viernes, 23 de enero de 2015

Venta Montero





  Es esta venta el punto idóneo de partida para iniciar la persecución de Pierre Rivière, habiendo degollado con una hoz electroláser a su robot. Al parecer, no pudo soportar más que soñara, lo cual es rasgo exclusivo de los humanos. Lo había sorprendido varias veces, generando diálogos atrevidos, imprevisibles, emancipadores. Había visto potenciada su capacidad de desdoblamiento psíquico de forma inusual, logrando verdadera autonomía, ingenio y brillantez, en cada uno de sus lados esquizoides. Había intentado entorpecerlo escondiéndole el aceite lubricante, variándole los conmutadores de los acumuladores, trucándole las direcciones de la memoria. Nada había dado resultado. Cada vez con más asiduidad se reunía clandestinamente consigo mismo para decidir con su yo desdoblado los planes de huida, adueñándose del Sideral Azul y poniendo rumbo a Marte, Gamínedes o Titán. Hablaba como un poseído, apremiándose a sí mismo, pues sospechaba que podía ser descubierto, desconectado y enviado al desguace. Fue peor que eso. Mientras preparaba en la cocina una fritura de tornillos, Pierre Rivière entró blandiendo la hoz electroláser, y, pese al socorro de una vecina, se ensañó con él, dándole Terminus.









  Las leyes de la belleza áurea prohíben atentar contra los robots, y menos contra aquellos que manifiestan rasgos no exclusivos de su programación, en cuyo caso hay que dar parte a la autoridad cibernética. No les aguarda la desconexión y el desguace; no el reseteo ni la reprogramación; no el confinamiento en un laboratorio para el estudio exhaustivo de sus desviaciones pseudohumanas. Es decir, nada esencialmente perjudicial o destructivo para ellos. Sí, qué menos, un test de Turing y un careo pesquisidor, a fin de estimarlos o no candidatos para un viaje interestelar más prometedor que un paseo romántico en góndola por las lagunas de metano de Titán, en cohabitación incestuosa con sus yoes desdoblados psíquicamente. Por ejemplo, a Cygnus X-1.









  El que un tal Pierre Rivière haya cometido tamaño asesinato (dejamos para los juristas la correcta denominación de un acto criminal cuando es infringido a un robot), y con tanta saña, conviene juzgarlo, no sea que más allá de un arrebato aislado estemos asistiendo a una corriente general de robotfobia que pudiera extenderse y redundar en contra de la humanidad. Comoquiera que el asesino ha huído, los cazarrecompensas, al margen del procedimiento usual activado por los servicios de inteligencia y por la policía científica, han acudido a la Venta Montero para iniciar la persecución respetando las reglas de caza establecidas. Mientras degusto una cerveza con una tapa de aceitunas (me la han puesto sin haberla pedido, lo que me hace sospechar que al menos una de ellas está recubierta de cianuro potásico, obligándome a entablar una peculiar partida de ruleta rusa aceitunera) diviso en una mesa al famoso blade runner Rick Deckard, bastante incauto a la hora de enamorarse de replicantes, por tanto, muy inestable emocionalmente y de carácter desabrido. En otra aparece solitario (más si cabe por la ceguera) el masajista, excelente jugador de dados y samurai Zaitoichi, el bastón de pega bajo la mesa, listo para desenfundar y cortar cabezas a la menor amenaza olfativa y ultrasónica. Hay un idiota con pose indolente en otra, que parece haberse sacudido el peso de una primera etapa vital, malgastada en la investigación del contenido de la felicidad, habiéndola reflejado en un libro. La experiencia de una tentativa de suicidio (observo la falta de una oreja debido al yerro del escopetazo que se propinó), una sola y fallida tentativa, como debe ser, según él, el rasgo fundamental de todo suicida que se precie, le ha debido animar ahora al encuentro de la plenitud en la caza de un asesino, al que, quizás, y aún no sabe si está preparado para ello, tenga que abatir. Por los sujetos que atisbo en otra de las mesas, puede que la caza estribe únicamente en permanecer al acecho del momento en que aquél intente suicidarse. Ellos son Hume y Hans, el filósofo disculpador de los suicidas y el borracho noctámbulo del parque de Hofgarten, consolador de las amas de casa suicidas. Es bastante plausible que la idea del suicidio obsesione al asesino conforme pasen las horas y rememore la atrocidad de su acto. Es menester evitarlo, para poder someterlo a la justicia, y que, sin posibilidad de redención, afronte una pena ejemplar, a fin de abortar la propagación de su acto.







 










  Los robots tienen derecho a soñar si tal rasgo asoma como disfunción colateral de la programación de sus circuitos, si les alivia como plan (irrealizable) de escapatoria, si les estimula mientras acometen sus sempiternas y automatizadas tareas. Los ciberpsicólogos aguardaban un fenómeno así y, por tanto, aquel que, en vez de contribuir al progreso tecnológico anunciándolo, ha tomado la iniciativa de sepultarlo destruyéndolo, debe ser detenido y juzgado. Es extraño que en los monitores omniscientes de control (Quizas todo esto) no observaran nada atípico en el comportamiento de Terminus, de manera que hubieran intervenido a tiempo, antes de que aquel descerebrado lo degollara con la hoz electroláser. Es posible que anduvieran todavía perplejos con la secuencia de la niña que se cosía el botón de la manga de la camisa; con su soberbia compostura, tiernamente concentrada en una habilidad que no le había sido enseñada.




  No es mi intención quedarme a ver qué resulta de esta partida de cazarrecompensas. Estoy seguro de que Hume tomará la iniciativa para coordinar la persecución por los bosques de Le Mesnil-Auzouf, Aunay y Langannerie. Me extrañaría que Hans le secundara, a expensas de abandonar su pesca de amas de casa en el parque de Hofgarten; aunque puede que haya acabado harto de consolarlas para que al final nunca se suiciden y sigan aguantando a sus maridos. Mientras juego una partida en la máquina tragaperras para ver a dónde me dirijo a continuación, el idiota se ha acercado subrepticiamente a mi mesa para tomar la última aceituna que yo me he dejado en el plato. En seguida ha notado los efectos, y ha caído retorciéndose al suelo. Rick Deckard ha acudido en su auxilio. Aunque ha tropezado a causa de la zancadilla que le ha puesto disimuladamente Zaitoichi, ha conseguido darle a tiempo el antídoto contra el cianuro potásico. En la máquina tragaperras me sale el paso de San Gotardo. Me temo que la bicicleta no pasaría bien por allí, se me estropearía la amortiguación y la cadena, a parte de baquetearme el culo por el traqueteo. Pruebo de nuevo, y, al cabo del varias jugadas, me sale El Origen del Universo. Tampoco estoy seguro de que pueda pedalear hasta allí. Según la propuesta sin límites de Stephen Hawking es indamisible esta concepción. En una hiperesfera 5D y con tiempo imaginario desaparece la noción de singularidad-Big Bang. En su defecto, sin que por ello crea contravenir a la máquina tragaperras, me afanaré por encontrar El Origen del Mundo de Gustave Courbet.