domingo, 26 de octubre de 2014

Venta Santa Ana




   La Reina meó esplendorosamente detrás de unos arbustos. Obviamente acometió un acto impropio de su majestad, disculpable solo por la ausencia de letrinas y la perentoriedad de la evacuación. En el futuro la barriada que se alzó en el lugar se denominaría Meadero de la Reina. 





   Sí que hubo letrinas, solo que las desarboló el viento, así como todo lo demás que había sido preparado para acoger a la Reina y su magnanimidad al conceder a los oriundos de Puerto Real ofrecerle un espectáculo tradicional, representativo de su industria: el despesque de un estero.



   Había estado a punto de suspenderse, incluso cuando ya, habiendo dejado muy atrás, entre las marismas, la silla de posta, surcaba en canoa los canales del estero, para dirigirse al punto de observación. Sopló un remanente del viento furioso y desapacible del día anterior que casi la hizo naufragar, y con ella al infante, y a las otras canoas con los miembros de la corte, y a su amante el capitán Apolodoro.


   Ya se conoce que la insatisfacción del matrimonio tempranero y convenido con su primo le inclinó a los escarceos amatorios, muy bien tapados por sus consejeros y demás veladores del comportamiento de la realeza. Ahí estaba Sosígenes disciplinando su mente para que no cayera en excesos, ni permitiera descabritarse su corazón. El mismo viaje planificado a las provincias andaluzas, aparte del oportunismo político, tenía parte de evasión amorosa, debido a las negligencias en que incurría por haberse prendado de un general, finalmente partido a Oriente para regodearse en pasadas conquistas en los atractivos prostíbulos de Trifena. Apolodoro, con la hechura y la planta del otro, jugaba el papel de abnegado sustituto, a fin de satisfacerla y olvidarla de aquella trastornadora cuita.


   Ya había tenido su ración amorosa la pasada noche después del baile en el Casino Gaditano, donde correspondió con sus reales modales a todos los prohombres gaditanos que le rindieron pleitesía, fuera del orden encorsetado del besamanos en el Palacio de la Aduana y la misa de Pontifical en la Catedral, cumplimentados durante el día. La Reina, treintañera, por un lado más gustaba del templo de Hator, y su deidad voluble y fullera, por otro del revoleo indisciplinado de las sábanas, tras un agotador día de poses.


   El ciego Ramose, tañedor del arpa, habría competido con los fraseos de la brisa que corría por el estero mientras los pescadores con sus redes y otros artilugios acometían la demostración del despesque, pero hubo de quedarse en la Corte por una indisposición. En su lugar la Reina trajo al violinista Lele, evadido de las Indias, cuyo interpretar huracanado era más propio del vendaval precedente. En el Casino Gaditano se había lucido, y ahora, sin pretenderlo, contribuyó al éxito de la recolecta pesquera, al revelarse los peces muy danceros y ávidos de saltar al escenario. 


   Después que la Reina se ausentara para mear, lo cual le exigió salvar entre el fango un buen trecho y le robó su tiempo por la estorbosa ropa, otros no se privaron de imitarla. La más recatada de sus doncellas, Balkis, buscó también un lugar propicio. Ya andaba esta doncella metida en desazones sentimentales debido a la atracción que le inspiraba el monje Totmés, adscrito al culto de Isis, si bien sería mucho tiempo después cuando le abordara y le suplicara trato carnal. El pobre Apolodoro sufría aquel desvío, ya que él sí suspiraba por Balkis, incluso en el lecho de la Reina, a la cual, magnánima, no le importaba que la mentara en el trance amoroso, fantaseando con que fuera aquella.

   A Apolodoro no le pasó desapercibida la ausencia de Balkis para ir a mear. Totmés ni se percató, lo cual no solo se correspondía con su total falta de fijación en ella, sino también con la absorta lectura que hacía de unos poemas de Ricardo Reis, que, a ratos, susurraba a la Reina, siempre necesitada de mistificación religiosa, incluso frente a la ruda y elaborada demostración local de despesque de un estero.




   Apolodoro, notando que Balkis tardaba más de la cuenta en regresar, con cierto disimulo, por no revelar su preocupación ni tampoco desatar alguna valoración morbosa, la buscó. La Reina permaneció subyugada ora por los estrepitosos coletazos de los peces según eran acorralados y sacados del agua, ora por los poemas de Totmés, entre los cuales le estremecía aquel de: “Esta libertad sólo nos conceden/ los dioses: someternos/ por nuestra voluntad a su dominio. […] Pues solo en la ilusión de libertad/ la libertad existe.” Basándose en dicha libertad, ella se aplicaba en adorar, según las ocasiones, a Cristos y Marías, o a Isis y Osiris. 


   Balkis salía de su escondite entre los arbustos cuando Apolodoro estuvo a punto de toparla en la acuclillada posición. La mirada con que ella le asaeteó fue tal que hubiera derribado un olmo seco. Apolodoro la resistió con una mezcla de ingenuidad y disculpa. Prescindió de justificar que su tardanza lo había preocupado, resolviendo más bien, con gestos tácitos, que andaba en la misma tesitura de incontinencia urinaria y buscaba sitio. Ella se alejó, mientras él, por la propia inercia rastreadora que traía, antes de que se percatara de la inconveniente elección, inició los desarropos inguinales justo en el mismo punto en que había desahogado ella. Para su sorpresa, intentando precipitadamente anudarse los pantalones, descubrió que entre los matojos no había signos de pis y en cambio sí había puesto un huevo. 


   En seguida comprendió que no tendría efecto si no era fecundado. Probablemente lo había puesto para que lo fecundara Totmés, y se había demorado en espera de su comparecencia. Pero el monje, que era muy monje y, por tanto, muy casto, proseguía la lectura susurrante a la Reina, de los versos de Ricardo Reis: “Siempre tuvimos, ángeles o dioses, / la visión perturbada de que sobre / nosotros, compeliéndonos / obran otras presencias. […] Son nuestra voluntad y pensamiento / las manos con las que otros nos conducen / hacia donde ellos quieren / y no queremos ir.”



   Ni corto ni perezoso, Apolodoro sufrió una turbación tal, mezcla de exaltación de la doncella, represión sentimental y coraje celoso que se puso manos a la obra, y fecundó él mismo el huevo. A su regreso a la órbita de la Reina no levantó sospechas, comportándose con el disimulo propio de quien pretende que tan solo se ha ausentado para desahogar la vejiga. Balkis le miró con recelo y molestia. No supo adivinar en su rostro lo que hubiera hecho tras los arbustos, intentando descartar que se hubiera atrevido a fecundar su huevo. En lo sucesivo más desdén le inspiraría, debido a aquella vaga sospecha. Por supuesto, volvió a centrarse en Totmés, hasta el día en que, años más tarde, lo acorraló en el templo de Isis y lo desvirgó en sus aposentos. Ya sabemos que aquello trajo la desgracia a ambos.


   Algunos siglos después de la real meada y la desovada de la más querida doncella, el huevo eclosionó. Si tal episodio hubiera ocurrido a la orilla del Nilo, cerca de Dendera, habría salido un templo a Hator. Si a la orilla del Fontanka en San Petersburgo, el puente Politseyski. Si a la orilla del Tajo en Lisboa, la torre de Bélem. Como ocurriera a la orilla de un canal de estero a las afueras de Puerto Real, salió una venta. La venta Santa Balkis en honor de la pobre desgraciada que se suicidó por el rechazo de Totmés. Venta Santa Balkis, que traducido a lengua romance resulta, como todo el mundo sabe, Venta Santa Ana.