miércoles, 2 de septiembre de 2015

Venta Gavilan


    Deseaba repetir el ritual de tantas mañanas: atar la bicicleta en el patio de entrada (en la verja de la ventana baja, a veces obstaculizada por carricoches de niño), escuchar su voz potente interpelar: ¿Eres tú, matao?, timbrear a la puerta a pesar de que la había dejado entornada (así le hacía refunfuñar: ¿Para qué tocas, tonteras, no sabes que te la dejo abierta?), sentarme en la mesa redonda, manchada, pringosa, de la salita, mientras le contemplaba trajinar a tientas (la pérdida de visión no llegó a ser total), prestando ya atención a las primeras noticias (el Negrito se había ido de vacaciones sin devolverle el préstamo para la lavadora, cosa que le disculpaba; los visados médicos habían expirado al pasar seis meses, ¡seis meses!, y me encargaba renovarlos), siguiendo sus torpes evoluciones, sus desatinadas mañas, a pesar de lo cual, insistía en que me quedara quieto (la cafetera sobre el hornillo de gas, la leche en el microondas, las tostadas al fuego sobre la plancha tapizada de restos carbonizados, las lonchas de jamón del exiguo frigorífico, la navaja cortijera denegrida para cortar el queso, el aceite de oliva en el plato reutilizado para empapar las tostadas...). Hasta que, concluido el ritual, se sentaba frente a mí (ante su propio café humeante, de propiedades fulminantemente laxantes), encendía un cigarrillo (la llama orbitando alrededor del extremo antes de acertar y reaccionar a la succión), y comenzábamos la plática propiamente dicha. Los primeros minutos yo le complacía deleitándome en la ávida engullición de todo aquello, sencillo y formidable, invariable y arrollador. Le hacía hablar (lo cual no suponía esfuerzo), y así me entraba el café y las tostadas como un torrente calorífico y despabilador, que solo tenía un pero (aunque esto es discutible), la urgencia de la evacuación a la media hora (en el servicio al descubierto, sin puerta; previo pago del estipendio concertado por el gasto de agua y papel higiénico -una broma formalizada-).



    La fórmula de rememorar aquellos felicísimos ratos (por esta expresión cursi me hubiera merecido un exabrupto), pensé, podría ser acudiendo a la venta que lleva su apellido. La descubrí recientemente, es decir, al cabo de un año de haberle leído un día una poesía de Samuel Beckett en el hospital y al siguiente, la misma, en el tanatorio. Entraba por la rotonda 6 a Jerez, ya sobrepasado el mediodía y el sol habiéndose cebado en mi espalda-parrilla, cuando, avanzando unos tramos más de carretera, me golpeó su avistamiento. Hube de proseguir para no perder tiempo, pues el Cercanías Express no me esperaría antes de cruzar los Cárpatos, y necesitaba regresar a tiempo a Estambul. Dejé pendiente un desayuno en ella y la inspección ocular del interior. A lo mejor hallaba reminiscencias suyas; a lo mejor algún hijo ilegítimo (a la sazón, cualquiera, si lo hubiera tenido, sería ilegítimo por desconocido, no siendo disparatada la posibilidad) había sido su fundador.








    Inicié el camino temprano, saliendo, como es preceptivo, de París. En detrimento de Venecia, Budapest o Francfurt escogí la ruta pedaleada de Cádiz. Crucé el río Danubio-Guadalete por el Portal. Atravesando los Cárpatos-San Cristobal me acordé de Bram Stoker y de que la Orden del Gravediggers le rinde homenaje cada 16 de junio, ya de paso que se mimetiza con la Orden del Finnegans para venerar a James Joyce. Había leído, en la pluma de uno de los caballeros, que Samuel Beckett susurraba algo al oído de James Joyce en el café donde se reunían en París, creando una molesta expectación. Proponía que fuese una retahíla que más tarde trasladó a un poemario. La sentencia clave era: “No importa. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor.”











