lunes, 8 de febrero de 2016

Venta Pepe








 La predicción de ventas es una ciencia aún en ciernes. Los que nos dedicamos a su caza, a su captura, a su asalto y su disfrute encontramos poca bibliografía al respecto. Las referencias, donde las hay, orillan el tema; solo confirman su existencia, sin entrar en su génesis: como si siempre hu­biesen estado ahí o hubiesen surgido por generación espontánea. Los propios venteros nada aportan, pues no son auténticos: las asumieron como negocios traspasados; ni siquiera saben interpretar las desvencijadas y roídas fotos, cuando las hay, expuestas en las paredes, donde se ven en medio de descampados, sin las casas que actualmente las cercan.




  Hay yacimientos arqueológicos con indicios de ventas, soterrados bajo necrópolis poste­riores, cuyos vestigios no están lo suficientemente bien conservados para atribuirlos a tales y poder sacar conclusiones. Si algún resto óseo se encontró, no era humano, sino de cerdo o caballo, lo cual no se consideró relevante, aun no siendo lugar común para su hallazgo.
 

   Después de haber recorrido muchos caminos y haberme topado bastantes ventas entendí que aque­lla ciencia debía existir. Esbocé un mapa de los emplazamientos en la comarca inten­tando encontrar una lógica en su disposición, una geometría inherente. Vistas desde el cielo no com­ponían ningún dibujo con sentido, salvo que, como las constelaciones, forzásemos la imaginación y viésemos sobrepuesta alguna deidad mitológica. Era difícil, por tanto, a partir de ahí, predecir al­guna. Ni siquiera la ley de la proximidad se cumplía, esto es, de la exclusión en las inmediaciones, estimando un radio de exclusividad de medio kilómetro. La Venta la Ventolera y la Venta Santa Gema la incumplen: están a menos de doscientos metros.


   Las perturbaciones, en la ciencia de la predicción de ventas, juegan un papel similar al de los siste­mas planetarios, aun su estatismo. Ellas, por supuesto, no orbitan, no circulan, no se mueven, pero sí quienes acuden a ellas, quienes aterrizan en ellas. El grado de dinamismo de sus huéspedes es lo que los caracteriza como demandantes: ellos sí que orbitan, sí que sufren las perturbaciones. La ley de la proximidad no se cumple, pero ello no la priva de su sentido y de la certeza de que, al menos, en el límite del radio de exclusividad igual a cero, sí es cierta: no hay dos ventas colindantes; y si, por ca­sualidad, las hubiere, colapsarán en una sola. Las perturbaciones que generan no es de la índole de la fuerza gravitatoria, sí de otra clase de fuerza, menos palpable: emocional, cultural, económica. Y es tal que, bien los atraen, bien los repelen, o bien, como en mi caso, prefi­guran la existencia de alguna otra. El hallazgo de una venta puede confirmar una presciencia intuiti­va. A continuación, tomando las medidas visuales oportunas, su relación con el entorno, su situa­ción respecto a los senderos o carreteras aledaños, sus características arquitectónicas, su estructura, su decoración, su funcionalidad compositiva, su nombre, podemos comprender su necesidad, su oportunismo. La presciencia intuitiva puede convertirse en predictibilidad causal. Solo hace falta hacer números, calcular trayectorias, avizorar reglas de integridad, componer diagramas de relación, descartar zonas, estimar probabilidades. Así deduje yo la existencia de una. De la Venta Pepe.


 
   Más que montar un observatorio en Arizona como hiciera Percival Lowell, a fin de escudriñar los confines del Sistema Solar, mi método consistió en una regresión causal partiendo de una proposición de existencia. La proposición decía: existe una Venta Pepe. ¿Qué consecuencias obser­vacionales acarrearía? La primera y fundamental: que ninguna de las otras ventas debía llamarse Pepe. En efecto: Ventolera, Gema, Henry... Pero ninguna Pepe. ¿No era ello extraño? El variado surtido de nombres omitía el más elemental y españolísimo. De parecida manera se hubiese podido inferir la existencia del Planeta X, o mejor dicho, de Plutón, una deformación de Pluto, el perro amigo de Mickey Mouse. Las perturbaciones en la órbita de Urano, disconformes con la mecánica newtoniana, no eran nada comparado con las nominaciones de los planetas precedentes (Júpiter, Sa­turno...), tan terribles e imponentes. ¿Es que el Sistema Solar debía carecer de un planeta más risueño, coqueto o amigable? El mejor amigo del Sistema Solar debía ser el planeta de cierre, al no haber aparecido uno de tal índole todavía, y por eso la niña de 12 años, Venetia Burney, propuso el nombre de Pluto: el perro fiel y amigo de Mickey Mouse. Es lógico que los representantes de Walt Disney titubeen antes que confirmar esta anticipación; la historia se ha retorcido un tanto. Tanto que, como sabemos, solo se hizo soportable la equiparación al resto de los planetas añadiéndole la “n”, y, por tanto, revistiéndolo de la referencia mitológica al Dios de los Infiernos. Plutón: pequeño pero infernal.








