domingo, 31 de agosto de 2014

Venta Rosario



  Rosario de Acuña se especializó en granjas avícolas, y para ello no viajó a África como Karen Blixen, que no leyó su tratado al respecto, y por eso cultivó café. Lo hizo a un pueblo de Cantabria, y consigo marchó un amante joven (y su hermana), aplicándolo en las mañas de cebar pollos, pavos, etc., en las de cultivar las letras y otras pericias que sonrojarían los paladares. Atrás dejó al crápula marido (teniente de infantería), que, por azar afortunado, murió al poco de habérsele emancipado; y dejó la capital, el triunfo del espectáculo dramatúrgico y a una sociedad conservadora y clerical, no apta para liberalidades, promociones feministas y libelos subversivos (para evitar la cárcel se exiliaría en Portugal, hasta la llegada al gobierno del conde de Romanones).



  Circunscrita a la venta habitan algunos pollos que portan su insignia alimenticia baja en colesterol y rica en plantago ovata, así como otras semillas alucinógenas (CPH4 para potenciar la capacidad cerebral), y ejercicios gimnásticos (flexión de cuello para picotear y beber de un cacillo, genuflexión de alas, etc.), según las indicaciones del manual que dejara la asturiana.



  El interior de la venta carece de atractivo salvo porque tras el silencio autoestopista escucho, lejanas, las notas intrasferibles de un Divertimento para violonchelo de Krzysztof Penderecki, adjuntas a un video clip indigerible, que trata de resucitar a Filippo antes de que logre el éxito en algunas de sus ridículas tentativas de suicidio.











  Afuera paran los camiones, que certifican lo que es enjundia carreteril, cuanto las degustaciones son elogiables por su calidad y baratura, muy lejos del delirio claustrofóbico de una Venta Andrés. Es natural que, en esta, merezcan haber quedado atrapados los pellejos confinados por la motosierra nuclear, la pistola jurásica o el perfume magnetizador, trasformados, por fin, por decreto ovidiano metamórfico, en bustos de bronce, hasta tanto no se certifique su fundición.














  Es plausible pensar que los conductores de buques excursionistas también hicieran paradas de repostaje en ventas así, tipo la del Rosario, de haber un canal fluvial atravesando los campos, lo que no es impensable si se escarbase una zanja partiendo del cercano consorcio de aguas de la zona gaditana. Lo malo es que el turismo arrastrado atraería la venta ambulante de ávidos salchicheros como Ignatius Reilly, que acabarían asqueando la iniciativa.






  Casi es mejor conservar el toque baldío, la fragancia avícola rosarioacuñesca, sobre todo por no malograr la presencia de un árbol mistérico, que destaca como lo harían unas enormes palmeras con abrigos de piel en un jardín botánico o un pino pinchadiscos en medio de un barrio residencial isleño. Aquí su solitariedad y reposada altivez lo asemeja al árbol del conocimiento del bien y del mal. La serpiente ya ha debido susurrar al viento las propiedades pecaminosas resultantes de la probatura de sus frutos.





  Me pasmo contemplándolo hasta trasmutarme en la intemporalidad de una estatua de Juan Luis Vasallo, como si fuera Rosario de Acuña embobada frente al castaño de indias del que una ráfaga de viento otoñal arrancó la hojas llenas de vida microscópica. Empiezan a revelárseme varias significaciones. La primera evoca la propia lucha por la vida que la escritora relata sobre una hoja de árbol entre la hormiga roja formica rufescens y la negra formica fusca. La primera es robusta, salvaje, fuerte y vive de someter y esclavizar a la otra, que es negra, pequeña, inteligente. Necesita que sea así, para su propia supervivencia, ya que carece de capacidad tenaz y laboriosa. La otra se ha revelado, no porque ella misma quiera encontrar la libertad, sino por sustraer a la larva que defiende, del mismo proceso de esclavización. La lucha es una epopeya digna de cantarla los homeros y virgilios que hubiera entre las hormigas. La hormiga negra, pequeña, protege con sus patas traseras la larva, y ha logrado inmovilizar las acometidas de la grande roja, atenazando sus antenas. Así han quedado durante horas, durante días, sin decidirse el resultado, salvo porque, finalmente, un viento ha barrido a ambas, y a la hoja convertida en el ring sobre el que se dirimía la pugna.
 







  La segunda significación alude al del conocimiento del bien y del mal, no porque uno solo de los inducidos por la serpiente haya probado el fruto prohibido sino porque lo han hecho los dos asiéndolo de distintas ramas, las que, ofreciéndolos distintos, han abierto sus mentes a conocimientos complementarios que los han vuelto más amantes y más sabios. La amistad es una forma de amor, el amor es una forma de amistad, y no se sabe dónde puede encaminar salvo porque corrobora aquella máxima tan sensible, atinada y fructífera con que la ilustraba Montaigne, para su erróneo entender, excluyendo al sexo débil de su experiencia: Si en la amistad de que hablo el uno pudiera dar alguna cosa al otro, el que recibiera el beneficio sería el que obligaría al compañero, pues buscando uno y otro, antes que todo, prestarse mutuos servicios, aquel que facilita la ocasión es el que practica mayor liberalidad, proporcionando a su amigo el contentamiento de realizar lo que más desea.