    Otra vez recordé la sensación que me invadió cuando leí el poema de Samuel Beckett a Gavilán. La de que yo le maté. Me pregunto si no es una sensación que, a la postre, siente todo cuidador de un enfermo que se precipita a su fin. Es irremediable el desenlace, y, aun así, una vez llegado, sentimos el remusgo de la culpa. Más si, en la víspera, se le ha leído a Samuel Beckett. Habíamos despachado ya a los sacerdotes hospitalarios (esencialmente él), a los magnetizadores de los fluídos cósmico-energéticos, a los testigos de Jehová urgidores de la reconversión antes de presentarse al Altísimo (les reconocimos el acierto de introducir en nuestra jerga el vocablo: enviado, atribuyéndomelo a mí, cosa que yo hice extensivo a otros, y, finalmente, exclusivamente a él; un enviado aproximadamente nietzschiano; o quizás, beckettiano). Su mayor demanda espiritual y trascendente estaba siendo satisfecha: la de tentarle el chochete a las enfermeras (ni ellas mismas lo percibían en el momento de las atenciones sanitarias). Era el mayor tentador de chochetes de todos los tiempos, el más raudo y habilidoso, habiendo batido el récord olímpico varias veces. Las enfermeras se alejaban con la inesperada sensación benéfica de haberles sido cosquilleado la zona más honda de su ser una vez despojado del ideal metafísico del cristianismo, es decir, su restitución más allá del bien y del mal. La tentadura provocaba este efecto. No; no creo que yo lo matara por leerle poemas de Samuel Beckett. De alguna manera ya lo presentí al día siguiente, y por eso insistí en el tanatorio, me repetí, volviendo a obtener una no-respuesta ausente-condescendiente, si bien, en esta ocasión, separados por un cristal.


    Seguí pedaleando dejando atrás la Cartuja sobre la colina de Buda, a la izquierda de Pest. Había pasado un año y no había iniciado mi proyecto de homenajearlo literariamente a la manera de Pedro Sevilla a su hermano (Ext 114). Saqué algunas líneas también en segunda persona del singular (la resistencia a darlo por perdido), bosquejando lo que habría de ser el estilo. Lo imaginaba en un zulo (celestial o infernal, es indistinto) parecido a aquellos por los que pasó, y que él, exageradamente, denominaba así. Le visitaba, como siempre, y charlábamos, como siempre. Cuando apareció en escena un antiguo conocido era perentorio acercarme allí y comentárselo: ¿Sábes que he visto al Molina?, de donde se seguiría la conversación. Poco a poco aquel nuevo zulo (tirando a oquedad en el gran cañón del valle Marineris marciano), lo fui trasformando en un tétrico santuario (con velas, flores marchitas, fotos ajadas, hedor, oscuridad..., al que entraba a hurtadillas en mi peor versión de el hombre con vela de Godfried Schalcken, de manera que dejó de ser viable. La memoria me lo fue alejando. De todas formas retengo la esencia de su triunfo. A diferencia del hermano de Pedro Sevilla, en la muerte sí se mostró consecuente con la vida. El compañero hospitalario que le precedió invocaba mucho a Dios y a la Virgen hasta que él reaccionaba llamándolo maricón y arrojando verbalmente heces sobre aquellas deidades. Las iracundas y desgarradoras blasfemias habían sido un escape recrudecido y consecuente. Un desahogo axiomático solo ofensivo para los pacatos creyentes que compartieron habitación en el geriátrico. Que me lo quiten, por favor, pidieron; y con bastante razón. Es que así se quedaba tan divino y tan pancho (el resto del tiempo era paz y silencio bajo las sábanas, invisibilidad, imperceptibilidad; no como los otros, que no hacían más que atosigar con pejiguerías). Las enfermeras le adjudicaban: Genio y figura hasta la sepultura..., después de salir airosas de una rociada de blasfemias y manoteos, al dolor de la cura de las úlceras (también pudiera haber sido una estrategia para los disimulados tentamientos de chochete como alguna vez me reconociera tras la extraordinaria calma subsiguiente).





    Vaya un café en la venta de su nombre me iba a tomar recordando todo esto, se me iba a avinagrar. Alcancé la rotonda número 6, y no me la topé al salir de ella, como esperaba. Mala memoria. Me quedaba un tramo más de carretera, de parques ralos, de amagos de viviendas antes de afrontar las más consistentes del interior urbano (seguramente decorados cinematográficos de cartón y estuco), de semáforos falsos, de señales trampa, de contraindicaciones amenazadoras...








