viernes, 10 de julio de 2015

Venta Lomopardo




  He apoyado la bicicleta en uno de los barriles de la entrada, que están vacíos, y sirven para adornar el frontal del porche. No hay parroquianos en la aireada terracita, en el regazo de sombra que alivia el solano veraniego. Es media mañana, buen momento para, trascurridas dos horas desde el desayuno en la Venta Algarrobo, refrigerarse. La venta es del mismo nombre que este poblado sobre una loma que parte de las estribaciones del Guadalete, a la altura en que lo corta la carretera entre el cruce hacia el Portal y Estella del Marqués. Los dados de las casas se han ido adosando manteniendo la vertical (hay quien propuso ensayar unas casas oblicuas, es decir, perpendiculares al plano de la montaña -no a la tangencial terrestre-, a fin de un posible aprovechamiento de la fuerza centrífuga planetaria caso de intentar alcanzar la velocidad de escape después de arrancar los hornos de cocina nucleares), y así se han ido solapando hasta la mitad de la ladera, no hasta la cumbre. La otra mitad se empina demasiado, quedando el flanco septentrional para los agrestes apaños naturales, y el flanco meridional, cortado por la carretera, para el ansia plantacional humana de girasoles, maiz, trigo, etc. La carretera, estrecha, reverberante del sol, termina, tras encabritarse como un caballo logarítmico, en la vertical de despegue de los cohetes de Tomorrowland.











 En el interior hay fotos de festivales brontosaurinos y unos herbívoros disecados (el tamaño de las perdices melenudas parece insuflado), resultado de las batidas cinegéticas. Cuelgan de una viga del techo, sobre la barra, ristras de ajos, cebollas y calabacines desecados, en prevención, seguramente, de un ataque de brujería. La ventera, que tarda en asomar, se asemeja a la Meroe que hechizó a Sócrates en su viaje de Macedonia a Tesalia, a la altura de Larisa, volviendo de acudir a un torneo de gladiadores. Si le arrebata una fiebre de calentura no he yo de sucumbir, si no a riesgo de trocarse el placer pasajero en una ulterior humillación esclavizante. No tengo conocimiento de su fama, la cual suele servir para precaverse, no ya de su inducción libidinosa (esto es difícilmente soslayable), sino de su poder metamórfico (cuántas ranas, cabras, borregos y gallinos de los alrededores no habrán sido peregrinos amantes, que, después de solazarse con ella, rechazaron obedecer sus subsecuentes caprichos). Me fijo mejor en unas cornejas disecadas, y, a tenor de unos mohines instantáneos de horror antes del ser paralizadas, bien pudieran haber sido confiados y advenedizos amantes.




  La verdad que es una chica sugerente, con un contoneo de caderas que recuerda a la Sole, la camarera de la Gigantilla, en Conil. Las leves untuosidades y pringues en la ropa contribuyen a un desaliño erótico, en la cocina ha de alcanzar la máxima expresión de su belleza libidinosa, siempre que aparezca un tal Roque que sepa derrocar su inicial resistencia y celo profesional. El coronel Peralta ya puede aguardar en la mesa a que decida aceptar su propuesta para pasar un cargamento de hachis por el Estrecho, mientras él se despacha en la cocina entre grasas y aceites que estallan de jubilo y contribuyen a la lubricidad del acto. Las carnes se maceran y rezuman a golpes de macho apetente, después de los muchos meses de celibato carcelario, y los gemidos escapan por la traspuerta hacia el campo cual una sinfonía mas sublime que cualquiera de las grandes obras del maestro, compositor y director Barrientos (el del pañuelo a cuatro nudos en la cabeza).



 Me sirve un zumo de uva en botella de cristal, y antes de que yo la requiebre, desaparece por la cocina. He estado lento, sin duda por las anteriores conexiones que he establecido, con la Meroe y la Sole. Me ha cohibido este desliz alucinatorio al que, sin duda, contribuye el calor. Tampoco hubiera sabido qué piropo soltarle, que no me avergonzara a mí mismo, y a cuya reacción yo pudiera estimar la procedencia de insistir y dar escape a mis incipientes anhelos. Uno no debería ser tan vergonzoso, sobre todo viniendo de un viaje agotador y estando pendiente de proseguirlo. La ventera, hostelera o camarera que se precie, y sea consciente del valor de su trabajo, no despreciará cualquier lisonja, por embarazosa que sea. El viajante encuentra así ánimo, estímulo, refresco, y ella ha de saberlo y ser condescendiente. Tampoco es que haya que ser explícito. Basta un saludo fustigador, tal que: “¡Salud, buena moza!”, estilo el Mulero que llega a la Venta Palomeque y pretende a Maritormes. Si ella, a continuación, no esconde su garbo, aunque bajo una envoltura gentil y correcta, entonces podré añadir: “¿Te acercas para que pueda decirte una cosa al oído?” Lo que sera suficiente para sospechar mis intenciones.




