viernes, 6 de febrero de 2015

Venta La Carreta




  Salí en busca de Anatol, el profesor de Instituto de Umbertha. No lo hice en nombre de nadie: ni de su editor Huvlac (al que había legado sus siete novelas secretas, escritas a lo largo de cuarenta años), ni de su esposa Yhma y sus cinco hijos (a los que había abandonado sin consideración, sin avisar, ni sugerir su intención y destino), ni de ninguno de sus conciudadanos (molesto u ofendido por las duras críticas vertidas contra ellos en sus libros). Salí por propia iniciativa, en mi bicicleta, no en el momento de él desaparecer, embarcándose en el puerto de Umbertha, sino en el de yo conocer que lo había hecho, sin importarme cuánto tiempo habría trascurrido desde entonces, por lo que me fue fácil escoger el día en que hacerlo, es decir, uno de mis habituales días de excursión en bicicleta.





  Las probabilidades de interceptarlo eran mínimas, y, en caso de lograrlo, menos si cabe, las de sonsacarle su filosofía de la vida (cual era lo que me había impactado), para cotejarla con la mía propia, si es que estuviera capacitado para concretarla. Al menos, algunas coincidencias, supongo, nos harían simpatizar: rechazo de cualquier forma de protagonismo, permanencia a resguardo de miradas indiscretas, vida en la amada sombra, devoción por el anonimato… Él sabía que todo esto, celosamente preservado durante tantos años, se desmoronaría al haber hecho entrega al editor Huvlac  (apabullado por el valor literario de una introducción a un libro del Instituto) de sus siete novelas secretas. Que estallaría como un pomelo primigenio el sentido de aquella práctica furtiva (la escritura), infractora, subversiva. Que lo dejaría desnudo sobre el escenario grotesco y pantomímico de la vida (al cual, hasta el momento, había sabido sustraerse), expuesto a la humillación y al escarnio del público (las posibles alabanzas también entraban dentro de esta categoría). De ahí que desapareciera.



   Y lo hizo con arte (El arte de desaparecer), sin preocuparse de dejar atadas las cosas en casa, zanjando los trámites contractuales con el editor sin tener que estar presente, etc. En el puerto de Umbertha se embarcó tranquilamente, como si realizara un acto cotidiano. Hasta aquí la información explícita.
  Estaba seguro, a poco que cavilé sobre ello, que el buque en el que había embarcado era el Wind Surf, pues no me eran desconocidas sus rutas, debido a mis escarceos siderales con la doctora Woolf. Aunque nuestra Pasión Turca acabara en los Astilleros, el que Anatol, casualmente, hubiera tomado dicho buque, redujo la integral de Feymann sobre sus historias a unas pocas posibilidades. 









 

  Seguramente sus novelas secretas, si es que finalmente se publican, sean falibles, y bajo tal presupuesto no me moleste en leerlas (además de que versan sobre el funambulismo, cuyo sentido metafórico de la vida se me escapa). Mas aquel interés mío por destripar su filosofía de la vida (que presumo embarazosa y ofensivamente similar a la mía) me han animado a alcanzar los puentes de paso del Wind Surf, para, desde ellos, saltar sobre cubierta, y abordarlo dentro.

 



   Es posible que, después de saltar sobre el Wind Surf, ya no lo encuentre en él, porque haya desembarcado en algún puerto donde el barco haga escala. Pero puede que, también, indeciso ante qué puerto elegir para reanudar su anónima existencia, prosiga en el barco, dejándose navegar, mientras se entretiene jugando al tute en las tumbonas de popa con una vieja chocha y fumadora empedernida que le cuenta la miseria moral del gran amor de su nieta (Los amores duran toda una vida).




   La elección del puente en que apostarme no iba a ser sencilla, fundamentalmente, porque comprendí que podía existir una directa relación entre el propósito de Anatol y la ideosincracia del mismo. Relación que no resultaba cuerda. Pero tampoco lo había sido relacionar la superficie del horizonte de un agujero negro con la entropía termodinámica, y al final Stephen Hawking hubo de darle la razón a Bekenstein.