    Hacía yo guardia la noche que me telefonearon del hospital para darme la mala noticia, empezaba a amanecer, y, curiosamente, hacía unas cinco horas que me habían visitado para hacerme el amor. Naturalmente, otra vez, retrospectivamente, he relacionado dicha visita con la consecución de la muerte. Pudo ser la causa de la misma tanto como mi lectura de los poemas de Samuel Beckett la tarde anterior. O fue la suma de estas dos indecencias. Qué bonito resultó... Ejem; quiero decir: qué desvergüenza. La verdad, no era la primera vez que me visitaba Aline Masson, la musa de Raimundo de Madrazo, ni sería la última. No era frecuente ni rutinario, no estaba concertado, surgía de una cierta espontaneidad e imprevisión, y tan espaciadamente como lo que puede tardarse entre la conclusión de uno y otro cuadro. Por supuesto, había infinidad de lienzos donde podíamos hacer más cómodamente el amor, solo que, allí, desplegaba un colorido especial. La noche severa y oblicua, las contusiones del viento sibilante, los candiles de titilante-tétrica llama, los sahumerios atufadores, de pronto, desaparecían ejecutando un movimiento retráctil ante la irrupción avispada, perfumada y floral de Aline Masson. La posibilidad de delatarnos ante la irisada fosforescencia de su luz, casi imposible de oscurecer, pese a todas nuestras prevenciones (fundamentalmente para no despertar al pintor, dormido, soñando con ella y los retoques oportunos que la encasillaban -todo menos sus ensoñaciones- dentro del cuadro), imprimía mayor excitación al encuentro, convertido en un torbellino de sombras ardientes. Me pregunto por qué, pese al riesgo corrido (recuérdese que cinco horas más tarde fallecería una persona), nos gustaba encontrarnos, y en situaciones atípicas. Puede que por aquello del vínculo. El vínculo obedece (su buena soldadura) a la suma de situaciones excepcionales, solo que, fundamentalmente, promovidas por los hados. Precisamente porque Eva Valle tomó la iniciativa por sí misma (lo de que incluyese la mentira y el engaño es irrelevante) se le torció todo, y Eduardo Deán descubrió la estrategia del falso embarazo y su consentimiento a abortar en una clínica de Londres. Degeneró la tentativa de afianzar el vínculo. Eduardo no lo admitió, y la despreció (eso sí, no pudo evitar para los restos pensar siempre en ella durante la batalla de mañana). Aunque intentaron reconducir situación tan embarazosa y hostil, la resolución final no podía provenir de sus voliciones. Por eso a Eva la atropelló un taxi. La excepcionalidad que promete el vínculo no puede sostenerse a espaldas de los hados, cuyos oráculos hay que consultar regularmente. Por eso a mí no me atropelló un taxi. A mí me atropelló el amor.




    Esto me llevó a interpretar también (si los roces de los coches no desestabilizaban mi vigoroso pedalear) la muerte acaecida como un renacimiento delegado. Como cuando Obi Wan Kenobi se deja desintegrar por la espada láser de Darth Vader para transferir su fuerza jedi-universal a su sobrino Luck Skywalker. Me es imposible adivinar su consideración al respecto de mi amorío. El respetaba y quería una enormidad a la esposa de Raimundo de Madrazo, lo subrayaba regularmente, así que, le evité la consulta. Mas en alguna que otra ocasión, casi sin venir a cuento, con voz socarrona, avisada en escarceos, puteríos y estro femenil me soltaba: Mira que eres golfo... ¿Me adivinaría con su penetrante invidencia de gafas de culo de vaso?





   El desayuno ya está aquí. Es decir, alcancé la venta. Descabalgué la bici y la até fuertemente a un poste con toda clase de cadenas y candados. Tiene la costumbre de encabritarse cuando la hago esperar, casi más que cuando percibe el aroma de una bicicleta-hembra en celo. Por eso la afianzo bien. Y ahora... ¿qué clase de reminiscencias suyas habría de encontrar dentro? La sorpresa fue mayúscula: la venta la regentan chinos.