   Seguí distintas rutas con ahínco pedaleante y volví a toparme ventas de otros nombres: Algarro­bo, Las angulas... La venta Pepe se resistía. Hallé una candidata. Estaba a las afueras de Madrid, en la Moraleja. En la entrada figuraba: El Pepe final. Entré y había una fiesta organizada por Amelia, la mujer de Carlos, que había convocado a diversos artistas, pero, sobre todo, a antiguos compañe­ros de la Facultad. Ahora eran una generación dispersa, y, en gran medida, antagonista de aquella que había pregonado las libertades y la lucha contra la miopía del poder establecido. El modo de vida que preconizaron se estrelló contra la realidad de las necesidades adaptativas, de superviven­cia, los egoísmos varios y la pérfida madurez, atentadora contra las utopías. Tan solo uno, Pepe, pa­recía haber salvaguardado la esencia, la genuidad del grupo. Había regresado de Manila tras todos aquellos años, había conquistado la amistad de Amelia, sin mediar sexo. Fue precisamente un aman­te de ella, también miembro del grupo, quien, allí, celoso, sustrayéndola momentáneamente a la fiesta que se circunscribía a la piscina y el jardín, le rebeló la traición de Pepe. Que no se le ocu­rriera editarle el libro que decía había escrito, porque no era suyo. Lo había robado a un amigo de Manila, uno al que dejó morir, cuando agonizaba. No fue difícil destapar la mentira. 

   Mi incansable pedalear me llevó, una vez descartada la anterior, a las afueras de París, donde hallé un chalet también en un barrio residencial con el nombre: Los Pepes. En principio no tenía por qué prejuzgar la viabilidad como ventas Pepe de aquellos chalets en zonas residenciales, por eso me adentraba en ellos. La peculiaridad de esta otra fiesta que se celebraba era que abundaban las seño­ritas gordas, quienes, medio despelotadas al filo de la piscina, habían entonado una elegía sufriente y la­mentosa, contando sus desdichadas vidas. Los receptores de las mismas estaban delante de ellas, hieráticos, absortos. Eran Pepe Picasso y Pepe Vangogh. Les persuadían de enfrascarse en la gran obra de sus vidas: unas señoritas de Avignon, cuyos rosaceos, abotargados y cizalla­dos rostros mostrasen su heroica hermandad y resistencia.


   En Las galas de Pepe no tardé en comprender que el presumible ventero vestía las ropas de un di­funto y ello por darse pisto ante la Daifa, una prostituta que lo había previamente rechazado por ha­ber sido un pardulo soldaduelo enrolado en la guerra de las antillas, cínico y ufano, pobre y categó­rico. Cuando quiso escaparse con ella (como Collado el amigo de Bertomeu con Irina la rusa), des­cubrió en el bolsillo interior de la chaqueta una carta que leyó en voz alta. La había escrito la propia Daifa, dirigida a su padre, días antes, suplicándole un dinero que le ayudara a salir del callejón de mal agüero y la casa de los pecados, para restituirle la honra exiliándose allende el charco. De una sola tacada descubrió que el padre había muerto (de un ataque de alferecía de los de antes) y que su pretendiente le había despojado las ropas. Del shock no se repuso.





   En Pepe mojado firma como Pepe quien en realidad no es Pepe sino el ladrón de la novela de su amigo Pepe en la que la que la trama gira en torno a su propia muerte. Al final Pepe hubo de matar al verdadero Pepe para así obtener dos cosas: una, la novela; dos, la verosimilitud de la novela. Muerto Pepe solo Pepe podría haber sido el autor y ser creíble su aparente suicidio por ahorcamien­to en casa de Pepa.


   Pedaleando por el camino del Águila, en el contorno de Chiclana, entre el Marquesado y el Pinar de los Franceses, la encontré al fin. Es curioso que hubiera pasado por aquí numerosas veces (en concreto cuando me dirigía hacia la Venta la Garza o la Venta el Burro) y no me hubiese percatado de su presencia. Pensándolo bien, era plausible, así como Percival Lowelll murió sin saber que había fotografiado su Planeta X, cosa que, posteriormente, se comprobó con un microscopio y la técnica del parpadeo. Andaría distraído pensando en el parpadeo de alguna Lady o su composi­ción dowlandiana (Lady Laiton's Almain, Lady Hunsdon's Puffe, Lady Russell's Pavan, Lady Mia's Secret...), de ahí el despiste. Lo mismo que yo, si añadimos que unos cañaverales en los flancos de la carretera previos al cruce donde se anuncia la venta crean un efecto túnel cuántico pudiendo ha­berlo atravesado con total opacidad visual hasta el momento del descubrimiento.







   En definitiva, jubilosamente alborozado, torcí mi nave a pedales para acercarme a poco menos de 10 mil kilómetros a fin de verificar que la Venta Pepe existía, pero que, decepcionantemente, solo ofrecía su superficie para poder ser estudiada. Parecía una Venta viva, y sin embargo, cada vez que la visité (después del día del descubrimiento he vuelto más veces) la encontré herméticamente ce­rrada, sin posibilidad de penetración. Todo mi empeño lo usé en deducir, por la oro­grafía de su superficie, por su color, por su textura, por su atmósfera, por sus anfractuosidades, por sus montañas de hie­lo, por su lado oscuro, etc., las posibilidades que brindaría su interior. Estoy seguro de que hay agua, luz y barro. Y, prodigiosamente, una parada de autobús intergaláctica, para poder viajar más allá del cinturón de Kuiper.