  Por la proximidad, el Puente de La Pepa era mi primer candidato a apostarme a la espera del paso del Wind Surf. Lo hice durante unas pocas jornadas hasta que me cansé, dominado por una sensación de apóstata bicicletero. Y es que este magnífico puente no contempla, para cuando concluya su construcción en los próximos meses, el tránsito de peatones y bicicletas, lo que hace sentirse, incluso conviniendo que mi intrusión había sido desautorizada y subrepticia (si no no sería intrusión), un allanador de puentes (reconoceré que aproveché unos túneles secretos practicados en los pilares que conectan con las cuevas de María Moco del Plioceno). Es curioso cómo ha sido cacareada su necesidad y justificada su inversión, y cómo, para ensalzarlo, se ha comparado con algunos puentes famosos del mundo. Está tan bonito decir que su gálibo (69 mts, ¿con bajamar?) es mayor que el del Puente Golden Gate de San Francisco (67mts) como feo callar que este sí dispone de carriles para peatones y bicicletas o que su vano de luz es el doble de ancho y la altura de sus torres le sobrepasa en 30 metros. Y más detalles exasperantes (con los 5 km de longitud se han excedido, pues han omitido las especificaciones técnicas en favor de la imprecisa espectacularidad) que solo pretenden distraer la atención del acorralamiento vial a que van a someter a los ciudadanos (meter una autopista hasta el seno de una ciudad que no tiene prolongación sino por mar) y del estropicio de la paz urbana (si al menos conectara dos corteingleses en ambas orillas). En definitiva, se pretende desahogar la ciudad asfixiándola con una autopista atirantada que permita la afluencia de 145 mil vehículos diarios al cogollo ciudadanil. ¿O la finalidad última era espolear la industria de souvenirs gaditana?
 







  Abandoné mi parapeto sobre el tablero (verdaderamente daba vértigo asomarse al agua) desencantado, no tanto por mi infructuosa espera del paso del Wind Surf (tarde o temprano lo haría, eso sí, con Anatol o no entre el pasaje), como por sentirme un apóstata bicicletero y allanador de puentes. Aunque, reconozco, ello no me resultó tan enojoso como la posibilidad de acabar siendo víctima de las cámaras fotográficas que acompañan a los ministros de turno que acuden a rebozarse en la obra.

 


  Barajé otros puentes (el 25 de Abril en Lisboa, el Oresund en Dinamarca, el Tianxingzhou en China, el Verrazano en New York, el Centenario en Sevilla), y, verdaderamente, casi me había decidido ya por el puente de Brooklyn en New York, cuando, formidable azar, considerando que disponía de un poco de tiempo extra para desviarme de mi propósito, a la altura de la rotonda que conduce a Lomopardo desde la carretera de el Portal, giré el manillar de mi bicicleta en dirección hacia La Ina.

 








  El motivo por el cual había pensado en el puente de Brooklyn adoleció de un pensamiento erróneo, pues creí que, por ser propicio para las intenciones de Anatol, el Wind Surf surcaría el East River y cruzaría bajo el mismo. Pero ello solo sería posible si aquel lo secuestraba, entrando en contradicción con su apetecido anonimato, al, indefectiblemente, irrumpir como noticia extravagante en los telediarios. Me había empecinado en tal pensamiento porque, el puente de Brooklyn, de alguna manera, desde que lo cantara Henry Miller, era el símbolo de la despersonalización, del sentimiento gregario de ser del montón, lo cual es una bonita forma de vivir en la sombra, en el no protagonismo. Dicho puente (por cierto, con pasarela para peatones y bicicletas) acoge un rodar sin trama ni desenlace, representa la inercia hacia el trabajo tedioso, arrastra a miles de imbéciles que se complacen impávidos en las nuevas tumbas que se levantan a su alrededor, conecta la actividad frenética que los iguala en el hormiguero del infierno. Aún así, excepcionalmente, un ser, un Henry Miller, un Anatol, puede revelarse íntimamente, recreando en su pensamiento una desviación evasiva, personal, lúcida, retrasando el empuje del movimiento contráctil de las tripas que le engullen, una desviación que grita reclamando su condición humana, por ejemplo, calculando las posibilidades de meterle mano al cálido coño de la gachí de al lado.

