jueves, 18 de agosto de 2016

Venta la Parra



   El mejor escondite: detrás de la parra. El pudor genital oculto, no sea que Lilith me atrape con su hermosa cabellera, perfumada, rizada, elástica, prensil. Beso la manzana, sin morderla. Es mejor así. No tanto escarbar en el corazón para luego más tarde no saber qué semilla plantar, y dejar el hoyo vacío. O agolpado de tantas variedades que más que brotar una emoción infinita y poliédrica no cuaja ninguna, porque entre ellas se estrangulan y asfixian. Huyo hacia la superficie del agua, como el pez abisal, esperando soportar las abrasadoras gotas de la luz efímera, sin tu llamarada de las profundidades. No es posible colmar una cucharada más de nostalgia en atención a ese largo viaje siempre pospuesto.





   ¿Verdad que Sigrid no sabía nada? Bailamos, e insisto en la pregunta. Ella insiste en la respuesta. No es hija del doctor Hans. Ni sabía nada. Y es su insistencia en el desconocimiento la que acaba convenciéndome de que en el tren viajaba yo solo, de que la sensación de hacinamiento era falsa, de que los empellones eran imaginarios, de que el hambre y la sed eran soñados, de que el miedo era solo una vibración incómoda, no una amenaza o un mal presagio. De que ella no era la chica que conocí en una plaza de Weimar, castaña, pura, espontánea, y que me conmovió con su deseo de hacer un viaje juntos. Es tan inoportuno asomarse al otro lado de las alambradas. Descubrir los barracones de terciopelo y oro, las duchas de laca y cristal, las letrinas de esmalte y seda… La felicidad es la súbita certeza de existir, incluso en el dolor. Incluso en el dolor de tanto oropel, de tanto lujo y regalo. Ya cojeo, y aún no he saltado del tren en marcha, aún sigo imaginándolo distinto, con un vagón restaurante para nosotros solos. Y seguiré en mi debilidad de creer tu engaño, de que no sabías nada, de que, a la sazón, era inútil saber algo, sospechar siquiera que yo, al que regalas tanto entre tanta usura de tu tiempo, iba ya en aquel tren. Los demás debían ser seres igualmente solitarios y desafortunados, criaturas errantes, figurantes contratados para hacer más ridícula la percepción.



   Qué hermoso es desmentir el amor definido desde el subsuelo, por más que uno mismo no esté libre de ceñirse a sus reglas, de probar la magnitud de su poder, el que le otorga el sujeto amado para verificar su sometimiento moral, para decretar su inferioridad, para tiranizarlo voluptuosamente. No; amor no significa ser tirano; ni dominar; ni odiar. Es el abrazo latente que se resiste a no ser necesario, que se reserva para cuando realicemos la promesa del viaje, para cuando decidamos saber, al margen del paisaje de detrás de las alambradas, de una calle de San Petersburgo, del prostíbulo donde amanecí borracho y reconduje la conciencia de Liza hacia la creencia en la redención de la mujer mediante el amor.




   Huyo emboscado en la parra, para soportar mejor este largo verano, el vasto vacío de una ciudad huérfana, sin ti, sin el presentimiento de tu andar resuelto por los pasillos interminables, por las cafeterías donde se ha estropeado el piano y ponen música de tragaperras, por la trampa de los escaparates en donde el desarreglo de los maniquíes muestra su mayor confianza en llegar a tiempo a una cita contigo. Huyo de la soledad de las ciudades, propicia a la locura. De la excesiva libertad que brinda el anonimato, la mimesis con la muchedumbre, la fusión de los rostros. Huyo de aquí, para ejercitarme ahora en la huida de allí, a donde voy, en la búsqueda de otro refugio, donde ahuyentar al extranjero de mí mismo que te añora, y lucha infructuosamente por olvidarte.


