miércoles, 27 de noviembre de 2013

Venta Agustín





  La secuencia genómica del silencio, a partir de una desconchadura de la fachada enviada al Instituto Genómico de Pekín, aclararía la cadena maligna que lo ha provocado, y si hay peligro de expansión y epidemia que afecte a otras Ventas.

  Las opciones menos perniciosas serían 1) un silencio de Rokuonji que se precave de ser incendiado por un monje psicópata; 2) un silencio incómodo de no decir gilipolleces en el Jackrabbit Slim`s antes de un concurso de twist; 3) un silencio lúgubre de estación espacial internacional después de haber perdido a Kowalsky; 4) un silencio de casa abandonada durante años por la familia Ramsay en la isla de Skye.











  La geometría del espacio sugiere también un silencio de bosque sin rumores siempre y cuando consideráramos la vegetación asfáltica, los automóviles invertebrados y los tubos de escape canturreadores como pájaros de presa. Un silencio de los que ya nadie aprecia porque da miedo, de los que ya nadie quiere saber cómo suena, de los que todos rehuyen para no quedarse a solas consigo mismo un instante, porque es mejor posponer para mañana la verdadera vida y permanecer adscrito a una anodina extrañeza.








  Llegué aquí desde el Marquesado con idea de tomar una bebida refrescante, encontrándome este silenciamiento forzoso. La última vez, hace un año, Jules y Vincent resolvieron bien el atraco de Pumpkin y Harybunny, gracias al período de transición de Jules, que finalmente abandonó su oficio de pastor asesino en nombre de la caridad y la buena voluntad, favorecedora de los débiles caídos en el valle de las tinieblas.








  Quiero metamorfosearme en pelícano hormiguero para entrar por el extractor de humos de la cocina pero me temo que la envergadura de las alas me lo impida o bien me quede atascado en el interior si me sobreviniera un bostezo. Otra posibilidad para inspeccionar el interior sería convocar a la Weather Underground y perpetrar un atraco. Tal vez, la finalidad de esta arquitectura silenciosa haya sido también, como el banco de Michigan, cometer el crimen imprevisto de un guardia de seguridad, antes de someterse a una voraz demolición.









  Desisto de más averiguaciones, al menos hasta otra ocasión, no sea que me convierta en plomo como el ciclista de la rotonda. Tocado de pañuelo con cuatro nudos en las puntas, sin duda, pedaleando a lo Ocaña, tiraba de un arado para roturar la tierra. La carencia de cubiertas de montaña le hizo fracasar. Es un Tulum de palabras hechas plomo alrededor del cual orbita la fugacidad.




jueves, 21 de noviembre de 2013

Venta El Tibet


  Todos los pájaros que se posan en este árbol se convierten en oro. Es el árbol de oro de Fadricas, cuya llave para espiarlo la posee Fuks, que hasta aquí le han traído las averiguaciones sobre el gorrión ahorcado en Zakopane, ciudad polaca al pie de los montes Tatras, en la cordillera de los Cárpatos. Todavía desconoce que la Norma dice, según Mako Saguru, que cada cien días se sortee el gorrión que haya de ser asesinado.
  En el árbol de oro también se posó Buda, que huele a melocotón almidonado y medita al sur de la grasa de los buques de la Carraca, ensordecido del oído derecho por un televisor con dolor de cervicales por andar encorvado para no golpearse con el techo. Le van a probar un sonotone de Gaes, antes de que acabe como un cristo de Costus.




  Existe la teoría de que Buda no viniera levitando hasta aterrizar en el árbol de oro sino en canoa que aparcó en el club Náutico Puerta de Hierro. Navegó por el torrente de un modelo dinámico caótico de flujo del acero fundido de una estructura de quinientos pisos, a causa, inexplicablemente, del exiguo poder calorífico del queroseno. Y de ella, de la canoa, saltó al légamo de la orilla para encaramarse a la rama con la habilidad del hijo cojo del guardabosques de la Artámila.
  Descartó Bahía Sur para el retiro y la meditación porque allí hay vírgenes al lado de los bungalows y frente al clic-clac de las pelotas de tenis de las pistas con gorriones enjaulados a las tres y diez, hora sugerida por José Emilio Pacheco para hacerse pájaros de costumbres. Le gustó además este sitio porque aún tiene mostacho el de la barra, los ojos color de aceituna rajada y la barbilla de huevo duro cocido, es decir, que le pareció un buen candidato a discípulo, y quizás consiga la catalogación definitiva de bar en Venta.