 





  El apacible, húmedo y resplandeciente campo que se abrió ante mis ojos en mi trayectoria pedalística hacia La Ina, me disipó aquella grisura de perspectiva anatoliana hacia el montón. Había atisbado el río Guadalete serpenteando a mi izquierda, agazapado tras altos arbustos y esporádicos cañizales. Los primeros kilómetros me imbuyeron de una fruiciosa sensación a la par exploradora del porvenir inmediato y desvinculadora de todo cuanto podía ser el peso memorístico de mis circunstancias. Presintiendo un espacio y tiempo idóneos para haber sufrido amnesia, o, en su defecto, una caída en picado en un agujero negro, sobrevino la revelación, primero, de la Venta La Carreta, que orilla la carretera, segundo, del puente que cruza el río un poco más adelante, tras aquella y a su espalda, flanqueado por finos y frondosos árboles.


 











  Me propuse informarme en la venta acerca del origen de aquel puente y la posibilidad de que por aquel tramo del río Guadalete hubiese navegado el Wind Surf. En seguida me cohibió una foto en el retablo de bebidas, que, si bien no me impidió departir con el camarero, sí que me indujo a callar cualquier pesquisa. Era de paquito el chocolatero. Acaso, en tiempos, había llegado hasta aquí arriando su carreta de bueyes, y aquí había embarrancado, sin posibilidad de seguir adelante con la venta de chocolate de contrabando.
 





  El examen del puente (al que bauticé con el mismo nombre de la venta) y su circunscripción me brindaron algunas ideas. Es un puente recoleto, manso y, a la vez, recio, bien afirmado. La longitud no es mayor que el ancho del tablero del Puente de la Pepa, y por el mismo, estimo, han de transitar mucho menos de 145 mil vehículos al año. El cauce del río no es abundante. La orilla al otro lado de la venta es poco pronunciada, de manera que se puede acceder al agua para refrescarse. Hay una piedra a la que sin duda se le han borrado las acuñaciones prehistóricas y por eso no está en un museo. Siguiendo el estrecho camino que serpentea y salva una pequeña elevación se encara un tramo largo y recto que tiene a un lado huertas y al final un jardín. El jardín se llama Yanna.

 






  Un poderoso presentimiento se apoderó de mí, impidiéndome continuar. Yanna es el paraíso islámico, jardín nutrido y abundante, vergel amplio y armonioso. Digno de ser apetecido, no solo por los creyentes en tal religión, sino por el eludidor de protagonismo y frustrado funambulista Anatol. El presentimiento me apabulló de forma desalmada: Anatol se había refugiado en Yanna. Y más aún, dentro del jardín, para rematar su afán de anonimato, había cobrado la forma de una estatua. Rápidamente giré sobre mis ruedas y descrucé el puente de la Carreta.
 



  Una última suposición sobre el destino de Anatol, más reconfortante, me alumbró varias horas después, cuando cruzaba por un pequeño puente de madera en Puerto Real. Este puente, más bien pasarela, era solo peatonal y bicicletero, sobre la playita el Conchal, aneja al río San Pedro. El cartelito de advertencia antes del acceso al mismo me aportó una idea sobre la más que probable explicación de por qué el Puente de la Pepa (visible en lontananza) no iba a ser peatonal. La advertencia decía: “Prohibido tirarse desde el puente”. En efecto. Por el riesgo de suicidios. 



 







  Es una pena que una menudencia así determine aquella prohibición del tránsito peatonal por el Puente de la Pepa. Basta notar que el Golden Gate de San Francisco tiene una larga tradición de suicidas y no por ello ha decaído su fama y excelencia, ni se ha decretado su cierre a los peatones.

 


  Fue terminar de cruzar aquella pintoresca pasarela que comprendí que había descartado la posibilidad (y de pronto se me antojó muy plausible) de que la huída de Anatol de Umbertha hubiese albergado otro propósito. El de escapar con una amante. Ciertamente, Rita Rovira, la del sanatorio mental, era un personaje propicio muy atractivo y seductor, de charla rica, ingeniosa y entretenida. A lo mejor me decido a visitarla, a sentarme a su lado en el banco donde acostumbra a pasar las horas y a intentar sacarle la verdad (Un invento muy práctico).