su piel omnisciente, como diría Bonald. La sublimación se consigue con el roce de lo invisible, y presume que, interpuesto, está el tiempo que mana de la piedra. Es obvio que debo prescindir de la luz del móvil. Palpo a lo largo de la rugosidad de la roca, recinto del eucalipto de las profundidades, y escucho, a través de mis dedos, las danzas prehistóricas. No es fácil verlas (y menos en lo oscuro), si bien pudieran emerger tras un minucioso proceso de restauración en los talleres de una escuela de bellas artes. Danzas sí había representadas en Altamira, en Uwaynat y en el Tajo de las Figuras. La danza fue antes que la natación.
 





  Mi mano dibuja la danza sutilmente traspirada por la roca, por el tiempo cautivo en la piedra y que la palpación permite fluir. Es una danza, diría yo, que entronca con bailes modernos. La pintura esquemática del Tajo de las Figuras es indicio de una rudimentaria escritura. Estas pinturas son ochos rupestres traídos al lienzo calcáreo, precedentes sin duda de los modernamente incorporados al tango o a las sevillanas. También parecen barruntar las curvas de Cassini, en particular la lemniscata de Bernoulli, lo que sugiere una incipiente coexistencia de matemática y danza.
 




  De parecida danza pudo ser el cuadro expuesto allí donde se cometió un magnicidio. El presidente polaco Gabriel Narutowicz frente al lienzo representando un ritual de danza abstracta y fúnebre ejecutada para él, que vino a contemplarla. El disparo no solo le reventó la cabeza sino que hizo saltar la turbia danza del cuadro a la sala de exposición.

 



  Si llueve y el agua se embalsa es que, o bien estoy en un aljibe o bien en un oquedad natural, que es quien riega el eucalipto. El repiqueteo sobre la superficie se intensifica y al buscar por el techo la canalización que improvisa el agua el detector de movimiento del cuarto de baño acciona la luz y me restalla en los ojos. Mi mano está reposada sobre la puerta y tras ella surge la voz del ventero que secunda el repiqueteo persistente sobre la madera.
  –¿Está todavía ahí? –le escucho decir–. Si ha terminado sus necesidades puede salir y atender a un tal Coleo que pregunta por usted. Dice que viene a que le devuelva el casco  que le regaló.
  Casi de forma refleja me llevo las manos a la cabeza y, en efecto, noto la dureza de un casco. La historia local no ha contemplado la posibilidad de que Coleo de Samos reclamase a Argantonio la devolución del casco corintio que le había regalado, por su precaria ayuda a sus aliados los focenses. A continuación lo tiró al río Guadalete, no como ofrenda, sino como autoreproche por su mal tino. Antes de mirarme al espejo para comprobar si llevo puesto el casco regalado a Argantonio o el de la bicicleta, tiro de la cisterna. La poesía y la geometría evacuadas hacen un remolino y se pierden por las alcantarillas hacia el subsuelo de Mesas de Asta, intentando resolver el enigma de su capitalidad imperial de la Tartéside.