  Hay un porchecito con techumbre oblicua y ventanas de cristal ideal para la sobrasada en vinagre y los fumadores con mono de trabajo. Doblando la esquina, delante de un garaje enfoscado de grasa y adornado con pistones y cigüeñales de Tiranosaurus Rex, hay un rosario de luces que representa una meretriz como de cachivaches en la feria patronal. Por la mañana, está apagado. Por la noche, encendido. Se sospecha que Buda alguna vez ha asomado a ver las piernas torneadas y a desentumecer sus propios miembros así como hacía el prior del Rokuonji cuando iba de geishas por el barrio de Gion en la periferia de Kyoto. Haría falta la puntería de un francotirador en la defensa de Stalingrado, apostado en la clavícula opuesta o bien parapetado en la escotadura supraesternal del dinosaurio, para darle un susto en el momento de la letanía.





  Siempre que termino la sobrasada en vinagre o el aceite de radiador despido la mirada dulcemente torva y la mueca asqueada del discípulo de Buda con la rara culpabilidad de haberme metamorfoseado arreligioso.
  El segundo tramo de mi pedalear de nube es hasta un árbol de plata en la Casería de Ossío, bien recogidito de barcas y no lejos de un bosque con mierda de gato. Últimamente lo paso de largo para no estropear el recuerdo de la tostada catalana que me zampé allí.




domingo, 10 de noviembre de 2013

Venta La Liebre




  El silencio de la campiña es robusto y severo. Hay una pequeña terraza de mesas y asientos al exterior, mirando a la carretera, al cruce que anuncia San José del Valle a 15 km, Alcalá de los Gazules a 10 km y Paterna de la Rivera, de donde vengo, a 8 km.




  El salón interior amplísimo está vacío. Prefiguro liebres comiendo, servidas por liebres, cocinadas por liebres. Hay una foto de una liebre enmarcada, de lado, el ojo penetrante y cristalino inspeccionando al viajero; si no da su visto bueno, saltará del cuadro y le morderá el talón. Hay más fotos enmarcadas: familiares y amigos con los dueños; otra de un equipo de fútbol en blanco y negro (se llevaban los bigotes tupidos, el campo de tierra sin grada alrededor). El frontispicio es abigarrado, con bebidas arcaicas, pretorianas.




  Hay una radio de noticias locales sonando. Explica que pedaleando yo para acá no encontraba Alcalá de los Gazules por más que miraba a lo lejos detrás de la concatenación de cuestas y solapamiento de colinas; casi no había signos de humanidad y la errónea información de la dependienta de la gasolinera de Paterna de la Rivera me hacía ansiar su vista; a lo sumo crucé una central eléctrica donde el fontanero de turno hubiera podido asomar cabalgando un pony del oeste para librar a algún águila culebrera del peligro de electrocución. Mientras la incertidumbre calaba mi cansancio y no me decidía a girar en redondo admiré unos riscos de piedra empotrados en el campo yermo como asteroides caídos hace milenios o restos de molares que engendró la tierra. Uno, más a pie de carretera, estaba custodiado por innúmeros cuervos o pájaros semejantes (quizás liebres voladoras). Otro, a más distancia, parecía un monumento a los amantes o un túmulo fantástico (quizá sea lo mismo). Su solemne acorazamiento me hizo sentir ínfimo y perecedero.  Me recordó la peregrinación de Mizoguri cuando bordea el pico Yura-ga-take, lo que, sin bicicleta, sin carretera y sin venta la Liebre para avituallarse por el camino, ya tuvo mérito. Quizá desde su cima divisara el río Yura y su desembocadura en el ceniciento y agitado mar del Japón. De alguna manera yo también huía de la enervante belleza del Pabellón de Oro (comunidad, luz, agua, impuesto bienes inmuebles...)  para encontrar iluminación y clarividencia interior.





  Casi mejor desconectaran la radio.

  Los periódicos apilados en la esquina de la barra son de fechas atrasadas, no pueden ir al día. La equidistancia entre Paterna y Alcalá no ha resuelto este desfase, así que es imposible llegar a tiempo a la actuación de Pablo Carbonell en el Pelícano del día anterior. Entra luz por una ventana que da al campo amarillo con enebros dispersos; baja un carril de arena que se mete en los pocos labrantíos que rodean las tenues colinas. Hace esquina una chimenea sin uso, por tanto, impoluta e inhabilitada para quemar cartas de amor. Sobre la repisilla unas calabazas secas y huecas con insinuación fálica o de pitorro de botija propicia para un sediento.

  Desde aquí suspendo la tentativa de alcanzar Alcalá de los Gazules, regreso a Paterna. El silencio de regreso es menos silencio. El campo está preñado de risas y aplausos inaudibles por la certidumbre del hallazgo al final del serpenteo del asfalto. Las primeras casas apuntan a un paseo de viejos solazándose en sus bancos bajo ralos arbolitos. Decido no incendiar la gasolinera por la desinformación kilométrica hasta Alcalá de la dependienta, ya que es culpa mía no contrastar la información con alguna res de pasto o alguna liebre lanuda prehistórica.