    Me senté en el interior, más despoblado que el porche del exterior. Los rostros que engullían en aquel espacio (que estudiaba a través de una ventana) se correspondían con la clase popular que a él lo identificada, toda vez que desde los treinta se hubo desmarcado de la hacienda de los Colby en su versión jienense y de su tributo a la misma como garbancero excepcional. Rostros rudos, desabridos, nobles, bulliciosos y descarnados... Y eran servidos por chinos. Lo hacían con gran ardor guerrero, sabiendo que el salto del bazar a la venta requería firmeza, tesón, aspavientos y bravuconería. No les cabía amedrentarse, sino al contrario. Por eso me sirvieron a mí con enfadosa displicencia, no equilibrada (como hacía Gavilán con alguna retahíla de rudo cariñismo y afectuosas invectivas) con ningún tratamiento compensatorio como no fuera que su verbosidad artificiosa y disparatada me estuvieran, en verdad, adulando. Soporté la animadversión de un biciclista evadido de la plaza de Tianánmen que encima leía libros mientras desayunaba. Acabé por asumir mi papel reaccionario conforme fui degustando aquel jamón pekinés, aquel queso hongkongnés, aquel aceite taiyuanés y aquél café imperial, de los imperiales americanos que pasean con sus inagotables tazas por los pasillos y salas de la redacción del periódico o del departamento de la policía científica donde investigan el último caso de conspiración geopolítica que ha usurpado su modo de pensar peripatético a sorbos de café.




    Estuve a punto de estallar con una filípica en chino por aquel desayuno impostor cuando pasó por mi lado el típico niño chino de las familias chinas que andan sueltos por las inmediaciones donde trabajan los chinos (ya sea en bazares o en esta venta). Me fijé bien. Sí: se parecía a él. Joder (yo nunca digo joder, pero es que aquí pega este yankinismo). No pude retenerlo y hacer una comprobación más exhaustiva; en seguida se me escurrió. ¿Habría sido engendrado de cuando las chinas varilleaban los olivos de la campiña andujeña o de cuando acudía al prostíbulo del barrio chino de barcelona? No me salían las cuentas, la relación entre la edad suya y la edad del niño. Pero es que era prematuramente gafudo como él, y con una marca inconfundible en el extremo del dedo índice derecho que sin duda habría heredado: de la quemadura de los cigarrillos. Encajaría más bien si fuera su nieto. Me bastaba comprobarlo buscando a la madre, que también habría de parecérsele: la que oía trajinar en la cocina, la que recibía los recados voceados por el chinarro de la barra. Me erguí con la taza de café en mano e inicié una investigación peripatética a la americana hasta que, deambulando arriba y abajo, logré deslizarme en la cocina.




    Loca... La musa loca de los cuadros de Ichiro Tsuruta. Me reconoció, y yo a ella. Habíamos posado juntos tantos lienzos... ¿Por qué hube huido? No lo sé. Antes de que me reprochara nada, antes de que rompiera en insultos y lágrimas histéricas que yo hubiera de acallar con besos que me diera pena dárselos, ay, perra enferma, la acallé con un ademán. El niño gafudo y con el tizne indeleble en el dedo índice pasó por nuestro lado, y yo se lo señalé con gesto interrogativo. Sí; era mío. Y para demostrármelo me condujo a empellones hasta un espejo en el que poder mirarme, un espejo de verdad, de los que brindan la verdadera imagen y no un reflejo rara vez fidedigno. Mientras nos abrimos paso entre las cacerolas humeantes donde trabajaban un millar de chinos sudorosos y exhaustos, fabricando jamón, queso, aceite y café sucedáneos, pensé si no era este un reencuentro definitivo como el que ocurre en S. Thala. La antigua amante, al ser desdeñada, se había convertido en la loca de la ciudad, a la que todos se chingaban y a veces dejaban preñada. La Lisavieta Schmerdiaschaia violada por Fiódor Pávlovich Karamazov. Me miré en el espejo. Era un espejo con un águila bicéfala abrazando el marco dorado. Me vi borroso, pero distinguí bien, y ella detrás. Yo estaba calvo, llevaba gafas de culo de vaso, un cigarrillo entre los labios y, al alzar mi dedo índice, comprobé el tizne negro indeleble. Mira que eres golfo..., oí que decía a mi espalda con acento chino. Entonces, volvimos a posar juntos.