jueves, 16 de junio de 2016

Venta la Feria


  

   Uno de los mayores atractivos de la feria no está precisamente en la feria, sino enfrente de la feria. Todos cuantos acuden a ella pasan por delante, sin apercibirse. O, a lo sumo, aparcan en la parcela de entrada, una vez franqueado el arco y la puerta de barrotes, y girado a la derecha entre los arbustos. Después de abandonar el vehículo, salen sin apenas fijarse en la mansión que les avista desde el fondo del pasillo empedrado y flanqueado de árboles: solemne, poderosa, huérfana, solitaria.




   La historia de esta mansión es legendaria y antigua, pero nadie quiere conocerla. Las casetas coloridas, los cachivaches angulosos y el techado de globos de papel los esperan. Aquí distraen su temor; o, más bien, lo pellizcan y manosean, bajo control, sin que les muerda. Es mejor así. En comunidad.





   Dentro de aquella mansión se alojó Marguerite Durás, a la sombra de una botella de vino (una sombra más), y recibió, ya mayor, la mirada del miedo, proveniente de un visitante admirado. Habría jurado que lo amaba, aunque ya considerara demasiado tarde molestarse en dilucidar si esto era cierto o no. Y, por ese juego de caprichoso e indecidible sentimiento, por ese juego de, ora extrañamiento, ora intimidad gloriosa, vaivén disparatado, recibió aquella mirada. Ella la había presentido; y le causó miedo. Era la mirada de todos los hombres cuando se convierten en unos asesinos de mujeres, aunque sea por unos segundos; la mirada de un cazador extraviado; la de un criminal en fuga.


   El blasón que lucía en lo alto de la puerta, cuyo hueco es flagrante, ha sido birlado, para que se desconozca la identidad del amante que, usando su maestría arquitectónica, levantara esta mansión para recibir a su amada todos los otoños, todas las primaveras, todos los veranos, todos los inviernos, en definitiva, todas las veces. Como debe ser: el mejor amante es el desconocido, el anónimo, el invisible, el que levanta templos, mansiones, sinfonías, libros…, el que aguarda paciente la liberación provisional de las cadenas cotidianas, las cadenas familiares, las cadenas conyugales. Ella gozó en sus habitaciones, bailó en sus salones, reinó en sus patios. Para luego regresar del ensueño. No solo se autoconvenció de que no merecía la pena permanecer allí, sino que, al tiempo, pasó de largo, sin desviar la mirada (salvo para verificar su mole vacía, huérfana), uniéndose al rebaño de feriantes, al temor controlado, a la cómica evasión del ser abyecto, que, sin prisa, volvería a atraparla entre sus cuadros.



   La primera vez creyó que se los pensaba regalar, porque así se lo había prometido, toda vez, que, explícito, le asestó que todo su interés lo centraban sus bragas, dándole igual los cuadros. Dicho lo cual, no se demoró: entró primero con los dedos, luego con la verga. La segunda vez desistió de creerlo fácil, pues había reconsiderado el valor de los cuadros, así que, no se los regalaría, le cobraría por ellos, sin dispensarla de las sucesivas violaciones, cosa que a ella displacía y repugnaba, si bien, bajo la catarsis de lo primerizo, que en el futuro se cobraría su venganza. En efecto, cansada de que perpetuara el señuelo de los cuadros, contrató a un ilusionista para que les pegara fuego. 



   La mirada del amor fue inesperada; desencadenada por fases. Del amor que no demanda como contraprestación la posesión, la propiedad privada del cuerpo. El sublime voluptuoso sufrimiento que daba la resignación era parte de su sintomatología. La trilateración (técnica matemática) permitió asegurar la justa distancia entre los referentes (como lo consiguieron Víctor y Paula, después de su beso en la calle Fuencarral, a espaldas de sus cónyuges), para que subsistiera la esperanza, y la mansión no acabara desmoronándose.