miércoles, 3 de agosto de 2016

Venta Tártaros



  Todavía quedan tártaros. Camuflados, mimetizados, confundidos entre la gente normal. Perdieron su afán de conquista, pero no su vigor natural, su obstinación por las pequeñas posesiones. La derrota, la desposesión fue mayúscula. Huyeron de sus tierras (Ghengis Khan, entre otros, les propinó una buena tunda), se exiliaron, en algunos casos fundaron pequeñas comunidades, en la mayoría vivieron solos. Mantuvieron sus hábitos, sobre todo, el de la perpetua preparación física contra enemigos hipotéticos. Para mejorar la calidad de los entrenamientos ensayaron a menudo sobre enemigos inventados.



   La mínima perturbación en el horizonte de sucesos de sus costumbres austeras, simples, los desazona, los destempla, los ponen en guardia. En el baúl de sus secretos guardan el sable, que afilan, prueban sobre carne magra, tierna, frágil. Entonan sus letanías características, los salmos rituales de la guerra, los aullidos que el viento expande. Esperan una reacción antes de tener que usar el arma, su reliquia secreta, una retractación del desatino amenazador que los hirió. Refuerzan la intimidación con una sacudida, una verborrea victimizante y acusatoria, una mirada que fulmina, un rostro que se crispa, un aspaviento que golpea, un apretón que encuentra un cuello propicio. Y, por último, una retirada satisfecha a la inmensidad de su territorio acotado por cuatro paredes.





   Los agredidos callan, deponen su gallardía, sigilan sus pasos, contienen la respiración. Escuchan sin ser oyentes casuales como Farinato y su madre, porque, a diferencia de estos, les acusan de una malicia solapada, una intención desquiciadora. Les gustaría interpretar la verborrea, la admonición reiterada, el atosigamiento coactivo, para conocer la verdad que se esconde detrás, a la que tienen derecho, de la que tienen necesidad para no ahogarse en la locura. No saben que están ante un tártaro. Y sufren enmudecidos, agarrotados, paralizados en un espasmo de terror absurdo, porque no son vistos como quienes son, sino como los enemigos que han inventado para ensayar en ellos su virilidad musculosa. Pasado el tiempo, después de muchos episodios de olvido, necesarios para sobrevivir, encuentran testigos amables que los alivian, al dejarse contar. Y, en no pocos casos, se enamoran de ellos.


   Y ellos se constituyen en los depositarios de los sufrimientos inútiles que hay repartidos por el mundo, gracias a lo cual, evitan la exacerbación de la locura. La desproporcionada reacción de los tártaros no tiene otro objeto que verificarse a sí mismos lo saludable de su rugido bélico, viendo cómo consiguen provocar la huida por las pistas sin distancia de un laberinto, de un cerco sin salida. Los testigos, al reiterar libremente la costumbre de escuchar, conciben que llegó el momento de establecer una rutina escuchadora férrea, que no deje hueco al desconcierto de una improvisación ni de catastróficos vacíos que pongan en entre dicho el testimonio que han recibido. Si se cumple la rutina, en no pocos casos, se enamorarán de ellas.



  Establecido el triángulo amoroso ocurrirá indefectiblemente lo que augura Juan Benet: un desenlace fatal: la muerte, la desgracia o la separación de los tres protagonistas. Todo menos el final feliz. Sin embargo, hay una excepción. Que uno de ellos sea El amante discreto de Lauren Bacall.







   Tan discreto que respira bajo el agua mientras lo retrata Berta Llonch y escribe poesías alentadoras: Ahora que ya no sientes / la furia del ridículo encendiéndote / y me miras llorando… […] Ahora que la certeza del final / se te ha clavado justo en las pupilas / y la vida te penetra regalada… […] Ahora entiendes mi prisa, / mis ganas de tenerte / antes del dormitorio, / mi insaciable ansiedad / encarnada de piel y de saliva… […] Ahora me pides… / que recupere el tiempo con mis manos. / Y yo tan solo sé / seguir amándote.