domingo, 21 de junio de 2015

Venta San Cristobal


  Siempre que me siento frente al monolito de San Cristóbal echan la misma programación, y no me aburro. Me abstraen los petroglifos, intento, no tanto descifrarlos cuanto colegir sus intenciones emocionales. ¿Hay humor en ellos? ¿Sátira, ironía? ¿Trascendencia, frustración?





  Más cómodo abordaría la cuestión en el salón de mi casa, frente al mismo. Pero no se me escapan las dificultades ni la extravagancia de emplazar el monolito en el lugar del televisor. Son 2 toneladas de peso. Tampoco cualquiera sería capaz, retrepado en el sillón, de entender que una hora frente a tales enigmas daría más de sí que los telediarios o Sálvame. ¿Está ya contenida la sátira del jockey francotirador de Chema Cobo? ¿La ironía ahogada en alcohol (o el brebaje equivalente en aquellos tiempos) frente al narcisismo (el buen cazador se jactaría de ello, y se gustaría a sí mismo esperando ser reverenciado por el resto del grupo)? ¿Son esos surcos un principio de escritura o el antecedente de la partida de ajedrez entre Fisher y Spassky? ¿Es ese surco longitudinal el palo del recogedor que en el futuro utilizaría el clarinetista de Zynga Trio para anonadar a la audiencia del Pelícano? ¿O la espina dorsal del Leviatán del Mar de Barents que arrasó con el taller mecánico de Kolia, parangón del que puteó a Job, poniendo a prueba su paciencia?






  Pese a sus 2 toneladas de peso, lo que presume la dificultad de su movilidad, no ha sido fácil seguirle la pista, pues no siempre estuvo en el mismo sitio. He remontado en bicicleta la sierra de San Cristobal, las duras rampas, complicados repechos y abruptos senderos a la búsqueda de su ubicación original, y ha resultado tan infructuosa y especulativa como, por otra parte, reconfortante, al descartar cualquier otro espacio fuera del perímetro que actualmente ocupan los cortijos y fincas de su cumbre. Recuerdo que el monolito fue descubierto entre los pedruscos apilados en el espigón artificial de la playa de la Puntilla. No otros que sencillos pescadores de cañas telescópicas sospecharon de su valor. Acudieron los arqueólogos, y, subsiguientemente, la grúa que habría de rescatarlo. De la cantera de San Cristobal procedían los otros bloques, así que a este se le adjudicó la misma procedencia, lo cual, aun siendo inverosímil, sí que habría sido adjuntada al grupo, trayéndola de los terrenos inmediatos. Sin duda, nuestro ventero procedió a quitársela de en medio para hacer hueco y erigir la venta.



  La curiosidad de que unos pescadores, en principio sin conocimientos arqueológicos, fueran los que repararan en la disimilitud del pedrusco del espigón, puede no serlo tanto si conjeturamos dos explicaciones, a saber, una: que fueran parroquianos de una venta de la competencia y desearan malograr el negocio; dos: que hubieran escuchado a Carita de Plata recitar el poema Distintos, de JRJ, y subsiguientemente se percataran de la discriminación que sufría a cargo de las piedras aledañas.



  Cualquier desaprensivo pudiera desmontar estas razones con dos puntualizaciones: una, que en la sierra de San Cristobal no hay ventas que compitan con la nuestra, dos, que en los años 70, cuando se descubre el monolito, aun no había recalado en Cádiz el Poeta sin una peseta.







  No es cuestión de entrar en una espiral de contraargumentaciones, aun siéndome posible. La constancia de mi pedaleo es lo que sirve a mi mente para diversificar las posibilidades antes de que su lado racional pode lo imposible. Por eso mismo creo que ya en la edad media el monolito era conocido y custodiado con la consideración que se merecía. Claro que sólo podía serlo por locos. O lo que es lo mismo, por esa clase de cuerdos adelantados a su tiempo. No estoy tan seguro de que Fortum de Torres defendiese el Alcázar de Jerez por patriotismo y devoción a la bandera castellana tanto como por la protección de la amante con la cual se comunicaba litotelepáticamente. Entre la Sierra de San Cristobal y el Alcázar no solo había un acueducto de 6 km sino una línea de comunicación entre dos monolitos. El suyo, en el pabellón real; el de la amante, en el manicomio de San Cristobal. No eran los ventajosos tiempos actuales que incluso permiten el sexo masturbatorio a través de una webcam, Mónica estando en su casa de Madrid, Ramón en la Base del Ejército de Tierra en Herat. Contemplando los petroglifos de sus respectivos monolitos evocarían sus ratos de intimidad y harían lo que hubiesen de hacer con sus partes, a la sazón, las de Fortum de Torres, sometidas a mutilación por los moros insurgentes. Desconocemos el nombre de ella. Pongámosle Camile, y supongámosle habilidades escultóricas. Su encerramiento en el manicomio constituiría una forma sutil y morbosa de cercanía, de aherrojamiento al amado, de sumisión sin perturbarlo. Lo mismo los 6 km entre el Alcázar y San Cristóbal que los 6 mil km entre España y Afganistán, la distancia une a los amantes. No es que los reafirme; no. Es que, dicha barrera constituye el factor indispensable para su sostenimiento. Así su imaginario sensual y afectivo es espoleado, y bastan tan solo unas horas de conexión para asegurarse de que pueden seguir incentivándolo. Fortum de Torres podría haberse rendido a los insurgentes, sin más. Pero entonces, habría sido confinado, como Blas Ferrater, en el mismo manicomio de Camile. Y la persistencia presencial mutua habría socavado el amor y provocado su deseo de ser ejecutado ante la tapia perimetral.











  Cualquier avispado podrá apuntar enseguida: si tal conexión hubiese existido, ¿dónde está el monolito hermano del Alcázar? ¿Por qué no se ha encontrado? Bien. Esto es fácil de responder, a la luz de la historia ulterior de dicha fortificación. Lo que visitamos actualmente, en gran medida, es una reconstrucción, gracias principalmente al empuje que propició D. Salvador Díez, salvándolo de la ruina. La habitaban hasta entonces okupas y gitanos. Cualquiera de estos, antes de ser desalojados, lo sustrajo, y la trasladó a otra casa-okupa o lo puso a la venta en el baratillo. Mi presunción final es que actualmente lo conserva algún ciudadano ejemplar en el salón de su casa, en el lugar del televisor. Y lo disfruta como sólo él sabe extraerle los vuelos imaginarios que provocan o sus posibilidades litotelepáticas.