  La tercera significación reporta la exención vacacional de los dioses, por prescripción del altísimo Zeus, ahora encoñado en agasajar a Leda, disfrazándose de cisne. No durará mucho. Solo hasta tanto un poeta tan fecundo, preclaro e inteligente como Fernando Pessoa decida su regreso. El regreso de los dioses.









  Por la forma del contorno del árbol también se infiere una última significación, concomitante al fruto que atesora una de las ramas, distinto de los otros, y de cuantos brotan por doquier en sus sorprendentes vástagos, cada uno de distinto sabor y textura. En este caso es un huevo frito.
  La forma del contorno es de corazón, como no podía ser menos. Porque es que los dioses, cuando no andan rastreramente zancadilleándose o malmetiéndose son también un poco pasteleros. Y si no que se lo digan a Jun(c)o, aunque nunca montara en sidecar.








lunes, 25 de agosto de 2014

Venta Andrés



  La venta está en un cruce de barbarismos, y por eso ha succionado y atrapado a una muchedumbre en espera de su turno de palabra. Los alrededores aparecen despoblados. La Venta el Pedroso, mucho más egregia e imponente, sugiere una ausencia fantasmagórica o la Casa Usher resignada y lista para ser pasto de las llamas en cuanto anochezca; y el puesto de sandías y otras frutas, la devastación causada por el saqueo despavorido de unos infectados de ceguera blanca.







  La realidad es la hipótesis más convincente, pero no es la única, y, de las otras que cabe aventurar, alguna, mediante experimentos probatorios de sus predicciones, habrá que destaque y sea admitida por la comunidad científica con su cuota de probabilidad. En un radio de al menos el número e de kilómetros a la redonda se ha producido una estampida inversa de eyaculadores-libro, para, una vez confinados aquí, esperar su turno de palabra. No ha sido una estampida divergente, sino convergente, como magnetizada por un perfume elaborado con esencia de púberes asesinadas o acorralada por la acción de una motosierra nuclear homicida.






  Las puertas están aparentemente abiertas, las ventanas accesibles al interior de afuera, los pasillos intermitentemente francos, las carreteras expeditas, no vislumbrándose la evidencia de aquella amenaza sino por la presciencia respiratoria de un ángel exterminador. Si pudieran hablar, saltándose los turnos de palabra, aún no dispensados por el artilugio rotatorio al efecto, acordarían esgrimir un cartel apelando a la capacidad indultora del juez Garzón hacia las aceiteras; pero como solo pueden eyacular, es decir, iniciar la fuga hacia la farragosa región de las disculpas, aguardan al veredicto del sueño ridículo.








  Lo mejor sería tener una amiga confidente al estilo de la sra. Jordan (una intrusa, una topo en la alta sociedad), quien a su vez recabaría toda la información pertinente del mayordomo Drake (un intruso, un topo experto en señalar con mano enguantada la vacilación de las puertas), a la sazón, su prometido, antes de escucharlos, para así, no ya elaborar una contrarréplica inteligente, sino un veredicto más ajustado a su impertinencia de ser. No habría de alcanzar el grado de amistad manifestado por su suma excelsitud y similitud de almas entre Montaigne y Le Boëtie, sino uno más liviano y chismoso (aunque no por ello menos práctico), como el que aquella sostuvo con la telegrafista de Cocker.
  Por descontado, el simio lector, descendiente del gran César, consumió en el tiempo estipulado la lectura de En la jaula, tras lo cual, regresó a su tiempo letárgico en los estantes del departamento de bestiario de El Corte Inglés. Ni que decir tiene que su conjetura de que el libro El sueño de un hombre ridículo de Dostoievski hubiera sido sustraído por una mano despiadada, inconsciente de la apetencia que había suscitado en el indeciso lector apostado en un banco del bosque de eucaliptos, era errada, pues, por supuesto, aquél llegó a tiempo para su adquisición y su lectura. Tanto mejor, cuanto solo por los alrededores de San Petesburgo era presumible la existencia de una Venta Fiòdor, donde probar a encontrarlo prestado.






  El riesgo de intromisión en un sueño de confinamiento de los eyaculadores-libro lo desvela ya Dostoievski en su relato, donde toda la felicidad que emana de una sociedad de virginales no manchados por el pecado de origen se malogra por su propio efecto contaminador. El elegido para espiar a los ingenuos (colmados de una felicidad suscrita incluso por Pessoa en una de sus primeros poemas: A veces, y el sueño es triste, / en mis deseos existe / lejanamente un país / donde ser feliz consiste / solamente en ser feliz. / Se vive como se nace, / sin querer y sin saber…) se convertirá en profeta chismoso omitiendo que su presencia perturbó el inmaculado devenir de los soñados hasta trasformar aquella sociedad en una pesadilla que corrió a buscarlo a las vigilas que lo flanqueaban para que redactase unas nuevas escrituras que les guiasen hacia la felicidad que habían perdido. Aunque cabe demostrar, y la argumentación y las pruebas irracionales son consistentes y dimanantes del propio sueño, que la degeneración posterior al entrometido no habría sido posible sin la preexistencia de agentes sediciosos y perturbadores ya conspirando, sí es verdad que su irrupción absorbió parte de su benevolencia en la misma medida que gangrenó a aquella de malevolencia. Si, por el contrario, la sociedad visitada durante el sueño hubiera sido degenerada y maliciosa de un principio, la equivalente absorción de un mismo porcentaje de maldad, regenerando allí bondad, habría producido el mismo efecto al despertar, no ya solo mesiánico, sino singularmente elusivo del uso suicida de la pistola que había quedado sobre la mesa. Ya sabemos que el suicida es alguien dispuesto a dar la vida por sí mismo, y si, además, lo apabulla el efecto iluminador de un sueño ridículo, puede convertirse en un profeta justiciero o Mesías pistolero, es decir, en alguien dispuesto a quitar la vida por sí mismo.