  El zumo lo podría despachar de un trago, pues así de acalorado vengo. No son mucho los 20 ml de su contenido, los he de dosificar si quiero tener tiempo para pensar una estrategia que me posibilite abordar con ilusión de bicicletero andante la cuesta de despegue de Tomorrowland, y las subsiguientes, no tan empinadas pero si costosas y prolongadas, hasta Estella del Marques. Es posible que me falte el arrojo del Mulero, pero no la enjundiosa estulticia de el de la barba de chivo, a quien Maritormes pudiera confundir en su escaramuza al pajar. Bueno; no albergaré tal esperanza, pues no es mi intención pasar aquí la noche. Me bastará con sentir la flaqueza del Bolchevique, si es que la ventera reacciona a mis lisonjas con vehemencia e insultos, y yo le descubro, mientras intente vengarme, una hermana quinceañera del corte de la duquesa Olga, hija del zar Nicolas II. Demasiado joven para que mi afán alucinatorio le atribuya los encantos de una vulgar campesina (llamémosla Aldonza Lorenzo), pero no tanto como para no escribirle unas Cartas a una duquesa rusa sobre varias cuestiones de física y filosofía, del estilo del matemático Euler. Descartada la dicotomía entre sentimientos de pederastia y de redención de mi etapa adolescente, me dedicaría a agasajarla con cuestiones más eruditas, sobre las que ya podría empezar a cavilar mientras acometo algunos puertos de montaña (dejémoslo en unas colinas de poca monta). Seguro que si me empeño, descubro entre mis habilidades la de desmontar algunos presupuestos matemáticos. ¿Que tal el de que los números primos de Fermat no son primos al existir un divisor para n=5? (Aunque ya está desmontado, precisamente por Euler, aún desconozco el procedimiento, lo que me incita a enfrentarme a ello por mí mismo.)





  Hay una escalera de caracol en el lado izquierdo según estoy de cara a la barra. Aunque es de forja, conserva un aire victoriano, por la evocación de los tímidos adornos magnificentes. Se parece a la de la librería londinense Marks & Co., solo que es imposible tener la certeza de que, dondequiera que conduzca, haya largas estanterías de libros antiguos e incunables; ni siquiera de que haya libros. Perfora el techo de manera inquietante, sugiere, sin duda, no la emersión al exterior, al que asomarse como desde una tanqueta que patrullara en Herat, sino a una caverna fabulosa, con pinturas rupestres y, acaso, un monolito en el lugar del televisor. Es posible también que no conduzca a ningún sitio, que solo se pueda subir y bajar por ella, sin salirse, nada más por el mismo punto de acceso. En cuyo caso su finalidad ha de ser, no un ramplón ejercitarse (muy sano, por otro lado, ya que si en los ambulatorios se puede leer lo beneficioso para el gasto de calorías que es subir escaleras, no digamos si son de espiral), sino experimentar la sensación de envolvimiento traslacional y giratorio. Es una sensación única en el mundo que está poco explotada. Solo remontamos escaleras espirales que conducen a algún sitio: lo alto de un faro, una torre, una grúa, una estantería..., sin darnos cuenta de que avanzar girando es una de las técnicas motrices más apropiadas para alcanzar con precisión un objetivo, y si no piénsese en los obuses.







