jueves, 31 de octubre de 2013

Venta Melilla





  Es un establo que sirve a los caballos de hípica la Patiña en su descanso laboral. Los hay aztecas, lusitanos, criollos, unicornes alados… Todos se llevan bien y disfrutan del solaz de este pasaje de pinares en el camino hacia la laguna de la Paja.






  La arquitectónica fractal de los hoteles del Novo Santi Petri ha quedado al otro lado del Campano, vigilada por una fantasmagórica guarnición abandonada de la corporación civilicense. Junto a ella está la famosa Torre del Puerco, donde ataron a una estaca al cerdo de la Rebelión en la Granja.






  El séquito de sirvientes viste de negro y trae la paja de la laguna para que ramoneen los équidos, algunos de ellos plasmado en esqueleto paleontológico, indistinguible de un resto humano cazador o carroñero. Peones zigzagueantes sobre el tablero, entre los cuales, uno de ellos me impone un collar de aceitunas ensangrentadas y me bautiza con una Nordic Blue que espumea en mi coronilla. El panga vietnamita contaminado me lo tomo porque aplaca mi ansia de galopar.




  Dos yeguas de nombres Lena y Katia, sin duda polacas, provenientes de las afueras de Varsovia, enfurruñan sus labios frente al viajero que las imagina besarse lascivamente solo porque ejemplifican dos delegaciones labiales (la estirada y untuosa, y la suave y limpia) de riña opositora.





  La fuerza del abrazo de las pezuñas es solo comparable al fragor del apretar contra la tierra mientras tiran con desigual fuerza del yugo que las unce. La tierra roturada da perlas que componen los ojos de los pangas servidos con mirada primitiva de leche. Los dientes son de circonita. El olor de la tierra embadurnada es de secreciones de rosas arpilleras de Pierre Cardin.

lunes, 28 de octubre de 2013

Venta El Pino




 Hay un pino con el tronco doblado como el codo de un gramófono. La tupida copa verde es la bocina y la aguja es la columna del interior, que luce un mascarón de proa.
  El suelo gira alrededor de la aguja. El interior es un tiovivo con las paredes recubiertas, no de caballitos, sino de trasatlánticos antiguos, entre ellos el Titanic.


  La música de gramófono al principio es de Mozart, la misma con que en Nairobi Denys Finch estudia la atracción de los mandriles, curioso hecho, siendo la primera vez que descubrían el ingenio sonoro.
  El mascarón de proa mira contra la playa La Barrosa, a unos cien metros, lo que denota la potencia de la escapatoria del barco antes de encallar o quizá hasta dónde cubría el agua en el novecientos en el momento del naufragio.


  En lo que me dura un zumo de naranjas que ha generado la máquina tragaperras por la que las monedas han corrido como por unas sinusoides de montaña rusa, el cocinero Cortázar, camuflado con gorro clásico típico hongo arrugado, bajo el que fríe las palabras, cambia el disco de tiza para poner jazz que escucharon los miembros del Club de la Serpiente, acompañado de mate.


 Hasta los gorriones saben que esta venta es un gramófono encubierto y bailotean indistintamente por la platina picoteando los restos de notas negras, corcheas, semicorcheas, fusas, semifusas… desperdigadas por los suelos.


  Es extraño que no hayan aparecido mandriles. Seguramente se han entretenido en la tienda de enfrente comprando flotadores y colchonetas de playa o toallas multicolores o postales de la Torre del Puerco para cuando regresen a la sabana junto a los elefantes.

miércoles, 23 de octubre de 2013

Venta la Ventolera



  La ventolera no arrasó y desarboló, desperdigando los trozos desgajados por el campo, la venta en cuestión, sino que los trasportó como en un tornado de mudanza para posarlos en su justa identidad arquitectónica, en el Barrio Jarana. El caos de las partes, atrapadas en el remolino airoso, devino en orden confinado y determinista, de ecuaciones integrables en una larga y cansina finitud de pasos, concretándose en un punto de reposo del villano o del honesto sin barba. 



  Pero por si acaso se puede deshacer la impostura de los vientos contratando a Derribos y Excavaciones, cuyos tractores en el solar colindante operarían autodestructivamente, sin nadie guiando el volante o maniobrando las palas, solo soldados de aire. El viento restante es, en suma, al presente, solo una huella somnolienta que refresca la autopista de caracoles hacia las Malas Noches.




  Las tostadas de campo son vestigios de un frenesí de los cencerros que tocaban arrebato cuando las tropas armadas de palos de golf avanzaban hacia los verdosos collados de Villanueva Golf Resort. Las sillas de Coca-cola son arrojadizas y siempre se estampan contra el enemigo por el lado de la mantequilla. Las copas de fútbol no las premia la tragaperras de Pancho Villa: son un acopio de firmas que luce el insurrecto jubilado de infantería de marina, uniformado de caqui vietnamita para desplumar las aves del corral.
  Aparte de las familias monoradiales apacentando bajo el porche, Tristán e Isolda, calladitos, degustan, en el comedor accesible por una cortina de greña rastafari, la última copa, la del olvido de quienes fueron apasionadamente unicarne en el largo viaje en barco que sus respectivos cónyuges consintieron, según la versión de Marco Antonio de la Parra.
 




  Accedí por una rampa de pinares: la garganta del dragón que engulló el tornado en retirada, depositario de aquel excelso reconstituyente para el viajero. Y me disipé por la prefectura del capitán Renault, no lejos, con el nombre clave de Venta Santa Gema. 



  Aquí son retenidos los jirones de evadidos, ladrones de canicas del hoyo y bebedores de cerveza con espuma de afeitar, que intentaron el salto a América. Solaz guardia de rutina, nostálgica de guerras europeas, sin el apoyo logístico y tractorizado de unos Derribos y Excavaciones.