  Lo mas seguro es que todos los eyaculadores-libro confinados en la venta sean una multitud maupassanttiana al cabo de las horas, un solo cuerpo, una sola voz, una sola obsesión. La única posibilidad de salvación será la de quien se muestre capaz de sustraerse a la alienación de la mayoría, al pensamiento único enardecedor, a la propensión histérico-destructiva, al oleaje de los escupitajos de sí mismos. Solo aquél que demuestre su conversión de eyaculador-libro en persona-libro podrá librarse de la solución final dictada por la motosierra nuclear acorraladora o de la acción pistolera del profeta del sueño ridículo o del alquimista de perfumes magnetizadores.







  Ya lo decía Pessoa: Hay dos vidas, la vivida, y la pensada, no sabiéndose dilucidar cuál es la errada y cual la certera, si no es que la verdadera habita en medio de ellas. Si no ascendió al castillo (Vi en lo alto el Castillo / donde soñaba llegar / mas reposé de pensar / al pie del Monte Abiegno), prefiriendo el reposo al pie del monte Abiegno, no fue porque su pensamiento no lo acompañara en la ascensión, al contrario, aunque físicamente cedió al descanso, y es lo que plasmó, mentalmente ascendió y penetró los muros cubiertos de su pudor de yedra, a fin de gozarse en la dama, su dueña. El verdadero, pues, promedio entre lo vivido y lo pensado, alcanzó un punto intermedio en la ladera del monte Abiegno.






  El premio para la persona-libro que eclosione de entre los eyaculadotes-libro de la venta Andrés no solo será su exclusión del merecido exterminio por la motosierra nuclear, la pistola jurásica o el perfume magnetizador, cobrando impulso para afrontar la vía de servicio hacia las estribaciones de Medina Sidonia, y de ahí a Chiclana, sino la exquisita comunión con el alma de la dama encastillada, a penas columbrada por Pessoa (Cuanto fuera amor o vida / detrás de mí lo dejé. / Cuanto fuera desearlos / no recordé, que olvidé), mucho más firme y genuina que la formulada por Montaigne, partiendo de su relación ejemplar con el artista Le Boëite. Porque aquél, aunque negó la posibilidad heterosexual de la misma con un machismo abominable, no dejó por ello de apuntarla como una hipótesis de perfección, si, por aquel entonces inviable, hoy perfectamente factible: Si pudiera fundamentarse y establecerse una asociación voluntaria y libre [de amistad], de la cual no solo las almas participaran sino también los cuerpos, en que todo nuestro ser estuviera sumergido, la amistad sería más cabal y más viva. Pero no hay pruebas de que el sexo débil haya dado pruebas de semejante afección, y los antiguos filósofos declaran a la mujer incapaz de profesarla.





  Las fluctuaciones de la historia y la sedimentación del conocimiento en lugares inaccesibles durante un tiempo prolongado hasta tanto la tecnología, el azar o el empeño de algunos locos no los rescate impide el reconocimiento de sociedades donde relaciones insospechadamente adelantadas se dieron. Lo contemporáneo recurre solo a un sesgo de lo arcaico para respaldar una aseveración falsa. Esa negación de Montaigne hubiese sido fácilmente rebatible de haber tenido conocimiento de la historia de la Dama de Cádiz, cosa por otro lado imposible, puesto que en su época aún no se había descubierto. Es un error considerar que la diferencia de setenta entre este sarcófago femenino (470 a. C.) y el masculino barbado (400 a.C.) descubierto un siglo antes, descarte considerar que fueran amantes. Para empezar y terminar porque el arqueólogo que apostó por su existencia (de la que estaba convencido, y que no quiso desvelar pese a vivir durante 20 años encima de donde yacía sepultada, haciendo como que la buscaba en prospecciones por otros lados de la ciudad, para despistar), se reservó el exclusivo disfrute durante muchos años de aquella historia sin par y, todavía, para preservarla del todo, antes de trasladarse a Tetuán, manipuló las fechas para que nunca sospecharan de ellos ni, destapando la verdad, mancillaran su prístina relación. Porque no nos cabe duda que fueron arquetipo de una amistad más cabal y más viva, a tenor de que no solo de ella participaron las almas, sino también los cuerpos.