  Concluyo el zumo y la ventera no aparece. La opción de irme sin pagar siempre me asalta en estos casos, no por el ridículo ahorro que supone, sino por la lección implícita que infligimos. “Deberías haber estado atenta en tu puesto de trabajo”, venimos a querer espetar. “Ahora a ver cómo se lo explicas al Jefe” (suponiendo que, en este caso, ella tenga jefe, lo que es bastante dudoso).
- ¿Me cobra, por favor?
Así, proferido en tono suplicante, al aire, resulta grotesco y humillante. De manera que ella emerge de sus cazuelas, pócimas brujeriles, retozos en el pajar, disecaciones metamórficas o lo que sea no para demostrar que así se gana la vida sino para hacerme el favor de no entretener más la continuidad de la mía. El lapso del refrigerio no debe alargarse tanto como para enfriarme y hacerme perder el ritmo de la carrera; al menos, es la razón que ella debía entender para no tener que hacerse de rogar.
No he mencionado que llevaba puestas gafas de sol, y con ellas emerge de la cocina. A lo mejor es porque cocina a fuego llameante deslumbrador.
- Es uno con cincuenta -me indica mientras se limpia las manos de grasa con un trapo.
La voz ha resultado ser más fina de lo esperado, casi inaudible, y algo nasal. Le pago, y mientras aguardo el cambio, recupero mis deseos de piropearla, o, al menos, de cruzar unas pocas palabras más, para acopiar alguna más sublime ensoñación para el camino.
- ¿Tendría por casualidad una copia del octavo libro sobre cónicas de Diofanto? Y si es el que leyera y estudiara Fermat con anotaciones en los márgenes, mejor que mejor. Ya sabrá que la mejor de sus contribuciones, el teorema de Fermat, quedó escrita en los márgenes de dicho libro.
- Deduzco que a usted le gustan las anotaciones en los márgenes de los libros – me contesta mientras se demora en traerme desde la caja registradora (es decir, la pantalla-plana registradora) el cambio de los cinco euros que le he entregado.
- Así es – es curioso que no le haya inmutado mi rebuscada pregunta-. Y más si se trata de las de un genio de las matemáticas. O las de cualquier genio. O las de cualquier lector que haya ejercido su derecho a la ocurrencia contestataria. Ahí mismo, aprovechando los huecos y márgenes del papel, se le rebate. Qué interesante sería que el escritor recibiera de vuelta su propio libro poblado de apostillas y acotaciones. Para que espabile.
Deja pasar un silencio intencionado, mientras viene hacia mí con el dinero de la vuelta. Al extenderme las monedas, desde la ambigua distancia que interponen las gafas de sol, y que poco casa con los tiznes de grasa de la ropa, profiere:
- Precisamente arriba – hace un gesto imperceptible en dirección a la escalera en espiral - conservo muchos libros con anotaciones en los márgenes. Son libros ingleses antiguos, forrados en piel, y con títulos dorados. De Walton, Donne, Blake, Austen, Woolf... Los compré en Nueva York a una vieja que murió medio arruinada, y que era reacia a desprenderse de ellos. Apenas les he dedicado tiempo, tan solo he hojeado aquellas páginas donde había anotaciones en los márgenes, pues entiendo que son pasajes que han resultado interesantes al lector, sin duda más avezado que yo. Curiosamente hay libros que contienen dos tipos de anotaciones. Deduzco que las segundas, distintas por la caligrafía y por ser más recientes, debieron ser contraanotaciones de la propia vieja. Usted parece entendido en el tema. Si desea acompañarme y echarles un vistazo.









 Lógicamente la sigo, una vez da un rodeo para sortear la barra. Estoy fascinado por la enorme casualidad de este hallazgo, aun antes de haber comprobado sus palabras. De alguna manera me interesa creerlas, y por eso no las pongo en duda. Cosas más inverosímiles se han visto. Es cierto que no pega una ventera de Lomopardo en Nueva York, salvo que rebusquemos en el distrito de Queens, adonde confluyen todo tipo de inmigrantes ilegales, a cual más estrafalario.

  



  Al pie de la escalera de caracol sufro una repentina zozobra, al no decidirme a cederle el paso, cual es mi primera intención, precediéndola, como es lo natural por ser la ventera y la guía por un espacio al que soy ajeno. Pero es que, si lo hago, su culo, tras los primeros peldaños, quedará a la altura de mis ojos, y no digamos sus piernas, cuyos contornos y vertientes provocan tal vértigo que difícil es no perder el equilibrio y asirse reflejamente a ellas. Besarlas inmediatamente sería la más natural forma de adherencia y de conservación de la estabilidad.
Ejem. Ella me precede (sabe a lo que nos arriesgamos). Y yo, final y cobardemente, subo detrás con los ojos cerrados. Tanteo levemente el pasamanos para guiarme y no tropezarme y precipitarme de bruces entre sus nalgas. Los pasos resuenan, la escalera vibra como los armónicos de una guitarra. El sonido de los suyos determina la velocidad de aceleración y el momento de frenar al alcanzar una puerta que abre con unas llaves (lo infiero por el tintineo y el giro de los goznes). Sus pasos suenan ahora sobre un piso liso y resbaladizo, mientras yo, cada vez más torpe por la insistencia en mi ceguera temporal, alcanzo trastabillante el mismo espacio. La puesta golpea tras de mí. Abro los ojos. Es una alcoba hermética y oscura, salvo porque una luz automática ha detectado nuestros movimientos y la ilumina sin mucha convicción e intensidad.
- ¿Y el monolito? - profiero algo alarmado mientras escruto el sitio -. Ejem. Perdón: ¿y los libros? ¿Donde están los libros?
La alcoba es ramplona pero acogedora. Con los tonos adecuados para cubrir los secretos del día, es decir, las replicaciones de las noches de ensueño que no pueden materializarse. Ella sonríe con cierta malevolencia. Una sonrisa que debe alcanzar a los ojos, ocultos tras las gafas de sol, provocándoles una contracción más hechizante.
- Tranquilo. Primero hay que bailar un tango.
Y diciendo esto, aproxima su cuerpo al mío y alza las manos para que se las coja en la posición de partida. Sin inmutarme, inclino la cabeza para ver desde tal proximidad la vertiente que acaba en las piernas longitudinalmente excesivas. Hay que tirarse por ellas. La pedalada hasta la cumbre de Lomopardo ha sido asfixiante. El sol me desfallece y provoca delirios, a pesar del refrigerio. Me dejo caer al otro lado de la pendiente de despegue de los cohetes de Tomorrowland. Y ruedo. Ruedo. Hacia Estella del Marqués.