miércoles, 5 de noviembre de 2014

Venta El Burro



  Entre los muchos animales divinizados por la civilización egipcia antigua no consta el burro. Es inentendible esta omisión, dada su relevancia. Enumero algunos: el chacal (Anubis), la hipopótama (Tueris), la leona (Sekmet), el ibis (Tot), el carnero (Knhum), la vaca (Hator), el halcón (Horus)…
  

   Cleopatra Séptima empleó la burra para producir leche. Ya anteriores reinas de la dinastía ptolemaica la usaron, aunque no en grado tan refinado e industrioso, para preservar y mejorar su belleza con abundantes baños. Entonces había todo un elaborado proceso de producción y conservación que partía de la misma selección y cuidados de la materia prima. Había establos para mantener las burras, régimen alimenticio especial, profesionales del ordeño, etc. El número de ejemplares que abastecía a la reina superaba el centenar.
  



   Este número lo superó con creces, siglos más tarde, la esposa del emperador romano Nerón, Popea Sabina, que llegó a promediar el medio millar de burras para abastecerse. Las trasportaba consigo si viajaba, lo que comportaba la aparatosa movilización de muchos súbditos.






  La trascendencia del burro estriba en que había que emplearlo para fecundar a las burras. De otra forma no había leche. El burro semental había de caracterizarse no tanto por su pureza de raza, ya que la descendencia no importaba, como por su promiscuidad. Minimizar el número necesario de burros ayudaba a conservar la paz de los establos, al evitar los accesos de celo. Con uno o dos lo suficientemente promiscuos bastaba. Tempranamente se supo que el burro más promiscuo de todos era el oriundo de la Hispania Baetica, hoy conocido como burro andaluz. Es presumible que aquellas damas ordenaran la importación de algunos ejemplares.


   Entre las tropas castellanas de Alfonso X, el Sabio, no solo había una soldadera encargada de regular los apetitos libidinosos de la tropa (alguna vez el propio rey tomó su dosis), sino una soldadera-burra encargada de apaciguar la promiscuidad de los burros andalusíes con los que invadió Sharish, portadores de la impedimenta guerrera. Esto produjo, a la larga, si no una selección natural al estilo darwiniano, sí una depuración de cualidades, declinando el burro de carga andaluz sus ardores en favor del más holgazán.



   Gracias a ello, seis siglos más tarde las tropas napoleónicas pudieron acarrear en largas recuas de burros, sin cuidado del rebullir testosferónico asnal, los obuses Villantroys desde la Fundición de Sevilla hasta el pinar de Enriles (hoy de los franceses) y el de la Algaida, donde se acantonaron durante el asedio a San Fernando y Cádiz. En todo caso, conscientes de las propiedades beneficiosas de la leche de burra, no ya para embellecerse las damas, sino para prevenir con su ingesta epidemias y enfermedades, promovieron la conservación del burro andaluz holgazán y promiscuo, erigiendo la Venta que ha evolucionado hasta nuestros días.
  


   En 1915, en Moguer irrumpió un ejemplar curioso, cuya procedencia, ignorada, bien pudiera apuntar a estos lares. El señorito, dueño del mismo, por su color acerado, le bautizó con el nombre de Platero. Lo dedicó a pacer por los prados, a ronzar florecillas, a retozar con los niños…, en definitiva, a holgazanear. Le hablaba y le hacía compañía mientras leía en las soledades del campo. El burro despertaba la envidia de aquellos otros que acarreaban en pesados serones los productos del campo. Con ocasión del avistamiento de una burra amada, a lo lejos en una colina, prorrumpió en alborozados rebuznos que pusieron de manifiesto su virilidad. Al punto, el señorito contrarío sus instintos, guiándolo hacia la cuadra.



   El pobre animal permaneció siempre apartado de cualquiera otra manifestación de la índole, cual hubiera sido lo natural, de acuerdo a su genética y su estirpe. El paso por el pueblo del ciego dueño de la vieja burra aprovisionadora de la leche benefactora le consternó más de lo que quedó escrito. La vieja burra vertía en tierra la dádiva fecunda de algún otro burro vulgar desahogado en ella no por reprobar la empresa del ciego sino porque se hubo enamorado de Platero. Este reprimió sus correlativos apasionados rebuznos, a fin de no delatarse. El idilio lo llevaron muy en secreto, pero cabe hacer la suposición, no excesivamente temeraria, de que lograron consumar sus anhelos.



   La muerte de Platero careció de un dictamen forense adecuado. El viejo médico Darbón se limitó a insinuar la ingesta de una mala yerba. El señorito describió, sin apenas compunción o desconcierto, los signos: el vientre hinchado, las patas rígidas.


   Es conjeturable otra causa más verosímil. Platero contrajo una enfermedad venérea resultado de sus encuentros clandestinos con la burra del ciego vendedor de su leche. Y aunque pudiera ser reconocible por sus síntomas, aquellos prefirieron preservar su inocencia y virginidad. La contrariedad de no poder descubrir y desarrollar la pasión amorosa abiertamente provocó una mala profilaxis.
 

   En este siglo XXI, la preponderancia de la leche de vaca sobre la de burra, así como la mayor eficiencia de las técnicas de inseminación artificial, han provocado una importante merma en la libido del burro andaluz. Resulta ahora holgazán hasta para excitarse, y su masculinidad ha quedado en entredicho.