viernes, 2 de mayo de 2014

Venta la Cabezuela





  El astrónomo Conon de Samos estaba confabulado con el ladrón de la cabellera de Berenice, adjudicándole una constelación a la reina egipcia, no para mitigar su pena y confortarla, sino para evitar una investigación policial sobre su paradero.






  Desconocía yo si la cabellara habría sufrido (como el arca de la alianza, el santo grial o los clavos de Cristo), tras ser robada primeramente por un sacerdote del templo de Serapis, distintas vicisitudes históricas, de acuerdo con la intención de los más avezados arqueólogos de hacerse con ella y aprovechar sus mágicas propiedades. En algún momento de la historia, estoy seguro, unos tramposos intentaron el trueque por la virilidad de Atis (conservada en formol), aduciendo que revitalizaría como viagra la potencia sexual, pero, frente a las evidentes señales de autenticidad de la cabellera, el falo mutilado nunca manifestaría las suyas, sino por una sospechosa enormidad que bien pudiera haber resultado de una inyección de silicona.




  

  Mi particular investigación me ha traído hasta la Venta la Cabezuela, después de haber hallado unos códices reveladores en el satélite artificial Delphi, estrellado en el polígono el Trocadero. 





  Delphi saltó a la estratosfera en el 79 d.c., impelido por la erupción volcánica que asoló Pompeya. Ha orbitado durante muchos siglos hasta que se enamoró de los Pilones de Cádiz. El enamoramiento le puso Al rojo vivo (como a James Cagney) y acabó, tras muchas órbitas de indecisión, estrellándose, no demasiado lejos de la posibilidad de sucumbir a un abrazo reparador de sus amadas (sin duda fue más avisado que Glecko, el satélite artificial del Fukusima, que aspiró al amor de, si bien una torre mucho más excelsa, la Torre Eiffel, ésta carente de una gemela).










  Los códices, difíciles de descifrar, y, en todo caso, dejando partes imprecisas o inasequibles, son presuntamente certificados de autenticidad, notas descriptivas y esquemas de diseño del tesoro que albergaba en sus depósitos. No es osado conjeturar que, por algún proceso difícil de rastrear, acabara en el templo de Afrodita, sito en Pompeya, y Vulcano la pusiera a salvo de la destrucción, embarcándola en Delphi de un puntapié eruptivo.






  Qué vuelco su corazón de chapa no sufriría al contemplar desde el cielo la increíble similitud del cableado eléctrico tendido sobre la bahía con aquella cabellera original de la cual había sido celador y depositario. Los estados vibracionales de sus hebras brindan distintas propiedades, no solo para enamorar satélites artificiales, sino para, entre otras: 1) revitalizar como placenta de oveja negra el cuero cabelludo de los calvos y halopécicos; 2) sanar las heridas como las pócimas secretas del centauro Quirón; 3) generar gluones, etc.




  Con los planos y documentos que he rescatado de Delphi realizo una comprobación sobre el terreno. Mis intuiciones las he expuesto en la mesa donde, en la Venta la Cabezuela, desayunaban los ingenieros de Dragados, por si podían validármelas con sus apreciaciones técnicas. Verdaderamente fueron muy amables y acogieron mi idea con perplejidad y entusiasmo, pergeñando una réplica práctica, siguiendo las instrucciones de los planos, de la estructura colágena trenzada de la cabellera para tender sobre los pilares del puente a la Pepa y que yo pudiera regresar en mi bicicleta, no ya ahorrándome el pedaleo circunvalador de la orilla de la bahía o mi inclusión en el tren de Cercanías, sino la ayuda levitadora de ET.